El caso del juez Urrutia

El caso del juez Urrutia

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Un juez —Daniel Urrutia— ha decidido permitir que algunos internos efectúen videollamadas (con la presencia de gendarmes) y en un caso autorizó, además, visitas conyugales (esta vez sin gendarmes).

La decisión del juez fue apelada por Gendarmería y ha causado un grave escándalo, un escándalo unánime, estrepitoso, en la izquierda y en la derecha. Se dijo que la decisión era “irracional” (un diputado del PS), una “vergüenza inaceptable” (agregó un diputado de la UDI), un “delirio teórico de la justicia” (observó un independiente adscrito al PPD), el acto de un “payaso peligroso” (concluyó un senador de la UDI).

Y así.

A primera vista esas reacciones están justificadas. A la vista de la inseguridad ciudadana, pareciera imprescindible extremar las medidas de aislamiento y seguridad de quienes han delinquido y se encuentran detrás de las rejas. Después de todo, se trata de personas peligrosas, algunas en extremo, que no tuvieron conmiseración con sus víctimas, de manera que parece del todo descabellado que un juez (con actuaciones en el pasado algo desmedidas) les alivie el encierro permitiéndoles hablar con sus familiares o tener visitas conyugales.

Pero, bien mirado, todas esas reacciones son puramente viscerales, exclamaciones para la galería, formas encubiertas de barbarie, mesadas de cabello irreflexivas o (lo más probable) calculadas para ganarse el aplauso de la galería: los votos (en el caso de los parlamentarios) o el avisaje (en el caso de la televisión).

Porque ocurre que quienes están privados de libertad no están condenados a galera, ni se ven, por ese solo hecho, privados de su condición de personas ni desprovistos de los otros derechos que les asisten, entre ellos mantener una mínima relación con su familia y comunicaciones regulares con sus integrantes. La pena penal a la que han sido expuestos (y hay casos en los que aún no hay condena que la determine) consiste en privarlos de la libertad de locomoción y en restringir otros derechos que se deriven de ella; pero no convierte a quienes han delinquido, o se sospecha que han delinquido, por crueles o peligrosos que sean, en cosas a las que se pueda aislar y de las que se pueda disponer, al margen de la ley, según los humores de la opinión pública o de quienes buscan el asentimiento de esta última. Y la labor de un juez de garantía (como es el caso del juez Urrutia, que está por sobre Gendarmería) es justamente asegurarse de que el Estado no maltrate más allá de lo previsto en la ley a quienes están siendo procesados o han sido condenados.

Es verdad que los humores de la opinión pública (y especialmente los humores de quienes viven del favor de la opinión pública, como es el caso de los parlamentarios o de los matinales) tienden a abogar por que a las personas que han delinquido o se sospecha que han delinquido o se presume que lo han hecho, se les maltrate aplicándoles las penas del infierno a lo Bukele; pero ocurre que las penas del infierno (suponiendo que este último exista, más allá de la imaginación del Dante) no son las penas que se consagran en el Estado de Derecho. Estas últimas se encuentran estrictamente reguladas y la labor de los jueces (como es el caso del juez Urrutia, cuya excentricidad y algunas actuaciones pasadas han contribuido seguramente a que se sospeche de su decisión) es cuidar con escrúpulo que la ley se cumpla.

Y eso es lo que acaba de hacer.

¿Que con su decisión pone en peligro a la ciudadanía o arriesga que continúe la actividad criminal de quienes están ahora privados de libertad?

La sola pregunta es levemente absurda y tonta, porque si la seguridad se pone en riesgo porque un procesado o condenado efectúa una videollamada asistido por un gendarme, o porque cuenta con una visita conyugal, ello querría decir que el Estado ha fallado del todo, y que quienes lo manejan son ineptos e inútiles y que, como ocurre con la gente inepta e inútil, lo único que se les ocurre para controlar el crimen es la represión por fuera de las reglas, renunciando así a la fuente de su propia legitimidad y convirtiendo a los delincuentes, o a quienes se sospecha que lo son, en víctimas del Estado.

El Estado cuenta (¿o ya no?) con el monopolio de la fuerza y su deber es, con sujeción a las reglas, ejercerla y controlar el crimen en vez de disfrazar su incapacidad y su ineficiencia (porque no hay que olvidarlo, este es de veras el problema) llamando a escándalo por una decisión judicial que puede ser contraintuitiva, pero que no es incorrecta.

Se olvida con demasiada facilidad que el Estado es nada más que un puñado de reglas, un conjunto de principios a los que deben ceñirse quienes cuentan con el monopolio de la fuerza, y si quienes lo manejan se salen de ellas o a pretexto de controlar la criminalidad las transgreden, se convierten en lo mismo que dicen perseguir, algo que San Agustín, en la Ciudad de Dios, dijo hace dieciocho siglos: desterrada la justicia, ¿Qué serían los Estados sino inmensas bandas de ladrones? (El Mercurio)

Carlos Peña