Editorial NP: La democracia como fin en sí mismo

Editorial NP: La democracia como fin en sí mismo

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¿Debería una constitución tener una amplitud conceptual tal que habilitara la instalación legítima de un sistema de reglas que terminen con la democracia e instalen un modelo de gobierno autoritario que liquide las libertades y viabilice la trasgresión de los derechos humanos?

El sentido común pareciera indicar que no y, de hecho, se trata del tipo de pregunta con las cuales la conversación humana llega a sus límites interpretativos. Relevantes filósofos ubican en este punto la frontera de la sensatez o insensatez de un discurso respecto del cual “es mejor no hablar”, pues no habría respuesta racional para cuestionamientos como, por ejemplo, si la tolerancia debe tolerar a la intolerancia.

En tiempos en que el proceso constituyente en el que está empeñada la sociedad chilena desde 2019 comienza a acercarse a su fin y se halla en momentos claves para adoptar definiciones y acuerdos que aseguren las libertades y derechos de los que el mundo occidental es heredero, tras siglos de luchas por una mayor dignidad humana, ciertas declaraciones de la izquierda ponen en tela de juicio la convicción de algunos sectores del oficialismo respecto de tales tradiciones y más bien pareciera mostrar una cierta voluntad animal que nos advierte que más allá de la legitimidad del proceso actual versus la imposición del contrato social de 1980, si las normas que éste convenga -y la legislación que de aquel derive- no son de su gusto o satisfacción, no lo acatarán y seguirán promoviendo su inestabilidad, una que, además, para evitarse, deberá ser refrendada por una mayoría muy superior al 51%, sin lo cual la nueva constitución tendrá corta vida.

En efecto, en Icare, el senador de Revolución Democrática, Juan Ignacio Latorre, ha dicho que “pueden ganar el plebiscito de diciembre, pero esa Constitución, si es el texto tal cual se aprobó en comisiones, no le va a dar estabilidad a Chile”; mientras que el ministro secretario general de la Presidencia, Álvaro Elizalde, suponiendo una eventual victoria estrecha del anteproyecto en desarrollo y haciendo un llamado a mayores convergencias en diversidad de temas económicos, sociales y culturales que no son ni de plena ni amplia coincidencia en la derecha, auguraba mal destino para una carta que termine siendo aprobada por una mayoría coyuntural exigua, como la que hoy parece dividir a los chilenos entre sus culturas democrática de tradición libertaria y aquellas de carácter autoritario o iliberal, marxista y popular.

Son argumentaciones que si bien legítimas, en tanto discursos políticos que buscan convencer a públicos pertinentes, muestran un peligroso sustrato de intolerancia a la diversidad, pluralidad y apertura que define a las democracias liberales del siglo XXI y más bien parecen preanunciar la pertinaz vigencia de un modelo social en el que aquella democracia “burguesa”, como gobierno de mayorías circunstanciales, libertades y derechos, no es sino un medio para alcanzar otro sistema distinto que permita la instalación ad eternum de un tipo de gobierno autoritario que en el siglo XX se sinceraba como el de una “dictadura del proletariado”, que decenas de naciones sufrieron entre el 1917 y 1990, y que otros aún siguen soportando, con algunas adecuaciones liberales en lo económico, tras el estruendoso derrumbe del llamado “campo socialista”. Sin embargo, aún algunos sectores de izquierda insisten en validar tales experiencias a pesar de su fracaso y, lo que es aún menos comprensible, las gravísimas violaciones a las libertades y derechos humanos que las autoridades de esos regímenes cometieron y que significaron el sacrificio de más de 100 millones de personas en todo el orbe.

Luego, si se coincide en que la democracia liberal y sus reglas sustantivas de funcionamiento son un fin en sí mismo, una constitución destinada a enmarcar su funcionamiento no puede tener una amplitud conceptual tal que habilite la instalación legítima de un sistema que termine con la propia democracia e instale un modelo de gobierno que liquide sus libertades y viabilice la trasgresión de los derechos humanos. Un contrato forzado a configurarse con tales amenazas asomándose en sus textos, no es una constitución democrática porque ampararía a un sector autorizado para atentar contra su propia sustancia libertaria, con lo cual ninguna democracia puede funcionar, tal como lo entendieron las naciones de la Unión Europea y lo declararon en 2019 en su parlamento.

Tampoco puede esperarse de una colisión tal de propósitos algún acuerdo posible, no solo porque quienes lo suscriban se transforman en cómplices del eventual atentado contra la democracia, sino porque aquel sector autorizado para destruir la democracia por dentro, ya ha anunciado que no está dispuesto a reconocer la regla esencial según la cual, dentro del respeto a los derechos humanos, prima el principio de mayorías. En efecto, en sus propias declaraciones, dichos dirigentes terminan por sostener que mientras no tengan una constitución que no contenga una estructura de normas y distribución de poderes políticos que les satisfaga, ellos no la validarán, aun cuando sea resultado de un proceso legitimo de amplia participación ciudadana y debidamente certificado por las respectivas mayorías en todas las etapas del pleito. Es decir, no participan del eslogan del mandatario según el cual los problemas de la democracia deben resolverse con más democracia.

La democracia liberal tiene, como todo modelo de convivencia social, pro y contras, sus amigos y enemigos y, por cierto, aquellos no están solo en la izquierda socialista y comunista, cuyo propósito, como vemos, no es el perfeccionamiento de la democracia liberal o burguesa, sino su destrucción y refundación. También en ciertos sectores que se autodefinen de derechas, pero que prefieren expresiones de gobierno más autoritarios, iliberales o conservadores, no obstante coparticipar de la defensa de las libertades, por ejemplo, en las normas económicas, aunque con sesgos o cierres en lo cultural, social o político que abren espacios de divergencia al interior del sector.

De allí que no resulte sorpresiva la división gestada en las votaciones del pleno del Consejo Constituyente, en donde temas debatibles en el ámbito de lo valórico y político han dividido a las fuerzas políticas de la derecha amplia; y que sectores de centro derecha estén pujando por evitar la expresión demasiado partisana de ideas que no signifiquen abrir puertas a la habilitación de la puesta en marcha de estrategias que culminen con la imposición de un modelo social neosocialista del siglo XXI o XXII y que reinterprete las “libertades burguesas” haciéndolas relativas, tal como ha ocurrido con el neolenguaje utilizado por sectores identitarios que obligan, en aras de lo políticamente correcto, a hablar de determinadas formas, imponiendo una dictadura social vía cancelaciones, bulling y funas a los transgresores.

Desde luego, una Constitución no puede ni debe ser un programa de gobierno, que es, por lo demás, lo que los socialistas del siglo XXI han buscado y materializado con sus estrategias de cambios constitucionales en diversos países de la región, siguiendo la guía de lucha ideológica del dirigente comunista italiano, Antonio Gramsci; y a quien las presentes generaciones de izquierda deben su estrategia de toma del poder a través de la vía electoral, una que ha sido reivindicada por el propio Presidente al afirmar que la Unidad Popular intentó ese camino bajo la conducción de Allende, pero que diversos documentos históricos, así como declaraciones de partidos y movimientos de la época, se han encargado de relativizar.

Es decir, bajo una lógica de uso instrumental de la democracia burguesa o liberal para conseguir mayorías sociales que permitan cambios refundacionales de la sociedad chilena, las recientes declaraciones de dirigentes oficialistas se muestran críticas y rechazan expresiones políticas de consejeros de derecha propiamente liberales y republicanas, como la libertad de elegir en seguridad social; la libertad de enseñanza; o el valor de la persona humana por sobre el Estado, pero al mismo tiempo intentan validar una redacción en la que ideas que habilitan un camino hacia la concreción de propuestas socialistas o estatistas terminen por impedir la expresión de los ideales libertarios. Si bien las constituciones deben discernir necesariamente entre aspectos debatibles de los diferentes modos de vida, así como sobre la forma y composición de los poderes que hacen posible la democracia y la protección de las libertades y derechos conquistados en los últimos 250 años, habilitar toda forma de organización estadual para satisfacer al 100% de los ciudadanos, incluidos los enemigos de la democracia, hace de la carta un instrumento inútil por ilimitado.

Las mayorías electorales circunstanciales que hacen posible la materialización de las ideas en las democracias liberales son, por lo demás, siempre coyunturales y, por consiguiente, flexibles y reformables de acuerdo a las circunstancias y mayorías ocasionales en sus parlamentos, así como de su poder judicial, ambos separados del ejecutivo justamente para limitar los eventuales abusos del monarca absoluto en el cual los tres poderes, así como hasta el de la impresión de monedas de cambio, estaba en sus solas manos. De hecho, la constitución vigente, calificada de ilegitima en su origen y por tanto de necesaria y justa derogación, según tal punto de vista, muestra más de 250 cambios en sus 43 años de vigencia y es hoy una carta que nada tiene que ver en su estructura y contenidos respecto del poder político, ni económico, con la original votada en 1980.

Por lo demás, la votación universal fue un modo de decisión ciudadana compartida instalada en las polis griegas frente a las muchas materias respecto de las cuales no hay una solución ontológica sobre la que se pueda afirmar su “verdad”, inmanente o trascedente y, por tanto, que exige optar, aunque sin conocer, ni poder prever, las consecuencias de la decisión humana ante los ojos y voluntad de los dioses.

Por cierto, conseguir acuerdos no es un imposible y, por el contrario, la experiencia del sistema de libertades capitalista mundial en sus pocos siglos de existencia es que es posible negociar entre los más diversos agentes del comercio de bienes y servicios, así como entre más variados representantes de los muchos sistemas de poderes políticos existentes en los últimos centenares de años, fenómeno que ha producido el periodo de mayor riqueza e innovación de la historia de la humanidad.

La clave de la mantención de la paz y armonía tras esos acuerdos es que cada parte del mismo no se sienta estafada ni imposibilitada de desarrollar sus propios proyectos de vida, siempre y cuando aquel no sea, a su vez, contrariar la existencia de otras formas de vivir, y que, en definitiva, cada cual respete y proteja esas bases de convivencia como fundamentales para su propio modo de vivir. Si los consejeros consiguen en su trabajo tal amplitud basal, sin abrir las puertas al uso de la democracia como un medio habilitando su demolición, es posible todavía que el proceso sea exitoso. (NP)