A poco de haber bajado del avión que lo trasladó desde la reunión APEC en San Francisco, EE.UU., a Chile, el presidente de la República se reunió en La Moneda con su equipo de ministros y subsecretarios encargados de la seguridad pública, oportunidad en la que dichas autoridades le presentaron un documento con una nueva propuesta en la materia.
Y no es para menos. En los días previos al viaje y durante su ausencia, la ciudadanía asistió espantada al incremento de desordenes delictivos de gravísima factura como el ataque a una carabinera con una granada de mano de origen peruano; la detonación de más de una veintena de bombas de ruido en tres mall de Concepción; el asalto de una pandilla de jovenzuelos en contra de guardias municipales a la salida del Metro estación Quinta Normal; las extorsiones a familias de inmigrantes en Santiago; el secuestro de un empresario en Rancagua y de un joven en Iquique; la encerrona a carabineros de civil en Quilicura; el asalto a las viviendas de la senadora, Paulina Vodanovic y del alcalde de Valparaíso, Jorge Sharp; así como los ya manidos ataques terroristas a casas e industrias de la Araucanía por parte de bandas delictuales que utilizan reivindicaciones étnicas para validar sus fechorías.
Aunque la defensa habitual del gobierno ha sido que se trata más bien de una sensación agudizada por la crudeza de los actos que de un aumento objetivo de los hechos de violencia en el país, lo cierto es que recientes informes de la propia autoridad de seguridad señalan que se observa correlación entre el alza de estos delitos con la pervivencia del fenómeno de inmigración ilegal producto tanto de la especial condición de Chile como nación semidesarrollado en un entorno continental con serios problemas económicos y políticos, así como de irresponsables invitaciones de mandatarios en años anteriores a venir a Chile, tanto a ciudadanos de un Estado fallido como el haitiano, como de otro en proceso de tal, como Venezuela, a lo que se añaden los miles de inmigrantes de temporada bolivianos o peruanos y otras nacionalidades del continente que ya suman una nueva población que supera el millón de habitantes.
A mayor abundamiento, los estudios revelan que varios brutales asesinatos, descuartizamientos y secuestros, cuya frecuencia se ha hecho infaustamente diaria, corresponden al resultado de una guerra subterránea por el poder territorial y el control de mercados entre poderosas bandas de narcotráfico de origen extranjero, situación que ha impulsado a la oposición a amenazar con una acusación constitucional en contra de la ministro del Interior si no habilita un rápido y eficaz proceso de expulsión de los alrededor de 12 mil inmigrantes que están en el país sin autorización.
La delincuencia es otra expresión del estado de salud de los espacios socio políticos y, por lo general, es un fenómeno que aumenta cuando las condiciones para su control se observan debilitadas debido a insuficiencias gubernamentales de capacidad operativa, política, económica, técnica o ideológica. La historia muestra que tal debilitamiento de la legitimidad social del orden instalado, no solo nacional, sino imperial (v.gr. decadencia de Roma), tiende a ser compensado por poderes alternativos capaces de controlar dicho orden y jerarquías en determinados territorios dado que el poder, como en la física, no admite vacío, pues de aquel depende la supervivencia de la estructura de diferentes grupos sociales, cualesquiera sea su dimensión, desde la familia hasta el imperio. Es decir, el ejercicio del poder es un hecho inevitable, desde el pater familia hasta el emperador, desde el jefe de clan o banda pirata hasta el decurión, centurión o general; desde el presidente del partido, hasta la jefa de la junta de vecinos; desde el gerente de área hasta el presidente del directorio empresarial.
De allí que la inacción en estas y otras materias es leída como señal de debilidad o ausencia del poder factual necesario para mantener el control y las normas de convivencia, dado que un poder que no se ejerce, en los hechos no existe, razón por la que, en general, las instituciones y orgánicas diversas han formulado modos de expresar la vigencia de ese poder organizador mediante actividades simbólicas en las que se refuerza la existencia del poder de que se trate, de modo de limitar o evitar la necesidad de expresarlo por parte de sus portadores de manera más brutal, ejemplar o pedagógica.
De esa práctica cultural civilizatoria es que emergen las normas y protocolos de conductas, las formas de ser y conducirse, de saludar, vestirse, comportarse en reuniones, mesas de comedor, o en la etiqueta diplomática, así como de parte de los detentadores de esos poderes, la exposición de símbolos que van desde en el tamaño de sus viviendas, los palacios de Gobierno, lujos, obras de artes, instituciones, relatos de su historia y modos de esparcimiento, hasta la calidad de sus relaciones internas e internacionales, su poder económico, desarrollo armamentístico, poder defensivo, capacidades ofensivas, vestimenta, lenguaje verbal y postural, entre otros.
En Chile, el desafío al poder instalado ocurrido el 18-O de 2019 tuvo no pocas consecuencias en materia de trasgresiones a los derechos humanos, que hasta hoy penan a las anteriores autoridades, a pesar del esfuerzo de aquellas para evitar que el desorden desatado, en parte por la propia autocontención en el uso legítimo de la fuerza por parte del Gobierno, terminara alcanzando el objetivo al que estuvo destinado desde sus inicios con las primera asonadas de estudiantes traspasando los torniquetes del Metro: el derrocamiento del presidente.
Es decir, desde temprano, las señales desde el Gobierno, en especial aquellas referidas a la disposición que la ciudadanía percibe de la autoridad para usar su poder para controlar el orden de la ciudad, determinaron fuertemente el curso posterior de hechos, que concluyeron con el acuerdo chantaje para avanzar en la redacción de un nuevo contrato social, una demanda que, por lo demás, para la ciudadanía común y corriente estaba en la posición 92 según un trabajo de investigación en IA realizado por el profesor chileno en el MIT, César Hidalgo.
Las protestas diarias con quemas de buses, iglesias, universidades, colegios, municipios, instituciones del Estado, enfrentamientos con carabineros lesionados con bombas molotov y manifestantes heridos graves con lesiones oculares irreversibles, servían de medición diaria respecto de la decisión del Gobierno de encarar la revuelta con más o menos osadía, lo cual se transparentaba, además, en cada declaración de la autoridad, mientras los partidos políticos democráticos, que debían reaccionar contra la insurgencia con evidentes propósitos subversivos, mantenían denso y peligroso silencio.
Así, no obstante que tras el acuerdo político de noviembre del 2019 y posterior declaración de la pandemia en enero del 2020 la aventura subversiva organizada decayó, las fuerzas delictivas e insurgentes que se levantaron durante más de tres meses en las ciudades del país dejaron una inercia sedicioso-delictual que, empero, se fortaleció con el arribo descontrolado de decenas de miles de migrantes enviados a Chile por el gobierno venezolano, muchos de los cuales participaron en las acciones facciosas y que luego debilitado el camino de la revuelta, conformaron sus propias organizaciones jerarquizadas para operar como crimen organizado, aprovechando las enseñanzas conseguidas en el proceso de desafío a la institucionalidad que desataron los acontecimientos iniciados el 18-O. No habría que olvidar que muchachones de la llamada “primera línea”, varios de los cuales contaban con amplio prontuario policial, fueron homenajeados en el Congreso Nacional por parlamentarios de izquierda y luego, algunos de ellos, indultados por el presidente.
Es decir, se puede afirmar que más allá de lo que pudo o no hacer el Gobierno de la época frente a la revuelta de octubre -y la mega-concentración popular del 25-, la izquierda en su mayoría avaló la revuelta con su silencio -y por ende el desorden delictual- con la esperanza de abrir puertas para acceder al poder, tanto a través de un cambio de las reglas del juego vía una nueva constitución, cuyo primer proceso culminó en un fiasco para el gobierno, como a través de elecciones presidenciales y parlamentarias que venían y en las que el actual mandatario se impuso en segunda vuelta.
La historia del discurso oficial en pro de la rebeldía juvenil y estudiantil inaugurado con fuerza oficialista a contar del 18-O, con los actuales gobernantes en la calles enfrentando al Ejército y las fuerzas de orden con su relato revolucionario, ha tendido a debilitar el obligado mensaje de los gobiernos en torno a la mantención del orden institucional al que, en democracia, sus autoridades juran defender, produciendo una generación de muchachos que actúan en lo político-social con poca noción jerárquica ni institucional, sin respeto a las autoridades de diversa naturaleza, talvez confundidos por la convicción práctica de que la impunidad ante trasgresiones ha sido la norma y que, al revés, acciones vociferadas como de inclusión, justicieras, de igualdad y no discriminación, parecen ser aceptadas y hasta aplaudidas por el conjunto social.
La oportunidad de volver el rio a su caudal está, pues, en el próximo plebiscito del 17 de diciembre. La nueva carta establece un orden claro y explícito, con una estructura formal y normas que dan cuenta de un cuadro en el que las elites de diversa naturaleza social y democrática en pugna pueden reemplazarse periódicamente y convivir armónicamente, tal como, por lo demás, lo ha demostrado la propia carta vigente que posibilitó llegar a la presidencia de la República a un joven estudiante que no terminó sus estudios superiores, al tiempo que abre puertas a eventuales ajustes paulatinos a nivel del Congreso, que consigan mayor convergencia política para un acuerdo final que posibilite el libre juego de mayorías y minorías circunstanciales y de estrategias políticas y económicas que ayuden al desarrollo real del país.
Un acuerdo social mayoritariamente aprobado implica obvias mejoras al entorno de certidumbres, es decir, para aquella cualidad predictiva que reduce en los ciudadanos la sensación de peligro o temor que genera, por ejemplo, lo sorpresivo del ataque delictual, ayudando al progreso. Pero la armonía real no solo exige de ese acuerdo, sino del pleno acatamiento voluntario de la ciudadanía a un orden que el soberano aprobó o rechazó, mayoritariamente. ¿Cuál orden? Es cierto que en el actual momento histórico estamos frente a la posibilidad de diversos órdenes socio económicos. Sin embargo, ya bien avanzando el siglo XXI, será aquel que surja de la conversación sensata y adulta de una clase política que, habitualmente, está más dividida que la sociedad que conduce.
Así y todo, sin el libre acatamiento del orden vigente y sus leyes -que la delincuencia creciente trasgrede día a día- aun cuando el 18 de diciembre pudiéramos seguir regidos por la actual constitución de 1980-2005, deslegitimada por décadas y ahora relegitimada por la izquierda con su «En contra» de la nueva, se pudiera reiterar un entorno en el que la justicia no sea posible, ni viable la libertad porque, como fuimos testigos, la practica constante de la desobediencia civil y el violento atropello de las normas, transforma todo en pura ley de la selva. (NP)