Entre el bullicio y el carnaval de luces, ensordecedor uno y cegador el otro, producido por el seguimiento de noticias originadas en el ámbito judicial pero que inundan el escenario político, se abrió paso durante la semana que termina una noticia realmente importante: seis senadores -de la UDI, Renovación Nacional, Partido Socialista, PPD y Evópoli- anunciaron el miércoles que habían logrado los votos para hacer aprobar en la Cámara Alta un proyecto de reforma constitucional que modificaría el sistema político chileno. La presentación del proyecto fue saludada por La Moneda, que ya se había pronunciado sobre la necesidad de esa reforma por vía del ministro Álvaro Elizalde, que el pasado 8 de octubre planteó que ella sólo sería posible “…a medida que se genere un acuerdo transversal con un apoyo mayoritario”.
El planteamiento del ministro fue totalmente oportuno, porque el tratamiento inicial del tema por parte del Presidente Boric había sido uno que parecía subordinar su tramitación a la aprobación previa de las reformas del sistema de pensiones y la reforma tributaria. Es decir, un planteamiento con un inconfundible tufillo a condicionamiento o, como acusaron algunos personeros de oposición en ese momento, llanamente de chantaje. El Presidente, como viene siendo costumbre en él, corrigió más tarde sus propios dichos en Enade 2024 y posteriormente lo incluyó en su Cuenta Pública.
Así, la idea de sacar adelante esa reforma del sistema político parece contar con el apoyo transversal de tres de los mayores partidos del país y también del gobierno, lo que abre la posibilidad de que sea tramitada y concluida antes de la elección presidencial y parlamentaria del próximo año.
Que esto ocurra es sin duda algo que debe saludarse porque esa reforma es absolutamente necesaria y probablemente sea, además, una condición previa para alcanzar los acuerdos que se necesitan para avanzar en otras reformas que son necesarias para el país. Una reforma que permita superar la situación actual de un sistema de partidos fragmentado, que se ha convertido en uno de los principales obstáculos para la tramitación y aprobación de proyectos de ley debido a la dificultad para llegar a acuerdos.
Por otra parte, los partidos han perdido su capacidad de vinculación no sólo con sus militantes -que probablemente ignoren o tengan una idea errónea de los principios, ideología y programa de sus partidos, si es que éstos los tienen- sino que también con los parlamentarios que han sido electos bajo su signo, con lo que aún en los casos en que es posible llegar a acuerdos no existe una garantía plena de que estos sean respetados por las respectivas bancadas.
Y todavía más notoria, por lo desvergonzada, es la actitud de parlamentarios y parlamentarias que son electos por medio de un partido en el cual militan, pero luego cambian de afiliación y se unen a otro partido que, por ser tal, tiene principios, ideología y programa diferentes de aquel por el cual fueron electos. Y todo ello sin consultar y la mayoría de las veces sin intentar siquiera explicárselo a sus electores. Este fenómeno ha dado lugar a un neologismo que hoy puebla, sin tener clemencia por el idioma español, las páginas de periódicos y las audiciones de radio y televisión: “discolaje”, vocablo supuestamente derivado de la palabra “díscolo” con el que, para ennoblecer de alguna manera su actitud, esos tránsfugas califican su actitud.
Pero llevar a buen puerto esa reforma no es algo que esté asegurado, a pesar de los apoyos con que nace el proyecto propuesto. Y es que el proyecto incurre en omisiones importantes y sin duda su discusión y análisis debe ampliarse a todas las restantes fuerzas políticas del país que, según se vio en las horas que siguieron a su presentación, tienen sus propias opiniones y proposiciones. Es de esperar que esa ampliación del debate se haga a la brevedad posible y sea real. El peor error que se podría cometer con relación a esta cuestión sería tratar de imponerlo en el Senado porque ya se cuenta con los votos necesarios para ello. Una reforma de la importancia de la que Chile necesita exige la participación de todos, con atención y respeto.
Veamos sucintamente algunos de los temas que deben ser considerados en un debate más amplio y, deseablemente, sean incorporados al proyecto presentado.
El texto propuesto, además de severas penas que impedirían el transfuguismo parlamentario, promete una reducción casi automática del número de partidos con representación parlamentaria mediante la imposición de un umbral de 5% de la votación nacional en la elección de diputadas y diputados o de ocho parlamentarios (que pueden ser de ambas cámaras) como requisito para ocupar escaños en el Congreso. Sin embargo, no considera la posibilidad de que la práctica de los pactos electorales anule parcial o incluso totalmente el requisito de umbral de ocho parlamentarios, como ha estado ocurriendo hasta ahora. Hoy, con una distribución de sus candidatos y candidatas en un pacto, un partido, con más maña que fuerza, puede lograr elegir una proporción de parlamentarios mayor que la proporción de votos obtenida y así subvertir el umbral actual que es de cuatro diputados como exigencia a un partido para no ser disuelto. Y esta posibilidad de supervivencia de partidos poco representativos o desarraigados de la sociedad merced a los pactos, permite también que dentro de ellos prospere el clientelismo de esos partidos pequeños respecto de los “accionistas mayores” dentro del pacto.
Como quiera que se mire, en consecuencia, para una efectiva reforma del sistema político, mucho más importante que la fijación de umbrales es la eliminación de los pactos electorales. Los pactos políticos son necesarios, sin duda, pero ellos deberían tener lugar después de las elecciones y con el sentido de articular apoyos u oposiciones claras a partir de programas políticos y no exclusivamente de cálculos electorales que llevan a los comportamientos que describí antes.
Por otra parte, el proyecto tampoco considera normas estrictas en materia de fortalecimiento de los partidos, tales como la obligación de elaborar programas y darlos a conocer a la ciudadanía. Y, quizás lo principal, no incluye la norma del voto obligatorio que demostró su eficacia al lograr una mayor participación efectiva de electores en los últimos comicios y que, como se sabe, está excluida de las próximas elecciones.
Todas esas cuestiones y otras que podrían contribuir a fortalecer el sistema político y con ello la democracia en Chile, deberían tenerse presentes y analizarse en la discusión legislativa en las dos cámaras del Congreso hasta arribar a una reforma efectiva de nuestro sistema político. De no ser considerados en la discusión que se avecina y si ésta no considera todos los puntos de vista y todas las opiniones, es probable que la reforma termine empantanándose en los recovecos parlamentarios. Cruzo los dedos porque eso no ocurra. (El Líbero)
Álvaro Briones