La próxima discusión sobre el proyecto de modernización tributaria enviado por el Gobierno al Congreso constituirá un interesante test respecto de la madurez de nuestra aún novel democracia, así como una evaluación sobre el principio de realidad sobre el cual nuestras elites y representantes están colaborando en la edificación de un país realmente desarrollado.
En efecto, a pocas horas que el Presidente de la República anunciara sus líneas bases y ciertos aspectos claves de su propuesta, de inmediato se alzaron voces críticas que la calificaron como “contrareforma” o como un modelo tributario que “favorece a los ricos”, afectando a Pymes y consumidores, sectores que serían los que deberán soportar la carga de la eventual caída de ingresos fiscales que el proyecto de reintegración y simplificación implica, tanto por su efecto en el consumo y redistribución, como por su posible impacto en programas sociales.
Aunque se entiende que, en varios casos, solo se trata de primeras reacciones, cuyos pulsos fundantes habitualmente emergen de la necesidad de “hacer oposición” política y mantener cierta vigencia mediática, extraña que, sin conocer en profundidad la compleja estructura de una modernización como la que se propone, se den por sentadas a priori sus eventuales consecuencias macroeconómicas.
Por de pronto, en economía son demasiados los ejemplos de articulaciones, ingenierías o previsiones que se han mostrado fallidas en la práctica, dada la evidencia factual que, a cada proceso que conforma la inextricable actividad humana, concurre una infinita cantidad de vectores que se cruzan, chocan o entrelazan, para gatillar acciones y reacciones que disparan los sucesos en múltiples direcciones u olas de efectos imprevisibles y respecto de los cuales hay que seguir ajustando permanentemente la dirección del órgano para conseguir llevarlo a aquel buen puerto imaginado previamente como objetivo, como bien lo saben quienes han conducido empresas o entidades sociales complejas de cualquier naturaleza.
Esta convicción, surgida de la humildad que otorga la experiencia de liderazgos ya maduros, es la que hace valorable la muchas veces fastidiosa crítica de las oposiciones en naciones conducidas con espíritu democrático y que, como dijera el propio ministro de Hacienda, hace que ni un Ejecutivo espere que un proyecto enviado al Congreso deba ser aprobado tal cual fue redactado, pues es incluso deseable que aspectos que pudieran perfeccionarse -mirados desde otro prisma- y que por razones de perspectivas no fueron debidamente aquilatados en el proceso de composición original, lo sean en esa discusión posterior.
Aun así, los protagonistas sensatos de estos procesos saben que no están exentos de tener que volver a ajustar sus decisiones según cambian las condiciones de entorno y una muestra palmaria es la propia modernización tributaria en discusión, un producto de las insuficiencias contenidas en la Reforma original de la anterior administración, y a la que, a mayor abundamiento, la unanimidad del Ejecutivo y Congreso aprobaron con anterioridad, aún teniendo hoy la excusa que los aportes de la oposición de entonces posibilitaron que una propuesta que era “pésima” quedara solo como “mala”.
Las condiciones para una discusión democrática exitosa, empero, implican, al menos, una cierta disposición emocional basada en una mínima lealtad de análisis, seriedad y deseos sinceros de aportar para mejorar un proceso en función del bien más amplio posible, aun comprendiendo que muchas veces, las normas y/o leyes deben ser revisadas al amparo de convicciones ontológicas y principios políticos que hacen más difícil la convergencia, en la medida que, en su discusión más profunda, emergen necesariamente colisiones de derechos que son priorizados de modo diverso, según cada postura ideológica.
En efecto, por ejemplo, la sentencia de que la modernización propuesta “favorece a los ricos” surge de una postura que ve la sociedad dividida según el patrimonio de cada quien y, por consiguiente, bajar impuestos, llevaría a la conclusión inevitable de que a mayor patrimonio, la reducción de tributos favorecerá a quienes tienen más. Sin embargo, desde el prisma de quienes observan la sociedad como un todo, cuyas partes económicas, empresas y trabajadores, compiten contra sus pares de todo el mundo, reducir impuestos es aminorar la carga financiera que aquellos tienen para luchar en mejores condiciones, asegurando así la supervivencia de ese capital y de esos puestos de trabajo.
Si bien una convergencia entre tales miradas es sinuosa, la historia, sin embargo, muestra que, en democracias desarrolladas, este arduo proceso no solo ha sido posible, sino que fue la condición sine qua non para su éxito, aunque siempre, finalmente, basados en una mínima unidad nacional que consigue superar momentáneamente las naturales divisiones que se suscitan en las sociedades libres y que incluyen, como hemos visto, choques que van desde alegadas contradicciones entre ricos y pobres, nacionales e inmigrantes, sabios e ignorantes, hasta de tipo racial, género o religioso.
De allí que la próxima discusión parlamentaria tenga una importancia que va más allá de la pura cuestión económico-política, trascendiendo hacia aspectos culturales, lógicos y éticos en la medida que, v. gr., desde la empresa no debiera esperarse que exijan, al mismo tiempo, reducción de impuestos y un avance más rápido hacia equilibrios fiscales que eviten el castigo de las clasificadoras de riesgo y mayores tasas de interés que encarecen su operación; mientras que desde la oposición no se debiera exigir más empleo, seguridad, mayor gasto en salud o educación y al mismo tiempo, más impuestos y gastos que castigan la inversión y el ahorro privado, que en Chile, dado que el PIB es producido en un 80% por dicho sector, es lo que impulsa una mayor actividad y crecimiento, así como la creación de más puestos de trabajo.
Como en todas las cosas, cada acción tiene su reacción y, en consecuencia, habrá que esperar que la “inteligencia grupal” -que se supone superior a la “individual”- opere dentro de los rangos mínimos de racionalidad y equilibrio que permitan alcanzar los aparentemente contradictorios objetivos de libertad, justicia y solidaridad que el conjunto de los chilenos espera como resultado de una política tributaria que consiga coordinar tanto mayor crecimiento, inversión, y empleo, como una mejor distribución del ingreso, mayor solidaridad social y justicia. (NP)