La competitividad, tantas veces condenada por filósofos, intelectuales, dirigentes políticos y religiosos, es, sin embargo, una condición constitutiva de la especie humana y desde una perspectiva antropológica y biológico-evolutiva, forma parte fundamental del arsenal de supervivencia con que los individuos enfrentan las amenazas y desafíos que la vida pone en sus caminos.
Y si bien se la considera como el antónimo de la colaboración y/o cooperación entre las personas y, por consiguiente, ligada a una lógica basada en el egoísmo, lo cierto es que se trata de una pulsión que puede observarse en todos los ámbitos de la actividad humana. De allí que el moralista, filósofo y economista del siglo XVIII, Adam Smith, señalara, hace ya un par de siglos, que “no es la solidaridad del panadero que pone el pan en la mesa del obrero”, sino su propio interés.
Sin embargo, esa inevitabilidad animal no la hace incompatible con los también naturales impulsos de colaboración, aquel tipo de acción que emerge cuando la competitividad individual se funde con la grupal como llamado para la consecución de objetivos que no se logran con el esfuerzo puramente personal, v.gr. defender un territorio de un ataque de otros grupos humanos invasores, ante las desgracias naturales que desatan la compasión y colaboración con el damnificado, o simplemente, para crear una unidad productiva en la que convergen ahorro y trabajo de muchos.
La tradicional crítica a lo que ciertos sectores denominan “neoliberalismo” -concepto en el cual incluyen indiscriminadamente categorías pertenecientes a las múltiples formas de liberalismo, que pueden oscilar desde el anarcocapitalismo hasta el liberalismo social- apunta precisamente a esa “competitividad irracional y egoísta” que impulsaría a los agentes entreverados en el sistema económico político de libertades a su propia destrucción, un modo de producción que, por lo demás, es el que se adecua políticamente mejor a la democracia liberal (burguesa dirán algunos).
Tal característica -el malvado egoísmo- haría conveniente, pues, introducir factores de solidaridad y cooperación entre los hombres, acción que, por lo general, los críticos trasladan al dogma religioso o a la fuerza del Estado -ese “órgano moral superior de la organización social humana”, aunque para Weber no sea sino un «pacto con el Diablo», como nos recuerda Peña- para, desde aquel, morigerar los “espíritus animales” de los competidores, disminuyendo así los perversos efectos que el interés propio genera contra la igualdad, merced a la “libertad descontrolada”.
Se mira de este modo la competitividad como un factor generador de inequidad que debe ser intervenido políticamente por los “buenos” para evitar el sufrimiento que ocasiona la injusta desigualdad, poniendo así como objetivo social la redistribución de los bienes y servicios que generan la competitividad. La tarea, a mayor abundamiento, debe ser conducida por los moralmente justos, jueces de equidad, usando la fuerza legítima del Estado para corregir el egoísmo a golpes de poder, mediante decisiones de gobierno que terminan por confiscar los resultados de la mejor posición competitiva de algunos, sea esto resultado de la “explotación”, la herencia, privilegios testamentarios o simplemente conseguidos por el trabajo y esfuerzo propios.
Por cierto, los censores no refieren aquellas desigualdades que originan los talentos o el azar. Estos parecen estimarse menos nocivos al no zaherir el sentido común, dado que se acepta que un buen futbolista o cantante tendría todo el derecho a gozar de los privilegios de fama y fortuna que su talento le ha permitido, aun cuando esas prerrogativas sean infinitamente superiores económicamente a las de un creativo emprendedor que ha logrado interesar a inversionistas que valoran su proyecto y que desean participar de su eventual o previsible éxito, pero que, se asume, se aprovecha del trabajo de otros. Lo mismo con quienes la buena suerte premió con fama y fortuna, ganando un millonario sorteo; o se transformaron de la noche a la mañana en rotundos éxitos económicos, gracias a su irrupción artística o comunicacional en las redes sociales.
Menos aún refieren la grosera competitividad que en la propia actividad político partidista se puede observar hasta el hartazgo, aunque, especialmente, durante periodos de campañas por determinados cargos en las instituciones representativas del Estado. Parafraseando la conocida frase del ex Presidente Aylwin, la competitividad hace aquí que, como en la economía, la política sea aún más cruel.
Pero si, como vemos, a pesar de su mala fama, la competitividad es esa infame pulsión que estimula al novel dirigente político a disputar puestos de notoriedad para alcanzar la jefatura de curso, del colegio y la federación de estudiantes; la dirigencia del partido, nominación en elecciones de concejalías y alcaldías, consejerías regionales, gobernaciones, diputaciones y senaturías, o a la presidencia de la República; o el cargo académico, la brega por la dirección o rectoría universitaria, la postulación a la beca de doctorado en la universidad extranjera; la dirección de la ONG o el movimiento social, la nominación al premio A,B o C en las diversas artes, el mayor reconocimiento, visibilidad en los medios y los privilegios que la mejor posición conlleva, pareciera inconsistente que algunos de estos agentes abjuren de la competencia en la medida que ellos mismos han sido conducidos por su fuerza. Pero no lo es. Es solo que, en la porfiada realidad, los bienes y servicios son escasos y las necesidades humanas infinitas, un fenómeno que obliga a la competencia para conseguir lo escaso, estimulados por el instinto de supervivencia. La especie suele ser dadivosa en la abundancia y egoísta en la escasez.
¿Alcanzaría para todos si se reparte mejor lo que actualmente se produce o habrá que seguir aumentando lo producido, es decir, seguir creciendo? ¿O acaso deberíamos entender que los reclamos por mayor colaboración social son, en realidad, una forma abstrusa de conseguir las propias metas egoístas?
Por cierto, puede haber casos y casos. Pero, con buena voluntad, suponiendo que el desprecio a la competitividad, la molestia por el éxito inmerecido de otros y el llamado a la cooperación de todos tiene realmente causas nobles y altruistas, ¿no debería esa motivación convocar a un tipo de solidaridad y cooperación que incluyera a todos quienes manifiestan similares propósitos, aún cuando se difiriera en los medios, especialmente en política, cuyas decisiones inciden en el bienestar de un extenso conjunto de ciudadanos?
Si, como pareciera, la respuesta sincera y radical es “no”, es evidente que se está razonando desde el paradigma “amigo-enemigo”, porque la especie -como “embutido de ángel y demonio”- opera con pulsos binarios. Y si esto es así, la polarización que observa la política chilena hoy podría seguir profundizándose, pues, lo que se dice en realidad cuando se rechaza converger en propuestas consensuales es que la “colaboración” será solo entre “los nuestros”, y, por lo tanto, habrá que negar la sal y el agua a “los otros”. Pero ¿No es esa conducta el peor ejemplo de un tipo de competitividad egoísta y centrada en el propio interés que tanto se critica?
A solo 14 días de las elecciones de Presidente de la República y Congreso más relevantes de los últimos 30 años, además, en medio de un proceso de redacción de una nueva carta magna que definirá los principios, derechos y deberes ciudadanos y la nueva arquitectura de las principales instituciones republicanas, la ciudadanía y representantes de todo el espectro político tienen ante sí una responsabilidad mayúscula: su voto y decisiones determinarán los destinos de cada uno y de las próximas generaciones, por los próximos 40 o 50 años.
Votar consiste en resolver pacíficamente una diferencia, es decir, elegir -perdiendo o ganando lealmente, aunque, por consiguiente, no a cualquier costo- con convicción y sin cálculos o “apuestas a ganador”, aquellas ideas y/o personas que mejor representen el modo de vida que cada uno quiere para sí, los suyos y el país. Importa tener en cuenta que todos los competidores -sin excepción- viven la tensión entre lo “bueno” y lo “malo” y que, solo cuando se es libre, es decir, buenos jinetes de las propias pulsiones, se puede actuar consciente y prevenido de las tentaciones que el poder pone ante quienes lo asumen. No en vano persiste esa antigua alerta de que “el poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente”, razón por la que nunca será conveniente cargar a otros con demasiado poder.
En los últimos 30 años, derechas e izquierdas han competido y gobernado democráticamente el país con sólidas mayorías absolutas de segunda vuelta en el Ejecutivo, aunque con parlamentos que han equilibrado el poder del Gobierno y entre las coaliciones, obligándolos así, merced a su contrapoder equivalente, a negociar y transar los respectivos propósitos maximalistas. La fisura política actual divide las visiones de país prácticamente en partes de similar poder cultural entre quienes creen en la libertad y su deriva natural, la competencia, como estímulo tendente a sacar los mejor de cada cual, posibilitando que el libre desarrollo de los intereses de cada uno -y que no estén prohibidos por el consenso-, ayude a un mayor progreso que incremente abundancias y posibilite más cooperación efectiva; y quienes estiman que la competencia y el propio interés lesionan gravemente una mayor igualdad, agravia la dignidad de las personas y deben ser encarados desde el poder de un Estado que, como árbitro moral, disponga el peso de la carga sobre los más competitivos para redistribuir ese éxito que desiguala y humilla.
Un discurso basado en tal antinomia aumenta la polarización y cancela cualquier esfuerzo de convergencia hacia una más madura “competitividad colaborativa”, característica de las democracias liberales más avanzadas en la que todos caben. Libertad e igualdad, competencia y cooperación, pueden convivir perfectamente en un entorno de fraternidad identitaria nacional que se reconozca a sí misma con todos sus vicios y virtudes; sin superhombres, ni santos; sin monstruos, ni subhumanos. Solo personas.
Una sociedad en la que la competencia leal saca lo mejor de cada cual y esos logros enorgullecen a los demás (como en los casos del futbol o la poesía); en que la igualdad de derechos y oportunidades estimula a imitar a los mejores ejemplos, multiplicando los lideres a emular, consolida la capacidad de seguir progresando, junto con fortalecer la cohesión y armonía social, cuya debilidad actual se atribuye a la desigualdad. Dichos propósitos no requieren de una revolución a la francesa, ni una contrarrevolución a la española, ni sangre derramada, ni primeras líneas heroicas, sino tan solo la voluntad de converger en la mediana de los diversos intereses en litigio que naturalmente conviven en las sociedades libres y abiertas. Requiere, eso sí, de representantes que moderan expectativas ciudadanas irreales y que dibujen con seriedad, competitiva y colaborativamente, una carta de navegación constitucional que contenga esas extendidas aspiraciones por una democracia representativa y un Estado social de Derecho, basado en los principios de libertad, igualdad y fraternidad que son parte del sentido común histórico de la mayoría de los chilenos. No hacerlo, atendiendo a extremismos que buscan imponer la propia visión del mundo sobre cualquier otra, amenaza con poner en entredicho no solo la gobernanza del próximo equipo ejecutivo y parlamentario, sino la aprobación con mínimos grados de legitimidad social o hasta el eventual rechazo de la nueva constitución. (NP)