Estamos a pocos días de que la ciudadanía escoja quién dirigirá los destinos de Chile por los próximos cuatro años. Se ha dicho que ésta es la elección más importante de las últimas dos décadas, porque determinará el rumbo que el país emprenderá hacia el futuro. No cabe duda que el próximo 17 de diciembre nos encontraremos frente a una encrucijada histórica. Al sufragar y escoger una opción se suscribe un proyecto país con un programa de gobierno, un equipo de trabajo y un liderazgo personal.
La administración Bachelet ha dejado en evidencia la influencia incontrastable que el poder político aún tiene sobre la vida del país y de los chilenos. Su retórica ha contribuido a un clima de crispación y sus frases desafortunadas han ahuyentado las posibilidades de inversión y crecimiento económico, así como sus reformas han privado a los padres de poder involucrarse en la educación de sus hijos y han acrecentado la intervención del Estado en diversas esferas del quehacer nacional.
Por eso es tan importante el carácter de quién gobernará Chile en el próximo período presidencial: qué impronta le dará a su gestión, qué legado buscará dejar a las próximas generaciones y cómo superará los obstáculos que se le atravesarán en el camino como Presidente de la República.
En primer lugar, es urgente un liderazgo que tenga conciencia de la necesidad de recuperar el prestigio de la autoridad presidencial y la dignidad del servicio público. En ese sentido, la educación cívica juega un rol fundamental. Sin embargo, ésta no se agota sólo en la incorporación de horas lectivas en nuestros programas de estudio o en el análisis de los aspectos procedimentales de nuestra democracia, sino que más importante es la fuerza del ejemplo de las familias, de los buenos ciudadanos y de nuestras autoridades, especialmente de quien desempeñará la primera magistratura.
Bien sabían los romanos que la superioridad de su república radicaba en la importancia de sus costumbres. Así lo planteó Cicerón cuando, citando al poeta Ennio, sostuvo que “La república se funda en la moralidad tradicional de sus hombres” (Sobre la República, Libro V). Del mismo modo, al cuestionarse de dónde venían el derecho, la justicia o el rechazo del desprestigio, el propio Cicerón respondió que de aquellos que “lo hicieron con sus hábitos, y los que lo sancionaron con sus leyes” (Sobre la República, Libro I), en la idea clásica de la importancia de la complementariedad entre mores et leges, es decir, del rol que las costumbres y la ley tienen en el carácter de un pueblo.
Una segunda característica del liderazgo del próximo gobernante debe ser la prudencia. Ésta no debe confundirse con pusilanimidad o con falta de actitud, sino más bien representa la consideración de las circunstancias políticas, sociales y económicas que enfrentará el próximo gobierno y, a la luz de ellas, tomar las mejores decisiones para el futuro del país. No por nada, Edmund Burke, un gran pensador político, pensaba que la prudencia era la mayor virtud del político, y es precisamente la que nos pone a salvo del voluntarismo de querer imponer una agenda ideológica sin consideración a la realidad o la historia nacional.
Cultivar las buenas costumbres y dar el ejemplo cívico a las próximas generaciones sumado a un buen gobierno, donde prime la prudencia en la toma de las decisiones, en el discurso y en el actuar, contribuirá a formar un acervo cultural y político que permita una aproximación seria y responsable a la cosa pública. Son las costumbres y una legislación adecuada las mejores salvaguardas frente a proyectos populistas.
Por último, sea quien sea, el próximo Presidente de la República, enfrentará un complejo panorama, ya sea por la articulación de una amplia oposición de izquierda o, en el caso contrario, porque deberá enfrentar una doble oposición: por un flanco, una centroderecha dotada de una contundente mayoría parlamentaria, la que debería actuar en la mayoría de los temas en bloque; y por el otro lado, una extrema izquierda, conun conglomerado más preocupado de sobrepasarlo que de colaborar.
Por eso, el próximo liderazgo presidencial debe prepararse para años complejos y que requerirán fortaleza para superarlos. Acá, el ejemplo de uno de los políticos más notables del último siglo puede ser útil. Cada cierto tiempo películas o nuevas biografías ponen de realce el liderazgo de Winston Churchill durante la Segunda Guerra Mundial, sus citas engalanan muchos de los discursos políticos actuales y sus anécdotas -ya sean reales o inventadas- siguen haciendo sonreír más de medio siglo después.
Sería conveniente que ambos liderazgos, tanto el que resulte electo y quien no -porque a ambos les vendrán años complejos- conocieran más de cerca la historia de Churchill y su firme decisión de ganar la guerra, aún con todo en contra. Fue esa voluntad, resuelta e inclaudicable, la que cambió el giro de los acontecimientos. Por eso se ha dicho que el mérito de Inglaterra no fue ganar la guerra, sino que consistió en no perderla. Ian Kershaw en su interesante libro Decisiones Trascendentales, sostuvo que la resolución de Churchill de seguir combatiendo –incluso con oposición de parte de su gabinete- significó el inicio de la decadencia nazi, con los extraordinarios resultados que todos conocemos. (El Líbero)
Julio Isamit, coordinador político de Republicanos