Editorial NP: La igualdad y la manipulación de la “voluntad popular”

Editorial NP: La igualdad y la manipulación de la “voluntad popular”

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Las ideas imaginativas para suplantar lo que en ciencias políticas se describe como “voluntad del pueblo” suelen surgir desde posturas cuyo sustento valórico ideológico es el elástico concepto de “igualdad”, casi siempre revestido con las ropas de la “libertad” que la desigualdad impediría y que, dada su difícil operacionalidad, nunca puede ser satisfecha y, por consiguiente, sirve, ha servido y servirá, como eficiente anzuelo para reunir y coordinar a quienes que se conciben a sí mismos como desiguales o diferentes por diversidad de motivos.

En efecto, la desigualdad económica, social, cultural o política, en los hechos, se mide más como un sentimiento, una impresión más cualitativa que cuantitativa, una sensación de diferencia no mensurable, entre quienes sienten la discriminación como discrepancia o rechazo para ser parte de los “iguales”, y quienes la producen y/o ejercen -consciente o inconscientemente- como resultado de una conducta inercial o como forma de sostener contrastes simbólicos que lo ubican y consolidan en las partes altas de la pirámide social, un comportamiento que, por lo demás, está impulsado por el mismo instinto de conservación que agita al discriminado.

A tales diferencias reales, sentidas o imaginadas, por lo general, le sigue, como lógica secuencia, el desate del impulso de dominación y dado que el dominio solo es sustentable cuando aquel es acatado -por motivos políticos, culturales, económicos, militares o religiosos- voluntariamente por el súbdito, lo consiguiente, en la fase de la imposición, es la lucha, la agresión, la violencia.

El lapso del desarrollo sicológico en donde esta constatación lingüístico-binaria de igualdad-desigualdad se expresa con mayor fuerza en la sensibilidad y conducta de las personas suele ser la adolescencia, aunque no exclusivamente. Se trata de sentimientos que, como la sensación de igualdad, atizan pertenencia, animando la existencia con el premio de estar junto a otros que se admira y a los que se quiere asimilar/integrar/nos; o, en la de desigualdad, con su miedo al aislamiento, al abandono que amenaza con exilio, ostracismo y soledad, que pone en peligro la sobrevivencia lejos de la tribu y alienta el dolor de la ausencia de los que se ama.

Dicha emocionalidad conceptual se consigue equilibrar, por lo general, en la adultez, período en el que la persona se integra y adapta coyuntural y circunstancialmente a los grupos de pertenencia económica, social o cultural a los que va accediendo según su evolución, sin que las diferencias objetivas de rango en las inevitables estructuras de poder que exige el orden social, impliquen sensación de iniquidad o indignidad, en el entendido que esa conformación social es resultado de un orden originado en el mérito, capacidad, virtud, merecimiento, en fin, de justicia con el hidalgo (“hijo de algo”), que protege tanto las certidumbres del poder instalado, como las de quienes están bajo su férula, haciendo posible relaciones pacíficas, armoniosas y ecuánimes.

La pérdida de respeto por una estructura de poder suele ser el resultado de la propia indignidad de quienes lo han ejercido indebidamente (“qué buen vasallo sería si tuviese buen señor”), entendido que la dignidad es “la cualidad del que se hace valer como persona, comportándose con seriedad, responsabilidad y decoro hacia sí mismo y hacia los demás, sin dejar que lo humillen, ni degraden”. La transgresión a la noble conducta rompe aquel sentimiento adulto de pertenencia a un orden estructurado sobre el mérito, haciendo rebrotar la adolescente contradicción que, en el contexto de la modernidad, se debería expresar en una debida valorización de lo que otros han conseguido con esfuerzo, trabajo y merecimiento, pero que, entonces, se pone en duda por la desconfianza surgida respecto de los verdaderos méritos detrás de aquellos logros.

Este proceso -lograr paulatinamente los niveles económico, social, político y/o cultural más elevados posibles que el propio mérito permita- constituye una de las bases del progreso que el capitalismo ha impulsado y una virtud clave de las democracias liberales, en tanto no solo posibilitan, sino que estimulan tales conductas, impulsando a las personas y familias a crecer en todo su potencial, con la sola condición de conseguirlo sin trasgredir el contrato social que permite hacer aquello que no esté prohibido por el acuerdo general. Es por este motivo que la democracia liberal, de derecho y de mercado, ha superado con creces los resultados de sociedades anteriores, en las cuales la posición en la pirámide social dependía del acta de nacimiento, adscripción a una casta o estamento o de la derrota o victoria bélica en la que se jugaba el señorío o la esclavitud de sus protagonistas.

Así y todo, desde sus humildes inicios como idea humanista de oposición a las de las monarquías absolutas de origen divino hasta su posterior desarrollo como democracias liberales, de derecho, industriales y post industriales, su intrínseca libertad de creación, innovación y emprendimiento y la permanente amplificación de los mercados con infinitos bienes y servicios ha generado en el último siglo brechas de riqueza de tal magnitud, que, más allá del discurso meritocrático -que incluye el que muchas de las actuales mayores fortunas del mundo sean de primera generación- suscita reacciones de rechazo connaturales contra esos volúmenes de poder y concentración de riqueza.

Se abren así puertas a discursos en los que se vuelve a aludir a la “voluntad del pueblo” para modificar desequilibrios sociales, políticos y económicos que emergen del éxito de algunos, pero que dada la pérdida de confianza generada por la denunciada indignidad de otros, parte de quienes participan de ese orden social no está disponible a avalarlo como tal. Entonces se asume que es la “voluntad del pueblo” la que rechaza el orden instalado, que se entiende ilegítimo y que, por lo tanto, es menester socavar y derrumbarlo.

Pero, desde luego, la “voluntad del pueblo” es una abstracción de operacionalidad imposible que no sea su uso en el ámbito poético o del discurso político, pues, es evidente, que aquella no es, ni puede ser, la simple suma de voluntades de todos quienes lo conforman -como se puede constatar en las duras diferencias políticas y sociales en Chile y el mundo o en el amplio listado de demandas sociales emergidas con el estallido social-, como tampoco, siquiera, la de aquellos que coinciden en ámbitos axiológicos y político-económicos, como puede observarse en las gruesas polémicas al interior de los grupos de voluntades con similares propósitos.

Es decir, las diversas frases, consignas, relatos o discursos que contienen la afirmación “voluntad popular” deberían leerse siempre como “nuestra voluntad grupal”, cuyo alegato en función de la “igualdad” subsume una auto percepción de desigualdad frente a otros a los que ve ilegítimamente con mayor poder o capacidades que van desde desequilibrios de un género sobre otro, hasta abusos del poder del dinero o fuerza del Estado; mayor pericia técnica o profesional de unos sobre otros debido a una educación de mejor calidad; de capacidad de coacción física por más fuerte o mejor armado, o, en fin, del carisma que “eleva” al otro por sobre aquel que invoca la desigualdad indigna de cualquier naturaleza.

Las acusaciones de desigualdad de un grupo respecto de su opuesto binario emergen así como alegatos en busca de un balance que reequilibre un poder que despierta entre los amenazados al fantasma del exilio, la soledad y el ostracismo y entre los esperanzados, un modo de vida más ajustado a los derechos y libertades que la propia sociedad libre anuncia para todos.

En economía, la igualdad ha logrado ser operacionalizada mediante variados métodos -aunque todos discutibles- entre ellos, el llamado coeficiente de Gini, que apunta a la forma en que se distribuye el ingreso en una sociedad cualquiera. Pero en política, el único instrumento con el que se mide la capacidad o poder que amerita superioridad frente a otros “iguales” -tornándolos “desiguales”- es la votación conseguida en las más recientes elecciones; o la masa crítica aparente de adhesiones -aún fuera del sistema- definida por la capacidad de convocatoria o presión social que el grupo presenta con miras a la toma y distribución de posiciones de poder en el Estado o en las diversas áreas intermedias entre aquel y la ciudadanía que la política puede y logra invadir (ONG, Fundaciones, Centros de Estudios, etc).

Desde la perspectiva económica, el coeficiente de Gini en Chile muestra una evolución que ha tendido a desconcentrar el poder del dinero desde niveles superiores al 0,54 hace una década, hasta los actuales 0,47 después de reasignación del gasto social, probablemente resultado de la lucha política trabada en el país desde los años 90 en adelante. Desde la perspectiva política, empero, la distribución del poder ha tendido a comportarse como el peor de los monopolistas.

En efecto, no obstante lo aún lejano del momento de elecciones presidenciales, grupos políticos del Congreso y fuera de él han impulsado seriamente acciones destinadas a conseguir la renuncia del Presidente de la República o han promovido un modelo de compartición del poder Ejecutivo con el Legislativo -parlamentarismo “de facto” se ha dicho- buscando que el Presidente claudique de sus prerrogativas como gestor de la precedencia con la cual se tratan leyes y proyectos en el Congreso de manera de asegurar mejor gobernabilidad al país.

Se pudiera pensar que, tanto las exigencias de renuncia, como la de compartir el poder nacen de una sincera preocupación de estos actores para dar al país mayor gobernanza, asediado como está por hordas anárquicas y delictuales que, escudadas en manifestaciones callejeras de diversa naturaleza grupal, han destruido y vandalizado propiedad pública y privada en todo el país con costos multimillonarios, aumentando la desocupación y afectando la actividad económica, sin más justificaciones que la indignación ante la indignidad de parte de la élite. Pero si así fuera, la llamada agenda social, parte del acuerdo del 15 de noviembre, debería ya estar aprobada y en aplicación, disminuyendo la presión que co valida los desmanes que casi a diario afectan a diversos puntos de Santiago y regiones y en los que estudiantes y menores de edad son utilizados sin tapujos por grupos de adultos con inconfesables propósitos.

Con idéntica concepción de “voluntad popular”, grupos políticos han estado revisando la propuesta de los dos tercios acordados como mayoría exigible para aprobar el articulado de una eventual nueva constitución el pasado 15 de noviembre, redefiniéndolos como medida debida para “incluir” diversas instituciones de las cartas actual y anteriores que se estimen recomendables para el eventual nuevo ordenamiento constitucional a partir de una “hoja en blanco”.

Es decir, minorías audaces han transformado su lucha grupal de poder en un supuesto sentimiento universal sustentado en algunas justificadas manifestaciones callejeras e inaceptables desmanes de otros cientos, instrumentalizando encuestas y demandas en proceso de resolución para exigir la dimisión del Presidente o compartir el poder bajo la coerción de una mejor gobernanza, aunque obviando el conjunto de normas y acuerdos sociales y políticos prescritos que son los que dan quilla y pilares a la democracia chilena, una de las escasas que, en el mundo, se ha ganado el puesto de “plena”.

Es, por lo demás, previsible, que si el mandatario aceptara una negociación en la que el Congreso tuviera mayor injerencia en la prelación de discusiones parlamentarias o en otros aspectos de su incumbencia, como la asignación de recursos, nada de lo que hoy se observa como desorden público cambiaría, y los actuales incumbentes podrían probar como experiencia propia la pérdida de autoridad que caracteriza a estos períodos de cambio social y que es lo que hace indispensable la aplicación de la potestad o fuerza legítima del Estado en función de sostener el orden y tranquilidad que asegure derechos, libertad y armónica convivencia de quienes, sin ser protagonistas del enfrentamiento político o de intereses, cohabitan en la sociedad convulsionada.

Dicho papel, empero, solo pueden cumplirlo legítimamente las instituciones republicanas debidamente validadas en el ámbito interno e internacional con tal propósito, según las normas que democráticamente las conformaron, siguiendo los proceso y protocolos debidamente diseñados para aquello.

No hay, pues, en el país, grupo político, ni movimiento social, ni asociaciones de aquellos, que pueda impetrar derechos de legitimidad o autoridad suficientes como para subvertir el orden jurídico, político y social actual, por más revuelto que aparezca en su gestión desde el Ejecutivo.

El estallido social dio cuenta de una situación de descontento cuyas demandas han sido reconocidas y acogidas por el Estado en su conjunto -Gobierno, Congreso y Poder Legislativo- instituciones que junto a las restantes que otorgan cuerpo y estabilidad a la república -Contraloría, Tribunal Constitucional, Banco Central, Tesorería, Impuestos Internos-, han respondido realizando ajustes presupuestarios y legales pertinentes para satisfacerlas, según las reales posibilidades del país.

Resta ahora, para seguir avanzando hacia la satisfacción más profunda de las demandas, reimponer el orden público, reduciendo la actividad delictual e insurgente de los últimos meses, dentro de los márgenes del respeto a los derechos de las personas a los que el país está comprometido internacionalmente. Para aquello, sin embargo, se requiere de un acuerdo político democrático para lo cual el Gobierno no ha logrado reunir aún voluntades mayoritarias.

Resulta, pues, desconcertante, que altos dirigentes político-partidistas insistan en poner al Estado nacional en una situación de aún mayor fragilidad al exigir políticas de facto para la gobernanza o simplemente el descabezamiento de la autoridad ejecutiva, en un país caracterizado por su Presidencialismo y en el cual la ausencia del primer mandatario deja acéfalo al conjunto de las orgánicas del Estado.

Más bien se esperaría de políticos que se hubieran percatado real y conscientemente del profundo descrédito en el que han caído -estimulando el citado estallido social- actos de contrición respecto de sus faltas y colaborar lealmente en la difícil tarea de recomponer, junto al Gobierno democráticamente electo hace dos años, las confianzas en el Estado nacional en sus 210 años de Independencia e historia.

Organización social, estructuras de poder, diferencias y desigualdades de rango en la orgánica societaria por razones de mérito, dignidad, capacidad, poder y virtudes, son partes inevitables de la vida en sociedad, cuestiones por lo cual es también ineludible la lucha por mayor poder económico o creciente influencia política, técnica o carismática. Sin embargo, así como en economía, la democracia liberal y el Estado de Derecho han mostrado su capacidad para limitar los espíritus animales de quienes han abusado del poder del dinero, en política también se debería imponer techo a las herramientas que algunos incumbentes se atreven a utilizar con el propósito de acumular mayor poder político para conseguir sus objetivos de control social total. Tal vez la discusión constitucional ad portas sea un buen momento de reflexión para tales efectos.

Es de esperar que tras la concentración del poder político estatal que se evidenciará en las próximas semanas, bajo la presión de la pandemia del Covid19, el país vuelva a una normalidad en la que la sicosis de la competencia por mayor poder e igualación socio-cultural se vaya atemperando, merced a lo que desde el Ejecutivo y el aparato del Estado se pueda hacer en materia de redistribución y legislación, así como a una mayor madurez y templanza de los grupos políticos, de modo de abrir paso nuevamente a la tranquila libertad de la vida diaria y los proyectos personales y familiares que cada quien busca llevar a cabo para su vida más plena, la única y verdadera forma en que se hace carne la “voluntad popular” en una patria democrática, justa, libre y meritocrática. (NP)

 

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