Deliberar

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La semana pasada la Presidenta de la República comunicó al país cómo será el proceso constituyente. Se tomó su tiempo; y según lo anunciado, el proceso mismo tomará aún más. Lo aplaudo. No es obvio que la mejor decisión sea la más rápida; ni la más drástica; ni la más irreversible. Nadie puede aspirar a un conocimiento definitivo de las cosas, ni presentarse como quien sabe lo que nos depara el futuro. Estamos obligados todos -y esto incluye a los líderes políticos- a marchar paso a paso, aprendiendo del ensayo y el error. A renunciar, por lo mismo, a las determinaciones veloces, rotundas, absolutas. A optar, mejor, por tomarse tiempo para inquirir, dialogar, sopesar.

Aquello es lo que me pareció vislumbrar en las palabras de la Presidenta. La intención de avanzar lento, para no dejar a nadie atrás. De consultar, tanto a la clase política como a la ciudadanía. De usar las instituciones de las que disponemos, y que nos brindan algo que debiéramos bendecir cada día: una convivencia en paz. De buscar acuerdos, y con tal fin imponerse restricciones exigentes, como son el compromiso de dos parlamentos y supramayorías. En suma, nada de retroexcavadoras.

Por lo mismo ha resultado chocante la precipitación de algunos líderes gremiales. En cosa de minutos proclamaron que el anuncio presidencial introducía una cuota adicional de incertidumbre, lo cual afectará negativamente la recuperación de la economía.

Digamos, de entrada, que no hay nada más antiempresarial que el temor al cambio -y por consiguiente, a la incertidumbre-. Ni más rancio que exigir a las nuevas generaciones que, en aras del crecimiento económico, renuncien al deseo de construir un mundo mejor, y acepten sin tocar el que les han dejado sus padres. Ni más decepcionante que suponer que los jóvenes, en quienes hemos invertido tanto como familias y como país, serían incapaces de imaginar y organizar una convivencia más humana que la que -a mucho orgullo- fuimos capaces de erigir nosotros, sus padres y abuelos.

«La actual Constitución tuvo su origen en dictadura, no responde a las necesidades de nuestra época ni favorece a la democracia». La Presidenta tiene razón. Lo relevante, sin embargo, es la sentencia del medio: que ella no responde «a las necesidades de nuestra época». En efecto, esta es una época enteramente diferente a la que dio origen a la Constitución que nos rige, marcada por el fragor de la Guerra Fría y de la crisis que había desplomado nuestra democracia. Hoy es distinto. El fantasma ya no es la dictadura, es la corrupción. El temor no proviene de la escasez, sino de la abundancia. La aspiración primordial no es al crecimiento económico, sino a la felicidad. Y la defensa de la naturaleza y de todas sus criaturas es al menos tan fuerte como la defensa de la libertad y la democracia.

Así entiendo la invitación de la Presidenta: a deliberar acerca del orden constitucional que nos queremos dar para encarar los dilemas del siglo 21, no para ajustar cuentas con el siglo 20. A reflexionar acerca de las instituciones en las cuales deseamos encarnar los valores que nos hacen ser un mismo pueblo -algo que recibimos como legado de las generaciones que nos precedieron-, y de las reglas que aplicaremos para regular a la vez nuestras diferencias y discrepancias.

¿Suena utópico? Claro que sí; pero ya lo decía Benedicto XVI: «La sed de infinito está presente en el hombre de tal manera que no se puede extirpar»; y es colmándola, asumiendo la excitación e incertidumbre que esto genera, lo que produce la felicidad. La invitación de la Presidenta, por lo mismo, si la aceptamos de buena fe, quizás haga estallar muchas certezas, pero podría hacernos más felices.

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