Miguel Crispi representa el espíritu y el alma del gobierno, así como también todas las razones por las cuales ha fracasado. Su complacencia y autoindulgencia ante la comisión investigadora del Congreso no solo demuestra por qué el Presidente Gabriel Boric no logra sacar al país del barro, sino que además explica por qué las principales prioridades de las personas pasaron de la reforma estructural a las urgencias del día a día.
Para darse cuenta, hay que dar un par de pasos atrás, y conceder que Crispi, a diferencia de la mayoría de sus conciudadanos, lo tuvo todo. Habiendo nacido en lo que su sector absurdamente condena como una cuna de privilegios, se le dieron todas las condiciones que uno necesitaría para jugar un rol clave en la transformación de Chile en algo mejor, incluyendo habiendo nacido en una familia estrechamente ligada a la primera línea del poder.
Pero en vez de usar su mal llamado privilegio para construir un mejor país, hizo todo lo contrario, participando en la cadena de decisiones, en conjunto con su sector ideológico, que llevó al país por el peor de los caminos posibles.
El asunto es que Crispi, como buena parte de los tomadores de decisiones en su coalición, hizo carrera criticando todo lo que representó Chile antes de él, ignorando que el peso de la historia sería más fuerte al final. Por lo mismo, la historia que cuenta, que le llevó a incluso a él mismo al poder, simplemente no tiene cabida con lo que la gente común y corriente ve y siente en la calle. Si todo lo que decía Crispi, y prometía su coalición tuviera resonancia con la realidad, al gobierno le estaría yendo bien. Pero no es así.
Crispi, como los demás asesores de primera categoría que rodean al Presidente, decidió tomar el chuzo en vez del mortero. En vez de construir sobre los hombros de sus antecesores, prefirió demoler lo que había para levantar la obra propia. Obviamente, fracasó.
Ahora, que siga jugando un rol tan influyente en la presidencia, a pesar de tan notorio fracaso, es simplemente increíble. Que haya mantenido la confianza del Presidente a pesar de estar al centro del diseño de un gobierno fallido, es simplemente impactante. Si su rol tras el envío de Izkia Siches a Temucuicui la primera semana del gobierno no fue una señal de alerta, al menos se entiende por qué su rol como Subsecretario de Desarrollo Regional en medio del caso de corrupción de las fundaciones tampoco lo fue.
Afortunadamente el Congreso, que ya sospecha que todos los problemas del gobierno pasan, de una forma u otra, por su despacho, lo citó a declarar esta semana, en medio de la crisis autogenerada del momento: la de Monsalve. Lamentablemente, sin embargo, el asesor no contestó nada. No aclaró nada. No contribuyó nada. Como el país pudo apreciar en el noticiero, Crispi se dio el lujo de rechazar todas las preguntas, dilatar sus respuestas, y finalmente justificar su menosprecio reiterando abusivamente que es estrecho colaborador del Presidente, hábilmente, sin embargo, condicionando su futuro a una caída más grande.
Crispi representa el espíritu del gobierno no solo porque instruye al Presidente en una plétora de materias relevantes, sino que porque también no tiene escrúpulos en demostrar todo el poder que ostenta cuando lo ostenta, a pesar de lo burdo que resulta. Un ejemplo se vio en la Comisión cuando sorpresivamente salió un defensor de Crispi tratando a la Comisión de ser una especie de CNI cuando el presidente no hacía más que ejercer el mandato legítimo, y necesario, encomendado para entender las decisiones del ejecutivo. Una curiosa referencia utilizada a conveniencia, que recuerda, por lo demás, la ligereza con la que se le acusó al gobierno anterior de tener un centro de tortura bajo el metro Baquedano, en medio de la crisis social de 2019.
A favor de Crispi hay que decir que ha hecho todo bien para instalarse y mantenerse jugado un rol clave en la primera línea, sin tener ni exposición pública ni posibilidades de ser acusado constitucionalmente, a pesar de demostrar una y otra vez no poder tomar decisiones competentes cuando le ha tocado a él, ni a orientar a los demás cuando le ha tocado asesorar bajo la manta de la impunidad.
El fracaso de Crispi es el fracaso de su coalición, lo que a su vez es el fracaso del Presidente y el de la nación. Que todo lo que pueda decir en la comisión es que tiene un secreto que no puede compartir es un agravante por sobre todo lo que no ha hecho hasta ahora como Diputado, Subsecretario y ahora asesor, e indica la poca empatía y celo con el que su sector político mira el futuro del país. El progreso, y eventualmente el bienestar, requiere de una transparencia, honestidad y dirigencia que hoy en día no están disponibles.
Crispi está aferrado al poder como su coalición al poder. A pesar de haber fracasado, y haber conducido el país a una situación donde las tres prioridades más importantes de las personas son la seguridad, la violencia criminal, y la corrupción, es más que anecdótico, es un fracaso titánico, sobre todo considerando que las decisiones que se han tomado entre cuatro paredes le han costado harto más al país que un bar de billones de dólares.
Reconocer la magnitud del fracaso es difícil precisamente por su tamaño. Son tantos sectores e indicadores comprometidos por el espíritu destructivo y refundacional de Crispi y compañía, que el relato ya se ha hecho cargo de la crítica, desviando la atención y el peso de la cadena de malas decisiones que se tomaron en el pasado, culpando el sistema de ser el problema. Y, por lo mismo, por la dificultad de visualizar con claridad el mecanismo causal tras el fracaso, Crispi se mantendrá en su cargo, y el Frente Amplio, quizás bajo otro nombre, pero bajo el mando de las mismas personas, volverá más temprano que tarde a La Moneda. (Ex Ante)
Kenneth Bunker