Los liderazgos en cualquier tipo de grupo humano mediano o grande enfrentan siempre al menos dos duros escollos que superar en su gestión: el primero, lograr ordenar a la mayor parte de sus integrantes en torno a la meta y el camino a seguir para alcanzar el propósito que los convoca; y el segundo, prevalecer sobre los contrapoderes a los que afrontarán en su lucha por esos objetivos, sin que, en tal proceso, las desalineaciones que se producen a raíz de las inevitables negociaciones con los adversarios -que no la guerra-, no los desvíen del norte hacia el cual se encaminan, lo que, a su turno, importa una dimensión temporal de la acción, que, para efectos de la toma de decisiones, se expresan en ámbitos tácticos y estratégicos.
Si la afirmación anterior muestra la complejidad que encaran grupos humanos como partidos políticos, empresas, instituciones, organizaciones no gubernamentales o religiosas de toda índole, el desafío para quienes asumen la responsabilidad de conducir los destinos de una nación bajo las normas de un Estado de Derecho, democrático y liberal, presenta complicaciones logarítmicamente superiores.
En efecto, las empresas saben que en su proceso de crecimiento y consolidación tendrán inesquivables tensiones derivadas de las exigencias que imponen su competencia directa o indirecta, sus consumidores o clientes, proveedores y los rápidos cambios tecnológicos y de demanda que pueden sacarlos del mercado en cualquier momento. Una administración que, por muy enfocada en dichos desafíos exteriores, desatiende la unidad y el buen ánimo internos de sus colaboradores, arriesga desdibujar sus posibilidades de avance en la accidentada ruta que lleva a la materialización de las metas estratégicas propuestas, pues, pierden fuerzas para enfrentar los cambiantes escenarios externos y se exponen a la fuga del capital, personal y pérdida de la competitividad que habían conseguido.
En el caso de los partidos políticos, aunque su éxito no se expresa en renta económica, puede medirse en las adhesiones y simpatías que produce su mejor o peor personificación del corpus de ideas, valores y principios que dicen resguardar y representar en función de parte o del conjunto de la sociedad en la que participan. Por lo tanto, su mejor o peor gestión estará sujeta al éxito o fracaso de una estrategia que satisfaga a sus electores, enfrente a la competencia, atienda las demandas de su militancia y se ajuste con agilidad a los cambios culturales y sociales que se producen en las bases electorales que han coincidido con los valores y principios proclamados en las elecciones en las que sus líderes participan, so pena de, también, terminar en la irrelevancia ciudadana o en su desaparición como colectividad.
Asimismo, el liderazgo político debe saber administrar prioritariamente los métodos o rutas a seguir en el corto plazo para alcanzar los objetivos de largo plazo, polémicas partidarias que, por lo general, expresan internamente las diversas tácticas y ajustes que el grupo debiera realizar para acomodar su gestión al día a día, más que polémicas respecto de los objetivos estratégicos, donde suele haber mayor consenso, pues, los primeros, por su particularidad, suscitan más divisiones y, con cierta frecuencia, constituyen el origen de los más serios quiebres del ánimus societatis partidario.
Para los liderazgos partidarios o independientes que asumen las responsabilidad de la gestión de Gobierno se presentan iguales exigencias de coordinación y convencimiento internos, múltiples desafíos externos, de ajustes de sus tiempos tácticos y persistencia estratégica, pero, además, se obligan -de acuerdo a las leyes y normas vigentes- a conciliar los propósitos especiales de largo plazo del partido o grupo de colectividades oficialistas de los cuales reciben apoyo, con los objetivos estratégicos del país, pues -muchas veces por ignorancia, voluntarismos o idealismos extremos- ambos perspectivas colisionan, poniendo en jaque la historia, cultura y tradiciones de la Nación, concepto que añade desafíos de tipo intergeneracional, de amenazas y oportunidades, debilidades y fortalezas globales, que deben ser permanentemente reevaluadas, pues su dinamismo corre al ritmo de los rápidos cambios en el mundo y la competencia entre las naciones.
La suma de todas estas variables de cometidos de las administraciones gubernamentales democráticas constituyen un marco de enorme complejidad que obliga a un tipo de operación del Estado que supera las posibilidades de la simple metáfora de una “buena gerencia general” o la mera “excelencia tecnocrática”, de “manos duras” o “blandas”, devolviéndole a la actividad de los partidos sus tradicionales y claves funciones de ser el receptor de ideas y necesidades de la gente, intérprete y elaborador de las opiniones ciudadanas, promotor de liderazgos y escuela de educación ideológica, así como co-gestionador social de la actividad de los Gobiernos, en armonía con la historia y cultura nacionales, pues su existencia rebasa, por lo general, a la de los períodos gubernamentales.
Aunque tal concepción democrática de los partidos, por razones de todos conocidas, se encuentra hoy en serio cuestionamiento -no solo en Chile, sino en el mundo- y en su reemplazo tienden a emerger movimientos ciudadanos críticos de los partidos, que, basados en un único tópico que agrupa personas en su entorno, sin norte estratégico de mayor densidad y consistencia ontológica, lo cierto es que de la sobrevivencia de las colectividades partidistas -readecuadas, desde luego, a la nueva sociedad de la información- depende el futuro de las democracias liberales, en la medida que las alternativas son la emergencia de líderes individuales “salvadores”, o de movimientos sociales sin mucha consistencia sistémica que, elevados al poder político, pudieran impulsar fuertes desequilibrios de intereses y orgánico-institucionales, que, finalmente, afecten la sobrevivencia del propio Estado Nación, tal como, por lo demás, hemos estado viendo en los últimos años en diversos otros países del orbe. (NP)