Históricamente los contrapoderes políticos y elites emergentes han recurrido a discursos que, apoyándose en una especial reinterpretación de los conceptos fundacionales del modelo vigente, posibilitan acusar a los poderes instalados de cierta inequidad o injusticia distributiva, al tiempo que, como remedio, impulsan una supuesta mayor participación de los sectores que dicen representar y que asumen como excluidos de los beneficios que la estructura en funcionamiento ofrece, cualquiera sea la extracción ideológica de los diversos grupos en pugna.
En efecto, por lo general los retadores suelen proclamar las ideas de exclusión, discriminación o desigualdad de determinados segmentos sociales, mientras que el poder de turno recurre a conceptos como el orden, estabilidad, seguridad y gobernabilidad, afirmaciones cuyos objetivos no son sino la permanente búsqueda de legitimación de las elites ante una sociedad civil más amplia que, se supone, valida, aprueba o desaprueba, el actuar de los contendientes. Es decir, hasta ahí, no otra cosa que una competencia por el poder político a alcanzar o para mantener el alcanzado.
Se explica así la pujante preocupación de dirigencias políticas por encuestas, elecciones y focus group sobre el comportamiento ciudadano -su real capital-, tanto en materia de las tendencias de selección de sus representantes, como por el número de quienes participan con mayor o menor intensidad en ellos. Chile no escapa a este fenómeno de natural competencia por el control de la conducción social y es la razón por la que, con una ciudadanía que se aleja de las urnas, haya una vasta mayoría de parlamentarios que ha acogido la mala idea de volver al sufragio obligatorio ante la evidencia de que, como en toda democracia liberal en régimen, aquella participación no supera el 50%, pero que, sin embargo, se amplía o restringe según la relevancia que se otorgue a la elección y los temas que en ellas se estén decidiendo.
También, por cierto, la idea de recurrir al “pueblo soberano” para que, en extendidos plebiscitos dirimentes, sea éste el que determine cuál de los contendores tiene la razón respecto del tópico en litigio y, por tanto, quien representa mejor la idea de sociedad que se quiere construir, reconstruir, refundar o consolidar, como si fuera posible resumir, mediante la simpleza de un voto, la enorme complejidad e infinitas miradas que millones de individuos tienen respecto del modo de relacionarse socialmente y que, entonces, la “verdad” (es decir, el deseo o voluntad de las elites en disputa) fuera un simple asunto de mayorías y no de un conocimiento universal acumulado y aplicado que impide, por experiencia, la iteración de errores pasados.
De allí que los retadores del poder insistan en la “mayor participación” o “profundización de la democracia”, no obstante que el conjunto social muestre sistemáticamente su decreciente interés en aquella (por desprecio o enajenación, dirán unos y otros) y que, a mayor abundamiento, los instintos sociales se expresen con más ímpetu en otras actividades o causas para las cuales los partidos “democratizadores” no son sino otro canal y cuya acción militante se rechaza debido a la evidente oligarquización de sus dirigencias enfrascadas en luchas de poder, así como por los muy amplios objetivos involucrados que, a la mayoría de los ciudadanos, suelen no atraer, especialmente cuando las libertades para construir sus vidas plenas, pudiendo hacer todo aquello que no esté prohibido, se encuentran debidamente protegidas y les aseguran que el mérito y esfuerzo propio tendrá su debida y justa recompensa.
Participar es “tomar parte”, es decir, sustantivamente, dividir la unidad e integrarse a una porción de ella y no a las otras. Pero en términos políticos “tomar parte”, si bien implica la idea de tener una posición y una o-posición, exige de un comportamiento unitario coherente con el propósito mismo de la definición de política como “orden de la polis”, es decir, defender posturas con razón y pasión, pero excluyendo la violencia en el modo de participar de un entorno en el cual todos puedan desarrollar sus propias vidas y sueños en libertad, con la sola condición de cumplir con las reglas de conducta que el conjunto ha acordado. Aquellas acciones del retador o del poder instalado que conspiren contra ese contrato no pueden, por tanto, ser entendidas como “participación” (ni menos profundización de la democracia), sino como una simple riña por el poder cuyas intenciones no expresas, por lo general, apuntan a mantener o acceder a los medios e instrumentos jurídicos y coercitivos del Estado, a través de los cuales, tanto retador como poder instalado, puedan ejercer su voluntad como imposición.
Pero “Tomar parte” implica, además, “com-partir”, es decir, tomar parte con otros. De allí que en la actualidad sean cada vez más los representantes que, más allá del voto, consultan más y a más personas sobre sus decisiones en negociaciones específicas en las que sus representados tienen interés, mientras que los liderazgos, más que dirigir e imponer cierta visión de mundo, buscan interpretar y coordinar el conjunto de demandas que emergen espontáneamente desde la sociedad civil. Estos métodos con mayor participación son hoy posibles gracias a las tecnologías de las comunicaciones e información.
Así, por ejemplo, la fallida experiencia de nueva constitución impulsada por la expresidente Michelle Bachelet consiguió la participación de más de 200 mil ciudadanos de modo presencial o vía canales digitales. Curiosamente, empero, una cantidad similar a la suma de las militancias de los partidos políticos de entonces, es decir, ciudadanos claramente interesados en la acción política; mientras, otros 13.8 millones esperaban confiados, desinteresados o expectantes en que, de tal conversación social, saliera algo que no alterara fundamentalmente sus libertades, derechos y proyectos propios.
La consulta ciudadana a través de cabildos comunales y vías digitales que lideraron los municipios del país con ocasión del acuerdo del 15 de noviembre de 2019, por su parte, superó los dos millones, mientras 12 millones no participaron. Y la elección de los convencionales constituyentes atrajo la atención de 6.1 millón de ciudadanos, dejando fuera de opinión a otros ocho millones. Si bien las cifras no parecen mostrar un interés muy mayoritario en la esperada mayor participación política, son procesos que, paulatinamente, muestran una progresiva democratización respecto de la factura de otras cartas de la historia nacional y en las que la participación ciudadana se limitó a grupos de elite que no superaban el centenar o a lo más el millar de personas.
Y es que, en sociedades libres, la participación electoral político partidista tiene, de modo natural, menos importancia que, por ejemplo, participar activamente en acuerdos cooperativos que posibilitan la realización de proyectos personales o grupales; o en la defensa de intereses que surgen de necesidades más específicas que los de la gran política, tales como las de género, étnicas, religiosas, profesionales, ecológicas, económicas, culturales y, en fin, todas las que caracterizan a los seres humanos, y que, en definitiva, no responden necesariamente a una consistente y coherente concepción del mundo, totalizante, tan propia de las colectividades que se unen en torno a una ideología, pero que hoy, por lo demás, retroceden producto de una individuación creciente de hombres y mujeres más libres y con mayor consciencia de sus propios intereses, deseos y voluntades.
La actividad política ciudadana, así concebida, muta, pues, desde un cometido del tipo industrial vertical y jerárquico hacia una de “gestión de causas” grupales identitarias más horizontal y convenido, mientras los temas que importan masivamente -que son cada vez menos- se trasladan a manos de representantes políticos que, una vez electos, deben actuar en los vericuetos de la institucionalidad democrática con una necesaria independencia del mandato de sus representados, obligados, como están, a negociar diversos aspectos de sus promesas. Esa inevitable mecánica transaccional aumenta la impresión de “free riders” que su acción política diaria produce entre quienes le entregaron su voto y que, dado el proceso, no perciben en ella reciprocidad alguna, sino solo los beneficios de la posición de poder y notoriedad que el político ha alcanzado gracias a su sufragio.
¿Augura esta situación un declive inevitable de la democracia representativa? No necesariamente.
La democracia representativa del siglo XXI, cruzada por el enorme acceso directo a la información que millones tienen hoy gracias a los avances en las nuevas tecnologías de la información y su tendencia a impulsar un tipo de organización productiva más horizontal y menos escalonada, requiere reajustar el modo de participación más simple y limitado surgido de la democracia hija de la revolución industrial, vertical y jerárquica. Y son, precisamente, las redes de intercomunicación masificadas y horizontales de la nueva sociedad emergente el instrumento mediante el cual el concepto de participación ha ido y seguirá cambiando. Las nuevas tecnologías exigirán, más temprano que tarde, de una reingeniería en el modo en el que las democracias liberales modernas y sus connaturales y diversos “partidos” podrán o no seguir su ruta de progreso; o arriesgar ser aplastadas por modelos autoritarios de Gobierno, en los que, poderes instalados o emergentes, amenazados por retadores de diversa naturaleza, deberán poner en marcha para viabilizar su potestad.
La principal cualidad de las democracias liberales es que posibilita la emergencia de nuevos competidores en la medida que es un sistema que permite el florecimiento de millones de formas de ver y edificar el mundo, con todo su potencial innovador y creativo puesto al servicio del conjunto, aun cuando, paradojalmente, el motor de aquellos progresos o fallos no sea otro que el propio interés y voluntad del promotor de tales ideas y/o causas. Las nuevas tecnologías surgidas desde esa creatividad están permitiendo hoy en las democracias liberales que múltiples convergencias grupales y específicas puedan coordinarse atópica y asincrónicamente, facilitando la gestión política de sus propósitos, aumentando la participación en la construcción diaria de sociedad y superando así el ámbito de los partidos tradicionales; aunque, también, por cierto, posibilitan que, en sociedades iliberales, autoritarias o “populares”, los poderes instalados tengan aún más herramientas de estricto control, restricción de libertades y dominio social sobre sus ciudadanos.
Así y todo, es evidente que, dados los actuales modelos de participación propiamente democrático-representativas, ni todos los contenidos pueden ser testeados ante la ciudadanía, ni sus contenidos -al ser negociados buscando aceptación de amplias mayorías- satisfarán a todos, obligándolos a acomodar sus pretensiones a aquellas realidades político-sociales posibles y cuyo descontento o acatamiento se reflejará en los resultados del plebiscito de salida.
¿Pierde por ello legitimidad la cuenta final de este tipo de participación representativa?
De ninguna manera.
La vida en sociedades más complejas y masivas siempre exigirá de un orden estructural y de jerarquías adecuadas a éste que, en el caso de las democracias, merced a su poder delegado, entrega privilegios de información y toma de decisión al grupo de ciudadanos elegidos para el efecto, aunque por un plazo limitado. La ilusión de una “profundización democrática” y de una “participación” tan amplia como el conjunto de las personas de una sociedad no pasa, por ahora, de ser un slogan con objetivos propagandísticos. Nadie, en su sano juicio, podrá creer que, en algún país, tribu, clan o imperio, sus dirigencias hayan dado lugar a una intervención extensa de sus pueblos en decisiones relativas a la seguridad nacional, inmigración, la distribución presupuestaria o el orden de realización de las inversiones requeridas por el desarrollo. Los ciudadanos más bien esperan que sus representantes decidan de acuerdo a principios proclamados y sentido común, las acciones políticas que convengan a la paz, libertades, derechos y progreso para el conjunto.
La discusión de la nueva carta como fenómeno de participación de nuevas representaciones sociales puede asumirse como un momento de profundización de esos derechos y libertades ciudadanas de las que hoy goza el país, es decir, hacia una “mayor participación” y “profundización democrática”; o desde una perspectiva de la mera acumulación de poder y fuerza para la imposición autoritaria o la revancha. El nuevo contrato está siendo redactado por 155 representantes de esos 6.1 millones de ciudadanos que sufragaron, mientras otros 8 millones callaron -transformando su silencio en aquiescencia o desprecio-, aunque cada uno de los electos haya expresado su voluntad de consultar a sus representados las decisiones cruciales que adoptarán en las votaciones de su articulado, lo que, como vimos, resulta siempre altamente difícil.
Entonces, entregados en definitiva al buen juicio, la voluntad, deseos e intereses de neófitos o experimentados convencionales electos, la aún limitada participación ciudadana, la emergencia de nuevas demandas específicas y los tradicionales canales democrático partidistas deteriorados, si el objetivo de la mayor “participación” no es simple slogan, sino la búsqueda de un real “orden de la polis” y sincera armonización de los múltiples y diversos intereses de quienes actúan o no en política, así como la más libre expresión de las distintas perspectivas de mundo que cohabitan en una sociedad democrática libertaria, la “toma de partido”, posición u o-posición, debería terminar por resultar aceptable para una mayoría y la nueva carta, aún con insuficiencias, ser ampliamente aprobada, augurando un período de paz y progreso, porque apunta al bienestar del conjunto. Si, por el contrario, el propósito participativo que anida en las intenciones de constituyentes y representados no es otro que la acumulación de fuerzas y la toma del mayor poder posible, el ajuste de cuentas y escalamiento del conflicto entre retadores y poder instalado, sus efectos terminarán dividiendo al país, polarizándolo aún más y arrastrándolo hacia la última ratio de la lucha cruda por el poder: la violencia. (NP)