Rápido, muy rápido, lo antes posible; no importa que sea malo o muy malo; lo que interesa es que el proyecto de reforma de la educación superior salga rápido.
La Presidenta -contrariando a su ministra- ha decidido que lo importante es la rapidez. Se ve que ya siente el vértigo del final, aunque todavía no llega al ombligo de su mandato; se ve que entiende poco sobre los ritmos de la vida universitaria, aunque pose con delantal blanco, estandarte de una de las disciplinas de más prestigio en la educación y la ciencia.
¿Con qué nos vamos a encontrar cuando conozcamos, no ya la famosa glosa, sino el intento de nuevo corpus para la educación superior chilena?
En realidad importa poco, porque ya se sabe -anuncios ha habido media docena, cuál peor que el otro- que el engendro tendrá mucho de socialismo, un buen poco de demagogia y una pizca de nostalgia. Algo así como lo que Manuel Antonio Garretón pidió hace días: una universidad sesentera, «pluralista, crítica, democrática, abierta al país y de servicio público». Volver a aquella, a la universidad mediocre e ideologizada del 10 de septiembre de 1973, pero en versión neomilenaria: eso será lo propuesto. Nada nuevo, todo probadamente malo.
Sería torpe, eso sí, que las actuales universidades defendieran lo que tienen, que en muchos casos sigue siendo bastante pobre. Basta la lectura del tremendo libro de Alfredo Jocelyn-Holt «La Escuela tomada» para hacer un mea culpa tamaño juicio final. Obviamente no todas van a intentar una defensa, porque algunas se van a rendir de entrada para obtener un buen trato por parte del Estado conquistador; pero las que se nieguen a doblegarse deben pasar a la ofensiva.
La autonomía deberá ser el eje del planteamiento. Todas las que realmente quieran ser universidades -porque hoy lo intentan y en diversas medidas ya lo logran- deberán insistir en que es imperativo que puedan desarrollar proyectos propios, coherentes, no sujetos a transacciones. Nada de platas por convenios, nada de amarillear con tal de quedar bien con los poderes del momento. Claridad absoluta: solo desde una concepción de la persona humana -la que sea- se puede hacer universidad. Y cada corporación debe exigir el derecho a partir desde ahí. Después, deberá responder obviamente de los resultados.
Y la autonomía tiene que especificarse en la facultad de seleccionar. Sí, de seleccionar profesores, y alumnos, y proyectos de investigación y ofertas asistenciales. Seleccionar al admitir o contratar, seleccionar al promover a cada alumno en cada curso, seleccionar al graduar, seleccionar al abrir o cerrar carreras, programas, sedes… todo. La promoción de la selección es de los puntos más cruciales si se quiere derrotar a la mediocridad socializante.
Todo -tendrán que explicarlo muy bien las autoridades universitarias, aunque algunas no sean capaces de hacerlo por cuenta propia- con vistas a reforzar la formación de la inteligencia de los alumnos, el rigor en la elaboración de conocimientos de los profesores, la búsqueda paciente de soluciones serias y probadas a los dramas humanos. Chile necesita más horas de estudio para cada problema, más reposo y más tiempo. Justamente eso es lo que las universidades deben reclamar para sí, en el medio de la vorágine de la intervención que el Gobierno está a punto de proponer.
Por eso, no va a ser posible evitar, en la coyuntura que se viene, la promoción de una universidad más y más aristocrática, más centrada en los mejores, en los profesores de más capacidad, para que gobiernen en sintonía con los proyectos institucionales. No se tratará de rechazar el cogobierno por ineficiente, sino simplemente por perverso.