El artefacto

El artefacto

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El acuerdo en ciernes sobre la reforma del sistema de pensiones ha sido observado y debatido desde los más diversos puntos de vista. En lo social, se ha ponderado la ayuda que representa para los jubilados y su impacto sobre el mercado laboral. En lo económico, sus efectos sobre la estabilidad fiscal, el mercado de capitales y la inversión. En lo político, su contribución a la legitimación de la democracia y su eventual capitalización por las fuerzas de gobierno y oposición. Pero esto se queda corto: el acuerdo es un artefacto cultural de gran calado que bien podría erguirse en el ícono de un nuevo ciclo, donde las diferencias se encaren con fraternidad.

Se trata, de partida, de una novedad: hacía mucho tiempo que no se alcanzaba un entendimiento político-técnico de esta envergadura, y es una total excepción en un mundo en que se imponen la polarización y el matonaje. Si fructifica, será sobreponiéndose a reglas que favorecen la fragmentación política y el statu quo, lo que lo hace aún más meritorio: demuestra de paso que no hay barreras institucionales que puedan detener una seria voluntad de convergencia de los actores políticos.

Lo que está a punto de cristalizar es un acuerdo que actualiza nada menos que aquello que nos hace sentirnos un mismo pueblo y una misma nación: una base mínima de seguridad al alcance de todos al momento de la vejez. Cuando esto no se tiene, o cuando la que hay se estima injusta o carente de legitimidad por su origen o sus resultados, se pierde el sentido mismo de vivir y proyectarse juntos. Si el esfuerzo en curso se corona con éxito, podremos decir que, en parte al menos, Chile ha compensado la amargura que dejó el frustrado proceso constitucional que, desde otra perspectiva, buscaba el mismo objetivo.

El acuerdo de pensiones es de extrema complejidad. Es así no porque los técnicos se hayan propuesto ser crípticos para evitar el debate público; lo es porque conjuga una enorme cantidad de factores, porque se proyecta no a varios años, sino a varios decenios, y porque busca un equilibrio armónico entre muy diferentes enfoques y prioridades. Es comprensible, por lo mismo, que ninguna corriente, sea filosófica, política o técnica, se sienta enteramente interpretada por la reforma, pero ninguna puede alegar —en oposición— que sus aspiraciones y aprensiones hayan sido dejadas de lado.

“Perdimos la oportunidad: debimos haber aceptado la fórmula Piñera”, se escucha en el oficialismo con aflicción. En buena hora. Tras la experiencia de la pandemia y una vez apagados los ecos del “estallido”, ella sería insostenible frente a una población que ha reequilibrado sus anhelos hacia la búsqueda de la seguridad individual; en todos los planos, no solo en pensiones.

La reforma en cuestión no es la obra de la genialidad de un individuo ni de un pequeño grupo con ideas y trayectorias homogéneas. Es fruto del intercambio entre posturas discrepantes, que fueron inventando dispositivos imaginativos para satisfacer aspiraciones en principio contradictorias.

Daniel Innerarity plantea que el único modo de abordar los problemas complejos propios de sociedades modernas y democráticas es apelando a la “inteligencia colectiva”; esto es, a un procedimiento que permite generar conocimiento, resolver problemas y tomar decisiones de manera colaborativa. No hay otro modo, dice, de abordar problemas complejos en sociedades modernas

Corren tiempos en que, como nunca, los intereses individuales y los comunes, así como el corto y el largo plazo, se presentan divorciados. Por esto son difíciles los acuerdos, no por caprichos. Esto es lo que hace tan valioso lo avanzado en pensiones. Podríamos estar ante el paradigma de una nueva generación de políticas públicas, tanto por el contenido como por el método. No tendrá la pureza y el brillo que se deriva de los dogmas, pero el artefacto posee la hibridez que caracteriza a toda innovación. (El Mercurio)

Eugenio Tironi