La tradición judeocristiana recuerda, no sin aprensión, aquella crisis de fe en el que cayeron miembros de las 12 tribus de Israel tras haber sido liberados de la esclavitud en Egipto, cuando, ya en las puertas de la Tierra Prometida, su líder, Moisés, debió ausentarse para recibir en la cima del monte Sinai y de manos de Dios, las “Tablas de la Ley” o 10 mandamientos, es decir, el conjunto de normas que regiría sus vidas.
Acampados al pie del monte tras 40 días y noches, temiendo que Moisés no regresara, algunos integrantes del pueblo, revivificando costumbres adquiridas durante la esclavitud, exigieron a Aarón -que lo sustituía en el liderazgo- la creación de dioses que los protegieran y a los que pudieran pedir y seguir, tarea que se realizó construyendo un becerro de oro fundido al que adoraron y atribuyeron su liberación de las manos de Ramsés. Para celebrar a la nueva divinidad, comieron y bebieron sin freno y estuvieron en jolgorio por días. Pero, el despertar de ese sueño trasgresor fue duro y aleccionador.
En efecto, suele atribuirse a los sueños un devenir caótico y disperso que hasta hace difícil su relato debido a sus conexiones absurdas o alocadas entre sucesos, un tipo de desenvolvimiento que contrasta con las secuencias de la vida consciente, regida por leyes naturales y normas sociales que no pueden infringirse, so pena de infaustas consecuencias para el trasgresor. Cuando se duerme, en el sueño todo parece posible, aunque el despertar nos retorne bruscamente a esos duros entornos de realidad y orden en el que las antojadizas correlaciones del durmiente terminan colisionando con los porfiados hechos, obligándolo a reencauzarlas.
Tal como en el desvarío de la ausencia del líder ordenador de la tradición sinaítica, la quimera surge como ausencia temporal del “ego organizador”, ese algoritmo conductor de los comportamientos y percepciones de realidad, permitiendo que las pulsiones, miedos y voluptuosidades almacenadas desordenadamente en el inconsciente durante la vigilia, emerjan con toda su energía animal, sacudiendo las reglas que los constreñían, y que, aun semejando al mundo real, operan ajenos a normas que, despierto, impiden ver caballos con alas, besar al artista o la artista de moda, o quemar una iglesia.
Trasladado de modo arbitrario dicho trasfondo a la vida social y política, correspondería preguntarse si la revuelta del 18 de octubre de 2019 fue el momento en que “Chile despertó” o, al contrario, tuvo una abrupta caída en un sueño de fatiga que, con el correr de la noche y ya sin ego organizador, mutó en pesadilla de exaltación de deseos y ansiedades reprimidas y que, una vez despiertos, deberían ser asimilados, aunque bajo las condiciones de realidad que imponen los porfiados hechos.
La vigilia nacional previa al 18-O era caracterizada tanto de oasis como de congoja, desigualdad, discriminación y abuso elitesco (un buen índice de las diferencias de bienestar subsumidas). La ciudadanía y sus organizadores pertinentes, tras décadas de duro trabajo y esfuerzo, habían conseguido llegar hasta las puertas de la Tierra Prometida de una democracia liberal, plural, tolerante y abierta al mundo, con amplias libertades políticas, religiosas, sociales, culturales y económicas, con accesibilidad a bienes y servicios de todo el mundo, reducción de la pobreza, la desnutrición y muerte infantil; amplio acceso al agua potable y electricidad, mejores viviendas, fin del analfabetismo, expansión de la educación básica, media y universitaria, activa creación de emprendimientos e innovación, aumento de la inversión, generación de nuevos puestos de trabajo y extenso y completo cambio de la matriz productiva hacia la digitalización.
Pero, al mismo tiempo, desde la otra mirada, era un proceso que implicó extenuantes horas diarias de labores, zonas de sacrificio ambiental, nuevos campamentos, fin de una vida de trabajo mal compensado, bajas pensiones y alarmante situación futura, tanto para el jubilado como para su familia, endeudada hasta más del 70% de sus ingresos mensuales por la compra de bienes que hacen realidad su proyecto de vida buena, pero que sienten cada vez más amenazados con la eventualidad del inesperado desempleo o la quiebra de su negocio; con hijos que son los primeros de la familia en llegar a la Universidad, pero que estarán endeudados por años; sintiéndose inermes ante una enfermedad catastrófica que, por sus altos costos, liquide en un santiamén el esfuerzo de ahorro de años y aumente deudas que, junto con posibilitar sus más estimados proyectos, inquietan ante el justo temor a un brusco retroceso. Y para peor de males, una libertad de información ganada gracias a la expansión universal de las redes sociales telemáticas, que permite que todos, sin excepción, se enteren rápidamente de los pecados de convivencia y moralidad de los poderosos que han actuado como “ego organizador”.
Tras los múltiples desengaños ese malestar subyacente, quieto, pero acechante, indujo un fuerte rechazo y desprecio al poder de las elites políticas (“son todos iguales”) y económicas (“ladrones”), siguiendo con la religiosa (“pedófilos”), tecnocrática (“entregados al poder”), judicial (“venales”), militar, de orden y seguridad (“corruptos”). Deteriorada así la confianza y perdida la autoridad del “ego organizador” sobre el conjunto social, Chile comenzó a prepararse para una larga noche.
En ella, junto al caos de correlaciones causales o discrecionales, ensoñó una sociedad más justa, en la que el esfuerzo diario tuviera mejor retribución, tanto durante, como después de la vida laboral; una que respetara las diferencias y la diversidad, que, siendo abierta al mundo, fuera incluyente, no discriminadora y tolerante; una comunidad solidaria que continuara y consolidara su camino al desarrollo, premiando el mérito, sin corruptelas, ni abusos. Así, 155 elegidos -la mayoría de los cuales no pertenecía a ninguna elite anterior, que visibilizaban la paridad de género y pueblos originarios- iniciaron la redacción un nuevo contrato social que reglara ese mejor país, aunque, varios de ellos, sobre exitados por el tsunami aprobatorio que los dispuso en sus cargos, en su frenesí refundacional entendieron el mandato ciudadano como una orden de arrasar con todo lo anterior.
Entre la esperanza y la amenaza del desenfreno de un siniestro id caótico y disolvente, el sueño se fue tornando en pesadilla, deviniendo en una ola de cuestionamientos maximalistas sobre esas elites desacreditadas que resquebrajaban las confianzas institucionales, incrementando los desmanes delictuales, anárquicos y terroristas. Y a falta de autoridad -que no de potestas-, la baraúnda parecía preanunciar la destrucción del esfuerzo que esa misma mayoría irritada había realizado por décadas y que, con razón, reprochaba a sus elites, exigiendo equidad y reconocimiento, aunque, al mismo tiempo, repudie la violencia, intolerancia, imposición y agresividad desplegada por las fuerzas de la inconsciencia anómica.
Pero las elecciones presidencial y parlamentaria del domingo 21 de noviembre hicieron sonar la alarma del despertador. La ciudadanía señaló con claridad que, si bien busca cambios de ciertos modos de hacer las cosas, de las conductas sociales y de elites, las transformaciones pertinentes deben formularse reformando con gradualidad y según el principio de realidad, “en la medida de lo posible”, según señalaba un presidente de los despreciados 30 años. No refundando -loco delirio de conquistadores y megalómanos- porque la mayoría suele valorar lo que tiene y ha construido con esfuerzo, aun cuando las jóvenes generaciones, esas tan naturales elites desafiantes del alfa de lomo plateado, no lo aquilaten, porque no experimentaron el costo de lo realizado para conseguirlo.
De esa forma, el inicio de la nueva vigilia ha ido recobrando en la segunda vuelta presidencial el peso de los porfiados hechos, sus leyes, posibilidades y mandatos ciudadanos inesquivables. Y desde los últimos slogans ostentados en el claroscuro del amanecer del nuevo día, los polos victoriosos de la primera están confluyendo -aparentemente refutando la masiva aprobación del cambio constitucional- hacia su convergencia con el sentido común de una voluntad popular mayoritaria que desde hace más de 30 años viene moderando con sus votos los arrestos revolucionarios, expresados en la noche octubrista que termina y que, con sus campanadas matutinas, acompasan mejor con la prudencia de noviembre. Esa cordura que responde a la recta razón aristotélica: la posición intermedia entre exceso y defecto, entre pasión y acción, que, por lo demás, es la que explica el progreso observado en ese tan criticado Chile transaccional de la “democracia pactada” y que parece ahora retornar de la mano de la racionalidad consciente que insta a reformas graduales, pertinentes e inteligentemente diseñadas.
“Pasar la retroexcavadora” por sobre leyes y reglas que han conducido al país hasta la entrada de la Tierra Prometida para millones de chilenos, “meterle inestabilidad” a sus proyectos, mirar hacia el lado frente a la delincuencia, el terrorismo y la destrucción, suponiendo que del desorden surgirá un nuevo orden sin abusadores, ni mentirosos, abriendo las puertas al paraíso en la tierra, se parece mucho a la tentación de retornar a la adoración de esos antiguos dioses de esclavitud que, como el becerro de oro, ofrecen ilusión protectora y bienestar, pero que, a la luz del día, la mayoría madura sabe bien que aquello depende centralmente del esfuerzo que cada uno hace para conseguir sus metas y no de la supuesta magia todopoderosa del ídolo de barro.
Tras el knock out iniciado el 18-O, profundizado por esa larga fiebre pandémica que parece no tener fin, Chile comienza a despertar, ubicando en los puestos de su nuevo “ego organizador”, tanto a quienes representan los indispensables cambios, como a aquellos que encarnan estabilidad y progreso con herramientas conocidas y probadas. Una situación de equilibrio de poder que invita al diálogo racional entre certidumbre y transformación, entre cambio y estabilidad o, alternativamente y en modo onírico pasional que aún puede invadir los peligrosos “cinco minutos” adicionales de sueño matutino, a una grave lucha fraticida.
La insistencia en la idea-furia pergeñada en la obscuridad del inconsciente y que estalló el 18 de octubre de 2019 intentando imponer por la fuerza la ilusión de nuevos dioses milagrosos, arriesga la continuidad democrático liberal, las libertades alcanzadas, los derechos y deberes que permiten a los chilenos convivir en paz y armonía, arrastrando la historia de su pueblo a similar culminación que la del israelí tras el regreso de Moisés desde el monte. (Éxodo 32:26-28)
Por fortuna, la inteligencia colectiva ha conseguido que las elecciones del 21 contrasten con la irritada voluntad impositiva inicial y que sus resultados convivan mejor con la que se expresó como reencauzamiento del delirio octubrista, el 15 de noviembre de 2019. El siglo XXI con sus libertades e individuación creciente confronta a elites y gobernantes a una nueva ciudadanía pragmática, individuada e informada que puede reconsiderar su elección en minutos pues reconoce bien sus intereses. Por eso, es difícilmente «carne de cañón» de salvadores y/o aventureros que durante el siglo XX domesticaban ideológicamente a sus seguidores, haciéndolos comulgar con ruedas de carreta.
Ese 15 de noviembre constituye, pues, el último acto de gobernanza consciente del “ego organizador” que condujo la transición y que se muestra en retirada, pero que posibilitó el actual proceso de redacción de una nueva constitución política.
Tras el fuerte resonar del despertador de las señales ciudadanas del domingo 21, es de esperar, pues, que aquel impulse una reflexión corporativa que posibilite alcanzar un texto a plebiscitar que refleje la real voluntad y deseos de buena vida de la inmensa mayoría; que, a raíz de eso, sea aprobado, y del cual, en definitiva, emerjan gobiernos y parlamentos que, contrario sensu a los recientes, respeten, sin ambigüedades ni condiciones, los preceptos consensuados que eviten las excusas relativizadoras, único modo de convivir pacíficamente y de dar a la ciudadanía soberana la estabilidad, certidumbre y libertad necesarias para un mejor desenvolvimiento de sus respectivos proyectos de vida. (NP)