De todos los asuntos públicos, el de Dominga es uno de los más relevantes. Especialmente ahora que la autoridad ambiental, obrando como lo haría un litigante particular, persigue anular una decisión de un tribunal ambiental estirando así un proceso que lleva una década.
¿Qué hay detrás de todo esto?
El conflicto entre el avance técnico o el desarrollo, por una parte, y la naturaleza o la vida apacible, por la otra, es antiguo y ya aparece, por mencionar una obra conocida, en el “Fausto”, de Goethe. En la segunda parte de esta obra, Fausto, quien ejemplifica el sueño modernizador de la técnica, se enfrenta, hasta aplastar, a dos personajes (Filemón y Baucis) que viven en medio de un bosque de tilos:
“Los viejos de arriba —dice Fausto— debieran marcharse; yo desearía para mi residencia el paisaje donde hay esos tilos (…). Aquellos pocos árboles que no son míos me desbaratan la posesión del mundo…”.
El caso de Dominga plantea también ese mismo dilema, ese mismo enfrentamiento entre la técnica o la racionalización moderna, por una parte, y el anhelo de mantener la naturaleza o la vida en comunidad sin alteraciones, equilibrada, por la otra.
Es obvio que en la sociedad contemporánea ese dilema no puede resolverse a favor de uno solo de sus términos. Sería absurdo, y hasta cierto punto irracional, proteger una especie a costa del bienestar humano o, por la inversa, perseguir este último depredando sin contemplaciones la naturaleza. De ahí entonces que el derecho medioambiental (al contrario de lo que se cree cuando se lo ideologiza) procura, mediante diversos mecanismos y procedimientos, equilibrar ambos bienes. Los proyectos requieren presentar estudios en los que se evalúe el impacto sobre el medio ambiente y la forma de mitigarlo. Y una vez que esos estudios son presentados, están sometidos a procedimientos administrativos y judiciales cuyo propósito es alcanzar ese equilibrio.
Se malentiende la legislación, entonces, y las autoridades públicas malentienden su quehacer, cuando se piensa que su único deber, o el predominante o el más urgente, es la protección de la naturaleza o el medio ambiente a cualquier coste, cuando de lo que se trata es de equilibrar lo que pudiera llamarse el impulso fáustico de la modernidad (el anhelo de bienestar material mediante la transformación del medio), por un lado, con la convicción de que el medio ambiente natural es una herencia que ha de legarse a quienes vendrán (porque él sería también parte del bienestar), por el otro. Aferrarse ex ante a uno de esos lados y a partir de allí decidirlo todo, es un malentendido grave, puesto que la legislación medioambiental exige simplemente discernir con racionalidad cómo o de qué forma intervenir el medio equilibrando, hasta donde eso es posible, los intereses en juego y a la vista del bienestar social.
Ese discernimiento no es político, no se trata de que quienes intervienen en él (los ministros, por ejemplo) deban decidir a la luz de una cierta ideología global (por ejemplo, conservacionista). Tampoco, si fuera el caso, apoyar un proyecto por el simple hecho de que incremente el producto. De lo que se trata, en cambio, es de discernir si los bienes en juego lograron ser equilibrados mediante los procedimientos que prevé la ley.
La labor de los jueces, por su parte, tampoco es pronunciarse a favor —por decirlo con una caricatura— de la naturaleza o del pingüino de Humboldt, o, en cambio, a favor del progreso y del puerto. La labor de los jueces es custodiar la ley, examinar si las decisiones están fundadas en los criterios que el derecho contiene, y verificar si se han respetado los procedimientos y si acaso se han ponderado razonablemente los antecedentes técnicos presentados en medio del desarrollo del proyecto.
En eso consiste el Estado de Derecho: las decisiones no se adoptan ni en base a la subjetividad, ni a la luz de una ideología, sino discerniendo lo que las reglas dicen.
Esto es especialmente relevante de recordar ahora que el Servicio de Evaluación Ambiental ha decidido recurrir a la Corte Suprema a fin de anular la decisión del tribunal ambiental. Por supuesto está en su derecho formal de hacerlo; pero el peligro es actuar como un litigante más que como una autoridad administrativa deferente con las decisiones —ya adoptadas— de los jueces ambientales. (El Mercurio)
Carlos Peña