Se afirma que los dichos que flotan en el agitado magma del lenguaje hablado sin naufragar en el olvido a pesar de los años, conforman una suerte de epítome de sabiduría acumulada en el tesoro de la lengua y reflejan, con cierta exactitud, el pensamiento y opinión subsumida en las culturas que los acopian.
Chile, como país de raigambre agrícola que es, ocupa desde hace siglos en su verba trivial la sentencia de que “la manzana podrida, pudre el cesto”. En efecto, cuando el bíblico fruto alcanza su punto máximo de maduración inicia un proceso físico durante el cual emite gases de etileno, el que, al entrar en contacto con el resto de las manzanas, acelera la maduración de todas ellas. De ese modo, si una manzana podrida está en un cesto con manzanas sanas, todas terminarán podridas; y si la manzana sana es puesta en un cajón de manzanas podridas, ésta también se pudrirá.
Siguiendo esa lógica, la serie de develaciones ocurridas en el último quinquenio sobre actos y conductas reñidas con el “deber ser” moral o jurídico llevadas a cabo por personeros que ejercen actividad en poderes institucionales del Estado o relevantes empresas o entidades religiosas, ha llevado a variadas reflexiones que apuntan a la existencia de una suerte de corrupción generalizada de los órganos que conforman la república y, que, por tanto, auguran el advenimiento de un Día del Juicio que amenazaría la propia existencia como nación.
Porque, probablemente, es a partir de la citada sabiduría popular que quienes predicen el apocalipsis como resultado de esa extensa cadena de corrupción revelada -desde la política, a las empresas y cuerpos armados, desde el poder legislativo al judicial y el eclesial- trasladan aquel fenómeno físico al comportamiento de los seres humanos que conforman un determinado grupo o institución y, sospechando, entonces, que “las manzanas podridas” son solo la punta de iceberg, dado que aquellas necesariamente deben haber contaminado al resto, el fenómeno no solo afectaría a los individuos denunciados, sino a todo el órgano.
Demás parece decir que una hipótesis de tal envergadura no solo es imprudente e indigna del sano comportamiento de los otros miles de participantes de aquellas organizaciones, que cumplen debidamente con las normas legales y éticas que los rigen, sino que, además, constituye una generalización injusta que -esa sí- puede llegar a incidir en la viabilidad política y social de determinados modos de organizar nuestras relaciones sociales. Baste para medir el impacto de tan extendidas falacias, preguntar a algún político, sacerdote o militar conocido sobre el trato que audaces peatones arrojan sobre sus investiduras de tiempo en tiempo, o como en tertulias hogareñas o de amigos, aquel juicio indiscriminado se consolida y, como sentencia a firme, se petrifica en las conciencias.
Pero, inversamente al sentido común, la revelación y publicación de los hechos de corrupción y protervos comportamientos que han conmovido al país son, al revés, muestra de la vitalidad y enormes perspectivas que tiene nuestra democracia y sus libertades como base del ordenamiento social, pues merced a ellas, en primer lugar, es que “las manzanas podridas” han sido detectadas, denunciadas y -con todas las insuficiencias o debilidades propias de la imperfección humana- castigadas.
Los menos optimista pudieran afirmar que “no se hizo a tiempo” y que el sistema ya está corrupto por completo. Pero, lo cierto es que la amplia y sentida polémica que tales sucesos han desatado en el país son una muestra palmaria de que Chile cuenta aún con una sólida reserva moral, tanto entre las propias elites -que concurrieron a la revelación de los actos impropios- como en el reciente proceso de paulatina renovación de aquellas que los mismos escándalos han motivado.
Es cierto, empero, que de comprobarse fehacientemente -siempre habrá espacio al error en los juicios humanos- la corrupción detectada en algunos tribunales, así como, eventualmente, en el ministerio público, la confianza ciudadana en el corazón de la aplicación de justicia -medio privilegiado para posibilitar que la resolución de las controversias al interior de las sociedades se haga de manera pacífica- corre el riesgo de diluirse en un vacío normativo e interpretativo que arrastre al conjunto a solventar sus propios conflictos mediante la fuerza.
Pero de nuevo, una pérdida de la confianza fundada en una percepción de tal índole, olvida, en su generalización, a quienes, por el contrario, siendo una mayoría silenciosa y reservada respecto de la cual no hay motivo de escarnio público, han mantenido y mantienen las formas y propósitos de sus respectivas responsabilidades, sin ser partícipes activos o pasivos de conductas reñidas con la decencia y el respeto a las normas de convivencia que han aceptado expresa o implícitamente al asumir cargos de poder.
Se afirma que una prueba de dicha corrupción generalizada sería que esta justicia -ahora también cuestionada- no ha aplicado a quienes, entre las elites, han incumplido las leyes, las duras sanciones de las que sí son objeto ciudadanos que, caídos en falta, no tienen la influencia que les hubiera permitido esquivar o aminorar el peso de la ley. Sin embargo -y más allá del impulso a lo Lynch que grupos humanos enervados tienden a manifestar en períodos de efervescencia- habría que recordar que son las propias instituciones nacionales las que han reaccionado, no solo mediante la propuesta y redacción de nuevas normas y leyes que buscan evitar la repetición de aquellos hechos repudiables, sino que, como en ningún otro país, los tribunales han enjuiciado y sentenciado a parte no despreciable de integrantes de sus élites políticas, económicas, eclesiales y militares sorprendidos en transgresiones; y condenado, fundadamente, según el mayor o menor calado de sus infracciones, de acuerdo con el leal saber y entender de sus jueces.
La democracia chilena, su Estado de Derecho, la separación de poderes y sus libertades, en especial las de información, expresión y opinión, están dando muestras de su potente vigor al enfrentar descarnadamente sus propias faltas, posibilitando que -no obstante las “manzanas podridas” en el cesto- las mismas instituciones hayan ido “excomulgando” de sus espacios a quienes no han resistido las tentaciones de saltarse las normas con propósitos de mantener o aumentar su poder o influencia, sin respetar la sana competencia que estimulan las sociedades libres y cuya base de supervivencia moral es el cultivo del mérito como medio para acceder a posiciones de prestigio.
Pretender que por conocidas las normas serán siempre respetadas o que su trasgresión es siempre castigada, no es más que una ingenuidad propia de la inexperiencia o la ignorancia, pues atropellos a las leyes por parte de quienes pueden -porque tienen el poder para hacerlo- y quieren -porque su moral se ha reblandecido- ha sido una característica de la historia humana. No se debería olvidar que antes que cada cual se transformara en un medio de comunicación que transparenta y penetra lo público y privado con un simple teléfono celular e Internet, habiendo iguales impropiedades, éstas eran poco conocidas o apenas murmuradas, pues, viviendo bajo esquemas de organización social autoritarios, verticales y cerrados, aquellas se diluían entre tramas elitistas de toma y daca, influencias y maquinaciones que la limitada existencia de esas libertades hacían perdurables en su impunidad.
“Hecha la ley, hecha la trampa” o “la ley se acata, pero no se cumple” son sentencias aún de uso corriente en América latina, cuyo origen en la sociedad colonial pudiera haberse justificado como reacción plausible frente al imperial irrespeto por la propiedad privada de súbditos criollos y/o peninsulares. Pero aquellas han sobrevivido no solo como refranes, sino que, siendo productos del lenguaje como somos, lo han hecho también como conductas a seguir instaladas por siglos por quienes eran, precisamente, “patrones” de comportamiento a emular. No es, pues, casualidad, que el desarrollo del capitalismo liberal y el modelo meritocrático de recompensas haya observado en nuestro subcontinente tantos y tan continuos fracasos, tras los cuales se ha culpado siempre al sistema y no a quienes, teniendo la responsabilidad de conducirlo desde lo particular o el Estado, no han honrado los principios y la ética que una sociedad libre implica.
El develamiento de la corruptela al que estamos asistiendo por primera vez en la historia por su masividad y que ha inundado prácticamente el conjunto de instituciones republicanas y que pareciera advertirnos sobre la bíblica frase que “hacia el final todo será revelado”, puede ser, más que prolegómeno de un apocalipsis social, una oportunidad para que las propias instituciones afectadas, recurriendo a sus reservas morales -que deberían ser reconocidas en las miles de personas que, día a día, cumplen silenciosa y debidamente sus labores- continúen fortaleciendo una democracia basada en el mérito, cada vez con más libertades, pero cuyo ejercicio importa mayor responsabilidad y deberes que emanan de esa más amplia autonomía.
Por otro lado, la profunda pérdida de reputación que las élites actuales han vivido como consecuencia de los hechos en comento pudiera ser una oportunidad para romper con un pasado paternalista y vertical, propio de sociedades infantilizadas por poderes omnímodos, pero que, por su prestigio original, cautivaba cultural y estéticamente a tantos. La honda desilusión que se percibe respecto de esos “patrones” de inconsecuente conducta, pudiera incentivar los propios y personales caminos a la libertad, aunque hoy más conscientes de la relevancia que tiene el respeto a los acuerdos y compromisos adoptados personal y socialmente y que nos permiten vivir en armonía, deteniendo, como corolario, el deterioro moral implícito en el libertinaje que se expresa en la trasgresión del contrato social. Porque si nuestra democracia logró imponer la denuncia, la misma democracia debería ser capaz de las enmiendas que la sanen y proyecten. (NP)