Un intento de golpe en Perú dado por Pedro Castillo, quien, hace apenas unas semanas, visitaba Chile luego de nombrar a su ministro número ochenta y tantos (su abogado atribuye la tentativa de Castillo a que habría ingerido una pócima envenenada); las declaraciones del Presidente Petro asimilando la destitución de Castillo al golpe contra Allende (como si este último se hubiera comportado como un paleto); la condena de la vicepresidenta de la Argentina, Cristina Kichner, por graves actos de corrupción (fruto de una conspiración, desde luego, de la oligarquía continental para disciplinar la rebeldía revolucionaria); la decisión de Bukele de usar el ejército para controlar el orden público en El Salvador, poniendo cerco armado a una ciudad entera (mientras el ochenta por ciento de la población aplaude); las promesas de Maduro de realizar elecciones democráticas en Venezuela a condición de que se levanten las sanciones internacionales (reconociendo así sin rubor que ese tipo de elecciones allá no hay); el secuestro en Ecuador de un hospital completo, a puertas cerradas, por parte de una banda con el fin de dar muerte a un rival que convalecía (no muy distinto a secuestrar una ciudad o una región obligando al Estado a retirarse). La enumeración podría seguir.
Es el panorama de América Latina. Un delirio. El delirio americano (para usar el título del espléndido ensayo de Carlos Granés).
¿Estamos lejos de eso?
Lo que ocurre en todos esos países —se ha dicho infinidad de veces; pero no está de más repetirlo— es que padecen una grave debilidad de sus instituciones. Las instituciones cumplen la función de domeñar y contener la subjetividad. Donde ellas existen y funcionan el ámbito de lo posible se estrecha o, si se prefiere, la contingencia disminuye. Es lo que los autores llaman seguridad, que es uno de los valores básicos de la vida social, anterior incluso a la justicia. Pero donde las instituciones son débiles y la contingencia se ensancha (Aristóteles llamó contingencia a aquello que puede ocurrir o no) las sociedades buscan caminos alternativos para hacer previsible el futuro: pagos ilícitos a quienes interpretan las reglas o deben aplicarlas; aparición de bandas que someten a la población y sustituyen al Estado; una retórica vacía por parte de sus líderes para ocultar y disfrazar su incapacidad; displicencia hacia la autoridad, a la que se desafía a golpes de puño en las calles de ser ello necesario; simplismo intelectual a la hora de diagnosticar los problemas, todos los cuales se reducen a la injusticia; violación cotidiana de las reglas; participación política por fuera del sistema de partidos; partidos oportunistas construidos al compás de los humores inmediatos de la ciudadanía que se hacen y deshacen como por encanto.
Deslizarse de un país con alto grado de institucionalidad a uno que carece de ella o la ve en peligro, no parece muy difícil.
Basta que las reglas pierdan valor y el problema se configura.
Y es que las sociedades son, a fin de cuentas, formas de cooperación que descansan en la idea de que existen deberes hacia los demás que el simple interés propio no justifica abandonar. Así los deberes descansan en lo que pudiéramos llamar una gratificación postergada. En otras palabras, la vida social requiere un cierto ascetismo y él se alcanza gracias a las reglas. Desde el punto de vista inmediato es mejor obviar la luz roja, defraudar al contratante o al consumidor, resistir la autoridad, hacerse fuerte aquí o allá. Pero si todos persiguen su interés inmediato (porque el futuro carece de valor o es un rostro que podría tener cualquier facción), la vida social comienza a parecer una selva.
Cuando se vuelve la vista a Chile y se advierte la fragmentación de los partidos, la conducta payasesca de algunos diputados, la suma de tonterías que personas educadas escriben en las redes, la evasión cotidiana de las tarifas del metro y el Transantiago, la ocupación de los barrios por bandas y pandillas, los incendios en el sur, el panorama de las calles y la indolencia con que muchos alcaldes se asoman a él, o la frivolidad con que por momentos se discute la cuestión constitucional, hay motivos para pensar que el peligro está cerca. Y no hay que aceptar que se le oculte o se le encubra mediante el cantinfleo (democratizar las calles, atender a la injusticia, habitar los espacios públicos, etcétera), que no es otra cosa que llenar el vacío y la inacción con palabras y con frases.
Por eso el problema central del Chile de estos días consiste en recuperar el respeto por las reglas y disponerse pronto a discutir las que faltan. Ello exige abandonar la retórica encubridora (las justificaciones del tipo: esto viene desde mucho tiempo atrás, el problema de fondo es la injusticia, esta tarea pertenece a los tribunales, etcétera) y hacer valer las reglas en la conciencia que ellas tienen un valor en sí mismas y que en su ausencia ni siquiera una mínima justicia será posible.
Pasa con las reglas lo mismo que ocurre con los modales. Los modales más simples —saludar, escuchar cuando otro habla— se aprenden y se ejercitan como la antesala de virtudes más complejas. Así también respetar las reglas parece mero formalismo; pero las formas en la vida social son todo y anteceden —hay que repetirlo una y otra vez— a la justicia.
Pero creer que la justicia y la imaginación son el punto de partida de la vida social y de la política (de lo que muchos en Chile parecen convencidos) es un delirio, el delirio americano. (El Mercurio)
Carlos Peña