Con votos a favor de los senadores Paulina Núñez (RN), Luz Ebensperger (UDI) y Alfonso De Urresti (PS), ausencia de la votación del senador Pedro Araya (PPD) y el voto en contra de Claudia Pascual (PC), la Comisión de Constitución del Senado aprobó recientemente la idea de discutir una reforma al sistema político, cuyo objetivo es reducir una fragmentación partidista que ha arrastrado al sistema a la presencia de más de 20 colectividades en el Congreso, circunstancia que, por lo demás, es resultado de la anterior modificación al modelo electoral binominal que era acusado de impedir mayor y mejor participación político partidista al pueblo.
Entre sus varios puntos, la propuesta establece el requisito a los partidos políticos de alcanzar un umbral del 5% de los votos o un mínimo de 8 legisladores para poder tener representación en la Cámara de Diputados. De igual manera, se apunta a una reforma complementaria mediante la imposición de un umbral de cantidad de firmas necesarias para constituir un partido. Además, establece la cesación del cargo para aquel legislador que renuncie al partido al cual hubiere declarado su candidatura.
Así, pese al apoyo de senadores de distintos sectores, desde el Partido Socialista, Partido por la Democracia, la UDI, Evópoli hasta Renovación Nacional, colectividades más recientes y pequeñas, así como otras más tradicionales como el Partido Comunista -principal impugnador del sistema binominal- han criticado el proyecto afirmando que con el piso del 5% “se está legislando para tratar de sacar a partidos por secretaría”.
De Urresti, que lidera la propuesta en comento, ha explicado que el proyecto posibilita que aún si un partido no tienes representación en el parlamento, éste no deja de existir, si es que tiene representación territorial de concejales, alcaldes o consejeros regionales. Asimismo, recordó que en el Congreso ya hay alrededor de 26 partidos, lo que, a su juicio, sería innecesario dado que “Chile no tiene 26 proyectos de visión de país”. “Se pueden entender siete u ocho, hasta doce partidos con su historia y visiones, pero no que alguien se enoje, se va y forme un partido al lado. Eso no le hace bien al sistema político”, señaló el representante socialista, colectividad que durante la dictadura se dividió en más de siete tendencias internas.
Desde luego, este nuevo intento de reforma del sistema político -hay al menos doce propuestas circulando- tiene en su base la frustrante actividad parlamentaria en áreas de interés de los diversos gobiernos durante los cuales no se han logrado alcanzar acuerdos en materias sensibles para la ciudadanía, en particular, la tironeada reforma previsional, cambio en el que el “progresismo” se ha jugado el todo por el todo de tomar para el Estado y la administración política el millonario y más relevante pozo de recursos de la estructura económica del país: los ahorros que operan las AFP. Por eso No+AFP, pues si se quisieran arreglar las pensiones habría que haber aumentado la cotización hace muchos años al mismo nivel de las Cajas Previsionales de los 70, es decir, 19% del sueldo.
Pero ya antes que las modificaciones al sistema electoral se hicieran posibles, los especialistas en el tema preveían que la instalación de un sistema proporcional, con bajas barreras para la conformación de partidos y la existencia de pactos electorales para una mayor participación, haría explosionar la cantidad de organizaciones, en particular dado en estado de ánimo social en el que los partidos mostraban las peores calificaciones ciudadanas.
En efecto, no solo la revelación interna de corrupción o delitos en el proceso de financiación de la política, sino también, el espíritu de los tiempos marcado por la victoria de una democracia liberal horizontal y universal por sobre un socialismo autoritario vertical e industrial que se profundizó con la emergencia de la sociedad de la información y los avances científicos y tecnológicos, arrasaron con aquellas ideologías totalizantes y monoculturales propias del verticalismo de la era industrial dura y que dominaron las polémicas políticas del siglo XIX y XX (comunistas-socialistas; nacionalistas; socialcristianas) haciendo surgir una infinidad de “causas” -unas más pragmáticas que otras- que se comenzaron a visibilizar con los llamados movimientos “single issue”. Luego, gracias a las TIC, se posibilitó la masiva conformación de racimos de opiniones en los que movimientos sociales menos visibles germinaron con fuerza, provocando problemas y divisiones tanto en las sociedades mismas como en los propios partidos tradicionales que se vieron forzados a integrar en sus cuerpos de ideas nuevos conceptos. Entraron así a la arena de lucha ideológica términos como “feminismo”, “equidad de género”, “ambientalismo”, “ecologismo”, “cambio climático”, “derechos civiles y justicia social”, “comunidades LGBTQ+”, “identidad sexual”, “nacionalismos”, “xenofobia”, “homofobia”, “indigenismo”, “género”, “edadismo”, “inmigración”, “populismo” (de izquierda y derecha), “movimientos digitales y ciberactivismo”, “globalización y antiglobalización”, “comercio justo”, “economía digital”, “consumo responsable”, entre muchos otros.
Movimientos fundados ya no en la lucha dialéctica de entre ricos y pobres o proletariado y burguesía, o campesinado y hacienda, sino en nuevas demandas que se invisibilizaban en el marco de las ideologías totalizadoras del siglo XX, han desafiado pragmáticamente las estructuras tradicionales de poder en el siglo XXI, introduciendo dinámicas más fragmentadas y mayor diversificación en las demandas ciudadanas, remodelando así el panorama político en Occidente.
Así las cosas, la emergencia en Chile de “nuevos” partidos y movimientos sociales tiene su fundamento no solo en el discolaje y/o enojo de los liderazgos que internamente compiten por la hegemonía de sus respectivas orgánicas, sino también por tendencia globales que están reconfigurando el panorama político mundial.
De hecho, probablemente la que marcará los próximos 20 años no será ningún vector de corte nacional o interno, sino la eventual reedición de una nueva “guerra fría” o “económica” del siglo XXI entre EE.UU. como potencia amenazada, de la mano de un liderazgo “nacional populista” como el de Trump, y una potencia emergente bajo el liderazgo de un tradicional partido de corte industrialista digital autoritario como el PC chino y las respectivas alianzas con Rusia y la Unión Europea y Asia y Oceanía. Estas simples condicionantes debieran haber alertado desde hace mucho tiempo a nuestra lenta y obesa clase política, aunque por cierto aquello es difícil mientras la ciudadanía no les de otra lección como las que les propinó con ocasión de los plebiscitos constitucionales.
El problema de la política chilena no es, pues, necesariamente uno sistémico como pudiera deducirse de la propuesta de reforma electoral. De hecho, con las normas del actual sistema, el gobernante partido Frente Amplio, pasó de ser una coalición de una decena de colectividades y movimientos, a un partido único que ya parece no correr el peligro de ser eliminado por secretaría merced al umbral del 5% que, en todo caso, se sigue negociando.
Y si el problema efectivamente fuera sistémico e interno y que la paralización económica y política actual respondiera a aquello, sería la demostración más palmaria que el haber desmontado el sistema binominal fue el peor error para la nueva democracia de los 90 en la medida que el desarrollo económico y social observado durante el lapso de aquella norma soberana resulta muy superior al que ha arrojado el sistema proporcional participativo. Tanto, que ahora los incumbentes buscan nuevamente disminuir la cantidad de participantes en la competencia, no obstante las claras evidencias de que los intereses ideológicos en el siglo XXI se han multiplicado a la misma velocidad que lo han hecho las libertades y potencialidades de las personas y los grupos nacidos al amparo de las nuevas tendencias económico sociales, políticas y culturales.
En ese marco, es cierto, no hay 26 proyectos para Chile; podría haber más de 26 (piense Ud. solo en el número de partidos verdes y ambientalistas vigentes, sin añadirle nada de lo LGBTQ+ o feminista). Pero para encarar el supuesto problema de diseño electoral, más que una decisión concentradora del poder de la elite incumbente -que mal supone que menos litigantes pudieran llegar a mejores acuerdos y no a peores (recuerde Ud. los alegatos de corrupción de los pocos partícipes)- parece más pertinente un mayor esfuerzo intelectual y emocional de la propia elite por alcanzar convergencias que apunten a beneficiar a sus respectivos mandantes y que tras los acuerdos mínimos que habitualmente se consiguen en sociedades libres en donde los intereses de los negociadores están relativamente nivelados, esperen el dictamen sobre su conducta en la próxima competencia electoral periódica y democrática que siempre debe ser lo más libre, abierta, participativa y transparente posible y no menos.
No se ve estética ni éticamente bien que una estructura o sistema político que ha alegado históricamente por una mayor competencia en el sistema económico esté recurriendo al mismo pecado de concentración de poder que el primero objeta del segundo para resolver sus problemas de producción de leyes y normas necesarias para la paz social del país. (NP)