La gestión del gobierno Bachelet ha sido consistentemente débil.
Primero que todo, ha carecido de conducción. Ha actuado desordenadamente, sin carta de navegación. El único parámetro de referencia ha sido el programa, consistente en una serie de reformas mayores que han sido aplicadas sin suficiente consulta, preparación técnica, articulación de consensos, coordinación política ni plan de implementación, generando en todos los casos efectos no previstos y escaso entusiasmo en la población.
El precario diseño de esos proyectos de reforma ha revelado un segundo aspecto negativo de la gestión gubernamental. En efecto, las reformas se han originado sin un sólido diagnóstico y su formulación denota más voluntarismo que conocimiento. De esta combinación resultaron habitualmente proyectos fallidos que, una vez confrontamos con los sectores afectados, con el Parlamento o expuestos al debate público, debían ser íntegramente reformulados. Ocurrió no una vez, sino con suficiente frecuencia como para denotar una grave falencia.
Tercero, la tramitación de los proyectos —sin carta de navegación y en constante revisión— ha sembrado confusión en las filas del gobierno y expuesto a la luz pública las tensiones y contradicciones en el seno de la Nueva Mayoría. La articulación gobierno/ partidos nació alterada en la actual administración, con un gabinete construido al margen de la coalición oficialista y que apenas duró un semestre antes de caer enredado en sus propios errores. En general, el reclutamiento del personal directivo superior no ha podido conjugar capacidad política con buen desempeño técnico.
Cuarto, los problemas de gestión política que el gobierno encontró desde el comienzo dificultaron, asimismo, una comunicación persuasiva con su base de apoyo y con la ciudadanía. Ambos efectos se manifestaron tempranamente en las encuestas. Así, un gobierno elegido por amplia mayoría y con un fuerte liderazgo presidencial tempranamente entró en espiral descendente, perdió su fuerza carismática, se volvió sordo a la evolución de los climas de opinión y mantuvo una comunicación errática, caracterizada por vocerías superficiales y generalmente poco estratégicas.
Quinto, la falta de estrategia —una sensación de que el gobierno carece de energía, anda a los tumbos y se halla desorientado, pensando que cada día puede ser peor (¡y no mejor!)— ha acompañado a la actual administración, restándole nitidez y direccionalidad. Las preguntas que la persiguen como una sombra son hacia dónde va, qué pretende, cómo se organiza, quién manda, cuáles son sus propósitos, qué cálculo guía las decisiones presidenciales, a qué lógica obedecen, etc.
Sexto, todo lo anterior ha sido causado por, y a la vez ha retroalimentado, la sensación de que el gobierno no posee —bajo las directas órdenes de la Presidenta— timón político ni piloto que lo conduzca. Efectivamente, la actual administración ha tenido una crónica falta de “comité político”, o sea, de un mando integrado de ministros a cargo de la navegación, especialmente necesario cuando no se sabe hacia dónde se dirige la embarcación y la travesía es tormentosa. El jefe de gabinete ha sido un cargo que la Presidenta ha mantenido con carácter fantasmagórico y el equipo de colaboradores de La Moneda nunca ha podido elevarse ni siquiera a la altura del segundo piso.
Tanto así que, séptimo, por momentos el gobierno descansó tácitamente en su ministro de Hacienda, el cual —según se aceptaba, aunque no se decía— debía mantener la línea del realismo frente a un Ejecutivo que por momentos parecía más interesado en hacer promesas celestiales que en poner los pies firmemente sobre la tierra. Así ocurrió en varias oportunidades. Por ejemplo, mientras la Presidenta —o alguno de sus ministros más entusiastas— hacía ofertas destempladas, el encargado de Hacienda informaba que el costo de la medida propuesta excedía cualquier limite razonable y era inalcanzable (universalidad de la gratuidad de la educación superior) o bien francamente dañino para el empleo (efectos del proyecto de pensiones que la Mandataria no alcanzó a leer oportunamente).
Octavo, lo que, de paso, explica por qué debió finalmente salir el ministro de Hacienda, Rodrigo Valdés, acompañado del núcleo de altas autoridades encargado del manejo económico del país. Envuelto en una querella pública con otros secretarios de Estado y falto de respaldo —manifestado también en público— por parte de su jefa, debió hacer una venia y abandonar el puesto de mando. Tardíamente expresó lo que de seguro había descubierto al menos hace un par de años; que a sus colegas —y, sin nombrarla, tampoco a la Presidenta— no les importaba propiamente el crecimiento como parámetro principal de la política gubernamental.
Noveno, sintomático de aquello fue el coro de voces que rodeó la salida del gabinete del ministro Valdés. En lo básico, el alegato presidencial y de sus secretarios fue que crecimiento sí, pero no contra natura; que crecimiento bien, pero sin confundirlo con números; y que crecimiento, por cierto, pero no a cualquier precio. ¿Puede creerse que tal debate siquiera asome tras las puertas republicanas de La Moneda y de Teatinos 120? ¿En qué mundo y tiempo vivimos para escuchar tales argumentos e, incluso, el debate inmediatamente posterior que insiste en confrontar un crecimiento bueno y uno malo, uno amigable y otro hostil, uno comunitario y otro individualista, uno fraterno y el otro egoísta? ¡Ay, en vano escribieron Marx, Durkheim y Weber!
Décimo, por último, el retiro de Valdés del gobierno al que ayudó a apuntalar en momentos de gran confusión —recuérdese el “realismo sin renuncia” y consignas similares— sintetiza y magnifica las debilidades de gestión de la administración Bachelet. Quien, por lo demás, tuvo serias dificultades desde el día uno para consolidar una gobernanza que combinara legitimidad con efectividad y eficiencia, y popularidad con rigor en el manejo de los asuntos públicos. En efecto, el gobierno de la NM nunca pudo conciliar la política con la técnica, el crecimiento con la política social, ni el cambio con la gobernabilidad. Confundió realismo con renuncia y deseos con metas. En suma, creyó que gobernar era crear expectativas, y ahora, cuando se acerca el fin de su período, de seguro se pregunta quién pagará por ellas. (El Líbero)
José Joaquín Brunner