El Ejecutivo, que no tiene mayoría en el Congreso, sabe que al someter un asunto a su discusión enfrentará cuestionamientos e inquietudes políticas que a veces incluso superan en dificultad a las interrogantes técnicas. Ante ello, ambos poderes —a veces en contradicción— deberán saber ponderar, en aras del bien común, las variables en juego para dar con la mejor solución. Ello no es tarea fácil porque los objetivos o fines de política pública (y del quehacer político) de unos y otros pueden ser divergentes o, a lo menos, diferir en términos de prioridades. A su vez, los incentivos en determinadas situaciones pueden estar más bien orientados a obtener resultados o réditos de corto plazo, perdiéndose de vista los efectos de largo plazo.
El Gobierno ha puesto en el centro de su mandato y gestión recuperar el crecimiento del país. ¿Por qué? Porque está demostrado que cuando Chile crece sostenidamentese reduce, a un ritmo más acelerado, la pobreza. El crecimiento trae consigo empleo, aumentos en los niveles de ocupación y de los ingresos autónomos de las personas.
Para impulsar el crecimiento, sustento de la política social, es preciso que las políticas públicas se orienten a ese fin, tarea que envuelve múltiples dimensiones. Por de pronto y ex ante, se debe evaluar si una determinada propuesta regulatoria se justifica de cara a los impactos positivos esperados o si, más bien, significará una sobrecarga regulatoria que traerá más costos que beneficios.
Implica también la revisión periódica de nuestro ordenamiento jurídico para advertir si hay barreras regulatorias o de gestión y burocracia que obstaculizan el progreso y ahogan la iniciativa económica. Asume, asimismo, potenciar los instrumentos que fomentan la inversión y el emprendimiento, abrir oportunidades para que más personas se incorporen a la fuerza laboral y desplegar esfuerzos para el desarrollo de una economía del conocimiento que impulse la actividad innovadora dado su impacto positivo en la productividad.
Todo ello bajo un marco de certeza jurídica para los actores. Si ese es el objetivo prioritario, que además se supone es compartido por ciertos sectores de la oposición, no se entiende lo que está ocurriendo en el debate de algunos proyectos de ley que parecen haberse desviado de la pista que conduce a la meta del crecimiento, de la certeza jurídica y que evita los excesos regulatorios.
En el proyecto de ley de Uber, por ejemplo, aprobado en primer trámite por la Cámara de Diputados, se advierte con preocupación cómo la sobrecarga regulatoria que se está imponiendo puede terminar generando un impacto negativo en los usuarios y en quienes encuentran en estos servicios una fuente de empleo relevante. Fármacos II, en tanto, difícilmente logrará el objetivo originalmente buscado si se sigue debilitando la protección que brinda la propiedad industrial, esencial para la innovación, y si el Congreso persevera en su rechazo a generar más competencia en la cadena de distribución de los remedios.
La votación en particular de la modernización tributaria será también determinante para orientar o no la política tributaria hacia la inversión y el desarrollo. Un conformista diría que se hace lo que se puede. Un optimista señalará que, al menos, se sacaron adelante las iniciativas que, sin ser ideales, pudieron ser peores y que estamos ante un mal menor. ¿No hay mal que por bien no venga? Minimizar los efectos del rumbo que han tomado estas y otras iniciativas sería un error en el que no debemos caer y que debemos advertir a tiempo. (El Mercurio)
Natalia González