Del entusiasmo a la neutralidad

Del entusiasmo a la neutralidad

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No era fácil la tarea del Presidente en la ceremonia de ayer. Después de todo, ¿Cómo actuar, qué decir, frente a lo que, para él y el Gobierno, se reconozca o no, es una elección entre lo detestable y lo peor?

El Presidente en la ceremonia de ayer hizo lo que cualquier político sagaz habría hecho: transformar la necesidad en virtud.

Comencemos por la necesidad.

El Gobierno no opta por ninguna de las alternativas no porque crea que ese es su deber, sino porque cualquiera de las opciones en juego lo pondría en contradicción consigo mismo.

Después de configurar su identidad arguyendo que la Constitución de 1980 era la fuente de buena parte de los males que padecía la sociedad chilena (¿Cómo se pudo creer, dicho sea de paso, que las reglas constitucionales tenían tal poder configurador?); luego de identificar el cambio constitucional como el revulsivo del malestar que se manifestó en octubre del 19 (alguna vez habrá que indagar en cómo se expandió ese fetichismo); una vez que el discurso jurídico se constituyó en el sucedáneo de lo que antes era una ideología (y por meses los abogados sustituyeron la hegemonía de los economistas); y, en fin, después de autografiar el proyecto de la Convención y que los ministros hicieran pedagogía a su respecto, era impensable que el Gobierno (aunque crea que se trata de un instrumento detestable) llamara a votar «En contra» el proyecto del Consejo, puesto que ello significaría adherir a la Carta de 1980.

Y la alternativa —pronunciarse A favor— es para el Gobierno todavía peor.

Si quedan juristas en el Gobierno habrán advertido que, si bien el proyecto del Consejo mejora el sistema político, a cambio de ello estrecha sus facultades, puesto que, al establecer la provisión mixta, galvaniza buena parte de las decisiones de política pública hoy vigentes en pensiones, salud o educación. Y una vez que eso se advierte, apoyar ese proyecto se torna imposible para el Gobierno. La provisión mixta, esto es, la provisión de bienes financiados con rentas generales mediante un mecanismo de mercado, fue identificada como una de las causas de los males que la sociedad chilena padecía (al entreabrir la puerta al temido lucro que todo lo envilece, emponzoña y corrompe), de manera que establecerla como principio constitucional es peor que lo intolerable, si es que tal cosa existe.

Raymond Aron solía decir que la democracia no consistía en escoger entre lo bueno y lo malo o lo correcto y lo incorrecto, lo puro o lo impuro, sino en elegir entre lo que era preferible y lo que era detestable.

Desde el punto de vista del Gobierno, Aron se equivoca, puesto que la experiencia chilena en esta ocasión muestra, en forma flagrante, que a veces se escoge entre lo que parece detestable, la Constitución de 1980, y lo que resulta peor, el proyecto aprobado en el Consejo.

No es entonces que el tono contenido y sobrio del Presidente, explícitamente neutral, salvo dos o tres insinuaciones entre líneas, fuera el producto de una convicción cívica, de darse cuenta de que la tarea del jefe del Estado es enmudecer cuando es la ciudadanía la que debe hablar, o de que haya caído en la cuenta de que su mejor papel es instar a la ciudadanía a reflexionar e informarse, atendiendo a un debate libre y abierto, o que repentinamente se haya convencido de que la voluntad del pueblo es irrefutable y, al revés de lo que alguna vez dijo, nunca llega a destiempo.

No, nada de eso.

Lo que ocurre es que el Presidente se resignó a sustituir a Carl Schmitt (la neutralidad es un vicio del liberalismo parlamentario) por la ética del árbitro deportivo (hay que ser neutral y solo cuidar el procedimiento, como enseñaron los recientes Juegos) y por eso, en vez de pronunciarse entre lo que le parece detestable y lo que le parece peor, arribó a la conclusión de que la mejor alternativa, o la única, era ejercitar la neutralidad.

Y de esa forma, hacer de la necesidad una virtud.

Ha adoptado, en otras palabras, la única posibilidad que le es dada al político para ser virtuoso: inclinarse ante los hechos, ser dócil a la realidad. Y si es posible, incluso sonreír. (El Mercurio)

Carlos Peña