Editorial NP: El carácter de la nueva Constitución

Editorial NP: El carácter de la nueva Constitución

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La virtuosa expansión de la mezcla de democracias representativas y mercados libres y abiertos al mundo y los nuevos modos de intercomunicación telemáticos y de producción digitales han ido modelando un tipo de ciudadano cada vez más empoderado, informado y consciente de sus derechos, instalando, en la praxis de cada uno, un paulatino mayor aprecio por el respeto a valores humanos que eran privilegios de sectores dominantes de sociedades predemocráticas y que, por consiguiente, han revitalizado su vigencia y exigencia de acatamiento en el ámbito personal, que es donde, efectivamente, se experimentan tales derechos y principios.

Estas características de las sociedades democráticas y de libre elección e intercambio de bienes y servicios producidos en ellas, tienen la ventaja de estimular pulsiones de reconocimiento masivo de la natural dignidad humana entre quienes participan de estructuras sociales que se edifican bajo sus principios, los que se encuentran categorizados y resumidos en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, surgida, indiciariamente, luego de la II Guerra Mundial, tras un conflicto que costó la vida a más de 60 millones de personas en una cruenta lucha por la libertad, dignidad e igualdad ontológica de la especie, amenazadas por sistemas de gobierno estatistas nacional fascista y social racistas; y luego, casi de inmediato, por una nueva etapa de confrontación entre quienes veían la proyección de aquellos valores y principios en la defensa de la democracia representativa liberal triunfante, pero, a la vez, acusada por el predominio del capital y la desigualdad entre quienes proponían su aparente perfeccionamiento, expansión y profundización, mediante la instalación de las denominadas democracias populares, socialistas y/o dictaduras proletarias.

Es probable que, culturalmente, la cercana vigencia de sistemas monárquicos imperiales que precedieron a las experiencias autoritarias de corte socialista en Rusia y China hayan desviado las argumentación ideológica original con la que ciertas vanguardias socialistas democráticas en esas naciones buscaron transformaciones estructurales de sus orgánicas de gobierno y economías, dando paso, empero, tras cortas experiencias republicano-democráticas multipartidistas, al modelo unipartidista autoritario que caracterizó la URSS de Stalin y la China maoísta. Allí, como es obvio, la democracia liberal (o burguesa) no alcanzó a penetrar en la consciencia de sus súbditos, razón por la que las dictaduras unipartidarias y de liderazgo fuerte, similar a sus parientes nacionalistas, reemplazaron sin muchas dificultades al verticalismo zarista y dinástico (como muestra el caso de Corea del Norte), constituyéndose en una eficaz manera de conducir a pueblos centenariamente domesticados por el poder de coerción de las anteriores clases nobles dominantes.

Aunque ideológicamente el marxismo comprendió tempranamente que su propuesta de eliminación de la propiedad privada de los medios de producción implicaría necesariamente la puesta en marcha de gobiernos fuertes y con férrea capacidad coactiva (“dictadura del proletariado”, que no es otra cosa que la regencia del Partido Comunista), tanto en Rusia como en China partidos socialistas democráticos realizaron ingentes esfuerzos por ganar la conducción del movimiento obrero, evitando el concepto de “dictadura proletaria”, al tiempo que sectores anarquistas, tan representativos de las ideas pequeño burguesas, luchaban por evitar la burocratización y verticalización orgánica del sistema de partido único, llamando a un tipo de acción popular directa, a través de asambleas locales, en que las decisiones pertinentes al conjunto fueran consensuadas y adoptadas con la venia de cada uno de sus partícipes, obviando así el traspaso de voluntades individuales/personales a terceros y previendo la conformación de grupos de poder privilegiados al amparo de esa representación transferida.

La historia posterior mostró, empero, la escasa viabilidad de propuestas que, valorando las decisiones individuales/personales y siguiendo la lógica de las antiguas democracias directas griegas y romanas con que se gobernaron diversas “polis”, pudieran, al mismo tiempo, generar modelos de gobernanza colectiva para agrupaciones mayores a una comuna, ciudad o cantón, y en definitiva, el modelo democrático representativo se fue imponiendo masiva y gradualmente, en oposición a las otras democracias conocidas hoy como iliberales, autoritarias o populares, cuyo carácter centralizado y vertical limita la expresión mas genuina de los intereses, vocación y voluntades de cada una de sus ciudadanos, aún de modo más radical que la democracia liberal representativa. Fue tal constatación la que hizo decir a W. S. Churchill que “la democracia liberal es el peor de los sistemas, a excepción de todos los demás”.

Tras la caída de las principales democracias populares socialistas del Este europeo en los 90’ y su reemplazo por democracias autoritarias en parte de ellas, así como la readecuación del sistema de producción basado en la propiedad estatal de los medios de producción hacia uno de conglomerados privados y la reintegración al comercio internacional, tanto de Rusia como de China popular, la principal democracia liberal del mundo y sus victoriosos mercados financieros, tras diez años de expansión casi sin opositores, tuvieron su momento de realidad en 2008, haciendo caer al orbe completo en una crisis de la que aún, ciertamente, no se recupera.

Dicho trance económico expandió sus efectos hacia el resto del globo y, sistemáticamente, dos años después, a contar de 2010 con la “Primavera Árabe” y “Wall Street Occupy”, los ciudadanos de diversos países se fueron levantando y estallando en demandas por aquellas necesidades bruscamente estancadas, ocasionando, como rebote, el retorno de las ideas basadas en la búsqueda de un “enemigo común, causante de todas las desdichas”, el que en esta oportunidad ha sido el “capitalismo neoliberal”. Así y todo, los mayores países cultores del socialismo ya se habían rendido y, gracias a los potentes resultados de la liberación creativa de sus súbditos, habían reingresado de lleno a la competencia mundial por la dominación de los mercados, lo que llevó a China al segundo puesto entre las potencias globales, amenazando el poder, hasta ahora indisputado, de Estados Unidos como paladín de las democracias liberales y mercados libres y abiertos. A su turno, la Rusia post socialista, conducida por un exmiembro de la KGB, cual una orgullosa Alemania derrotada en la I Guerra, ensoñó en su caída la revitalización de la grandeza soviética, aunque esta vez, sustentado en una economía basada en la creatividad privada, pero manteniendo una estrategia política de gobernanza y dominio heredada de la URSS y que, recientemente, ha llevado a Moscú, en Ucrania, a una de las guerras de control territorial más cruentas desde la II Guerra Mundial.

Superado así el diferendo ideológico en torno a la propiedad de los medios de producción que caracterizó los siglos XIX y XX, pero no el referido al papel del Estado en la libertad ciudadana, las naciones integradas a la competencia mundial por los mercados de bienes y servicios y con sus propios circuitos de exportaciones/importaciones necesarias, han vuelto a la geopolítica, dejando atrás aquellas diferencias internas entre burgueses y proletarios y elevando la unidad nacional y el territorio como nuevos baluartes de luchas contra las injusticias provocadas por los “imperios” (cualquiera sea este), aunque las inevitables desigualdades internas, producto de esas mismas libertades, no hayan salido nunca totalmente del escenario, pero ahora transformadas en un conflicto redenominado entre “ricos” vs “pobres” o entre “elites” vs “pueblo”.

Los enormes avances científico-tecnológicos de las sociedades libres, la digitalización, robótica, algoritmos, chips, internet, tecnologías de la información y las comunicaciones, el metaverso y horizontalidad del modo de producir masivamente a contar de los 90, no solo han provocado enormes cambios en las economías locales y mundial, dejando a millones de fuera del mercado del trabajo -aunque aumentando logarítmicamente la productividad de aquellos que se han integrado con sus respectivas herramientas a la nueva economía- sino que, en paralelo a dichos cambios y a la expansión de las libertades sociales y políticas democráticas, nuevas formas de rebeldía e inconformidad se han sumado a las de una contradicción social emergente, hija, por lo demás, de la propia democracia y la libertad, del individuo redimido, con sus derechos a flor de piel, gracias a sus prolongadas experiencias -buenas y/o malas- como elector y decisor en lo político-social y económico, haciendo crecer, desde la insatisfacción con el estado de las cosas, un nuevo tipo de anarquismo, enemigo de cualquier forma de dominación y del Estado, reunido circunstancialmente en grupos identitarios en contra del daño, discriminaciones y desigualdades respecto de género, raza, sangre, pueblo, animales o naturaleza que, tal como en el siglo XX, han venido a “perfeccionar” y expandir libertades “a las que todos tienen derechos con igualdad y dignidad”.

Así, la democracia representativa, debilitada por escándalos inocultables, pero caracterizada por la división de poderes, derechos humanos, elecciones periódicas e informadas, igualdad ante la ley y la existencia de “partidos”, organizaciones intermedias especializadas en la conducción del aparato del Estado y representantes de los diversos sectores de interés de una sociedad libre, con un corpus de ideas consistentes y coherentes que les permiten dar curso racional y holístico a la conducción de grupos humanos extensos en determinados territorios, pero que se han ido desfigurando con el desarrollo de los nuevos acontecimientos, comienzan a flaquear, empujados por la fuerza anárquica de descontentos y discriminados que no se sienten representados por los canales tradicionales y buscan -dignidad dixit- ser los propios tomadores de sus decisiones.

Emergen, pues, en el desengaño y disgusto, movimientos sociales que relevan la especial demanda que los ha unido, aunque, simultáneamente, cada exigencia conlleve a la evolución lógica de argumentos que se van transformando en ideas de mundo, con similares características a las “weltanschauung” que adoptaran los “partidos” industriales de los siglo XIX y XX y que, en sus luchas contra las “elites” o “ricos”, buscan ahora reemplazarlos en el gobierno de la sociedad, bajo la égida de sus ideas e intereses transformados en nuevas cosmovisiones.

Pero los partidos políticos democráticos modernos, a los que libremente concurren hombres libres que buscan aunar esfuerzos en función del progreso colectivo, son a la democracia liberal lo que las empresas privadas son al mercado: organizaciones voluntarias que con principios, misión, visión, valores y estrategias compiten por la adhesión a sus propuestas de mejor conducción del Estado al que aspiran gobernar. Si aquellos fallan o incumplen, son la democracia y el mercado los que se deslegitiman, atrayendo ideas de reemplazo que suelen ser peor que la enfermedad.

Así, mientras los partidos no se fortalezcan con relaciones más directas, planas y transparentes con la ciudadanía que quieren representar, para lo cual, como cualquier otra orgánica que busca modernizarse, es menester se integren a las nuevas tecnologías y corrientes con el objetivo de intercomunicación y rendición de cuentas permanente y sistemática; o mientras las instituciones democráticas básicas del Estado no recuperen su legitimidad gracias a su real puesta al día con mejores servicios, trabajo riguroso enfocado en las demandas ciudadanas más urgentes, conscientes que el gasto que realizan corresponde a recursos entregados por la ciudadanía, con pleno respeto a las leyes y estricta ética en su gestión, la democracia liberal seguirá amenazada en su progresión y equilibrio entre libertades ciudadanas caóticamente expresadas ante la inexistencia de correas transportadoras de demandas consolidadas hacia el poder y el necesario respeto a las normas que sostienen el acuerdo de coexistencia pacífica entre las personas con diversos intereses que conviven en sociedades libres y sin lo cual el desorden campea y se impone el imperio del más fuerte.

El slogan “El pueblo unido, avanza sin partidos” que expresaron a voz en cuello buena parte de los convencionales al cierre de su labor como redactores de una nueva carta fundamental es solo la punta del iceberg ideológico que penetra en lo profundo del océano que tiñó la propuesta de la Convención con sus pretensiones refundacionales de los tradicionales modos de vida de la sociedad chilena y que, por cierto, quienes aún estiman perfectible la democracia liberal representativa -con todas sus evidentes fallas- deben observar alertas, no solo referidos al propio texto, sino también y, especialmente -si el “Apruebo”  se impone-, al desarrollo lógico jurídico de las normas que el Congreso debe transformar en leyes y evacuar.

Por cierto, y como lo han reiterado diversos estudiosos, académicos y personalidades políticas, la Constitución propuesta no responde propiamente a la definición de un Estado nación unitario democrático-liberal moderno, con sus respectivas división y equilibrios de poderes políticos e igualdad ante la ley, ni tampoco su concepción del derecho al espíritu de la Declaración Universal de Derechos Humanos y el Estado de Derecho que ella consagra, aunque lo declare, sino a un nuevo tipo de democracia multi-territorial y plurinacional, con sesgos de democracia directa y asambleísmo de corte regional y racial (de sangre), y al mismo tiempo, fuerte potencialidad autoritaria en el evento de coopción por parte de algún grupo de interés mayoritario, de los poderes Ejecutivo y Legislativo, cuya composición, por lo demás, no solo dejó pendiente el sistema electoral con que se conformará, sino que, desde ya, asegura representación privilegiada a grupos étnicos, en perjuicio de la representatividad del voto de la mayoría del resto de los connacionales.

Tampoco ofrece la debida protección del derecho de propiedad -paradojal signo de los tiempos-, relevando el papel de la burocracia estatal en el control de gestión de una serie de bienes y servicios, en desmedro del que hasta ahora ha cumplido la propia civilidad bajo los preceptos del libre emprendimiento, más allá del comportamiento ético de algunos en su gestión. Así y todo, empero, la nueva carta privilegia la propiedad territorial de pueblos originarios sobre áreas que no quedan expresamente delimitadas, incluso más allá de la descripción que la propia ley pudiera definir, pues otorga un derecho constitucional sobre esas tierras a quienes certifiquen la descendencia respectiva, otorgándoles la capacidad de consentir o no determinadas acciones en esos lugares, una que, sin embargo, no asegura al resto de los chilenos que pudieran verse expuestos a la expropiación de sus propiedades legítimamente adquiridas en función de exigencias sociales o necesidades de Estado.

Mirando bajo el iceberg, no obstante, este resultado no debiera sorprender, puesto que, como vimos, la lucha ideológica central se ha vuelto geopolítica y, en ese marco, lo necesario para ejercer poder ya no es la propiedad del medio de producción, sino el control de un territorio, de su soberanía y autonomía, cualidades que, por el contrario, quedan reducidas para el resto de quienes no sean parte de alguno de los 11 pueblos originarios, tanto por incerteza jurídica, como por una eventual imposibilidad de intercambio. De allí la razón por la cual los especialistas han coincidido en que la nueva carta no es propiamente democrático liberal, moderna y de derecho, aunque algunos de esos principios se declaren, sino que en los hechos muestra un claro sesgo indigenista, iliberal o autoritario, de corte social asambleísta y estatista decimonónico y, a mayor abundamiento, sus preceptos, si es que fuera aprobada, mostrarán dolorosa, pero tardíamente, su carácter tan o más pétreo que el de la criticada Constitución de 1980. (NP)