Ante la justificada indignación de cientos de miles de familias y empresas por el daño que les ha ocasionado el prolongado corte en el suministro de energía eléctrica, agravada por el deficiente desempeño exhibido por las empresas distribuidoras en el manejo de esta situación de cara a los afectados, la ciudadanía está pidiendo las máximas sanciones, y el propio Presidente Boric ha solicitado se estudie la eventual caducidad en la concesión que Enel tiene en la Región Metropolitana.
No cabe duda de que las empresas involucradas deberán responder por el daño causado de acuerdo a lo que establece la ley, pagando las multas correspondientes y compensando a los consumidores afectados. Esto no está en discusión. La pregunta que hay que hacerse es, una vez superada esta emergencia, ¿qué medidas tomar para minimizar la posibilidad de que algo así vuelva a ocurrir?
No siendo posible eliminar el riesgo de desastres de origen natural, lo primero que hay que definir es cuál es el estándar de servicio al que se aspira, lo cual lleva de inmediato a la pregunta de cuánto cuesta alcanzarlo y a si existe o no disposición a pagar por ello. Por ejemplo, muchas personas se han manifestado sorprendidas por el hecho de que las empresas distribuidoras no tengan información de la ocurrencia de una interrupción en el suministro en un domicilio específico, a no ser que el propio afectado dé el aviso correspondiente. Esta situación, que parece absurda en pleno siglo XXI, responde a que en la definición de la “empresa modelo” que se utiliza para la fijación de tarifas esa exigencia no ha estado incluida. Más aún, cuando se intentó instalar medidores “inteligentes” en los domicilios para mejorar el servicio, dado que ello iba a implicar un pago adicional el mundo político lo rechazó, y finalmente la iniciativa no prosperó. Algo similar podría decirse sobre el soterramiento de los cables. ¿Qué hacer entonces? Lo que corresponde es definir una “empresa modelo” que esté en condiciones de ofrecer el estándar de servicio al que se aspira, y crear los incentivos adecuados -garrote y zanahoria- para que las empresas realicen las inversiones requeridas e incurran en los gastos de operación y mantención necesarios para poder entregar un servicio de acuerdo a lo que la ciudadanía está demandando, y por el que se está dispuesto a pagar.
Más allá del carácter excepcional que tuvo el reciente temporal, resulta evidente que las empresas distribuidoras han mostrado serias deficiencias, algunas por gestión -por las que deberán responder-, y otras porque la regulación no ha sido la adecuada. Por tanto, hay entremezcladas fallas de las empresas y fallas del Estado, el que tampoco ha estado a la altura de crear las condiciones que se requieren para mejorar la calidad del servicio ni en su diseño ni en la fiscalización. De más está decir que esto no se va a resolver cambiando a los concesionarios, ni menos aún introduciendo al Estado en la provisión directa de este servicio. El camino va por otro lado. (La Tercera)
Hernán Cheyre