La destitución por parte del Tribunal Constitucional de la senadora Isabel Allende marca un amargo cierre de tres décadas de trayectoria parlamentaria. Es un hecho lamentable desde múltiples ángulos, que obliga a una reflexión profunda. La venta de la casa del expresidente Salvador Allende al Estado de Chile -firmada por la senadora mientras ejercía su cargo- infringe explícitamente el artículo 60 de la Constitución, que establece: “Cesará en el cargo el diputado o senador que durante su ejercicio celebrare o caucionare contratos con el Estado”.
La vocera de Gobierno señaló que el fallo del Tribunal Constitucional “sienta un mal precedente”. Lo que realmente sienta un mal precedente es la intromisión del Ejecutivo en una decisión de otro poder del Estado. Culpar únicamente a los asesores es una salida fácil: aquí hubo una cadena de errores con responsabilidades compartidas. Y no puede ignorarse que fue el propio Presidente Gabriel Boric quien comenzó e impulsó la idea de adquirir las viviendas de los expresidentes. Él, más que nadie, debe conocer los límites legales de su cargo y de quienes están involucrados para firmar, como también evaluar la necesidad pública de esta adquisición.
Esta situación no es un hecho aislado. Los errores se acumulan y, en un año electoral, resulta urgente hacer una pausa y mirar con objetividad. La polémica compra de la casa de Allende, los indultos, la permanencia de autoridades cuestionadas, los fallidos diálogos con grupos radicalizados como la CAM… todo forma parte de una larga lista de decisiones mal evaluadas, mal ejecutadas y con un alto costo para el país.
Gobernar es ordenar. Quien se postula a la presidencia debe hacerlo con la convicción de estar preparado, con experiencia, con un diagnóstico claro de los problemas nacionales y con un equipo a la altura. De lo contrario, mejor abstenerse.
El ejercicio del poder exige más que entusiasmo y buenos deseos. Exige ética, conocimiento, liderazgo y la capacidad de convocar a los mejores, incluso más allá de las propias filas políticas. Gobernar es estar a la altura de exigencias morales profundas, que comienzan desde el momento en que un candidato dice: “Estoy disponible”.
Quienes aspiran al poder deberían ya conocer, en detalle, la situación económica, fiscal, institucional y social del país. Esto incluye entender el estado del sistema de salud, educación, seguridad pública y la capacidad real del Estado para cumplir sus compromisos.
Asimismo, quienes dejan el gobierno tienen la responsabilidad de no hipotecar al siguiente con proyectos inviables, diseñados más para dejar “legados” que para ser ejecutados. Las cuentas deben entregarse en orden, con espacio fiscal para gobernar.
Entre el día del triunfo electoral y la asunción del mando hay tres meses claves. No es tiempo para celebraciones vacías, sino para estudiar, informarse, prepararse y recibir el país. El Presidente, los ministros, parlamentarios, superintendentes y directores deben familiarizarse con la Constitución, la Ley de Lobby y el Código de Ética Pública.
La democracia no sólo se mide por la legalidad de los actos, sino también por el estándar ético que se exige a quienes detentan el poder. Cuando las autoridades comienzan a moverse en la zona gris, cuando lo legal roza lo inmoral o lo torpe, el descrédito no tarda en instalarse. Y ese descrédito no lo pagan los partidos ni los gobiernos: lo paga la confianza pública, cada vez más erosionada.
Más preocupante aún es la distancia creciente entre la clase política y los ciudadanos comunes. Mientras las familias lidian con delincuencia, listas de espera y sueldos que no alcanzan, los líderes se enredan en decisiones simbólicas, operaciones torpes y discursos autoindulgentes. Chile necesita liderazgo con foco, con prioridad, con coraje. No más ensayo y error con las instituciones del Estado.
Tropezar es humano, pero hacerlo en el poder tiene consecuencias colectivas. En política, los errores no son simples caídas: son decisiones mal tomadas que arrastran instituciones, erosionan la confianza pública y generan efectos reales sobre la vida de las personas. Cuando se gobierna improvisando, con liviandad o soberbia, el poder deja de ser una herramienta de cambio y se convierte en un riesgo. Esta columna trata sobre ese arte -nefasto y reincidente- de tropezar con el poder.
Ser Presidente de la República no es un experimento. Es un acto de coraje, conocimiento y responsabilidad con cada uno de los ciudadanos de Chile.
Salvador Allende justamente decía: “Los errores de los gobiernos los pagan los pueblos”. (El Líbero)
Iris Boeninger