Una de las ideas más cultivadas entre quienes apoyan el Rechazo es aquella según la cual luego de derrotado el proyecto refundacional y autoritario de la izquierda, el país transitará unido, ahora sí, hacia un destino de progreso y paz. Lamentablemente, todo indica que este optimismo es más bien la proyección de un deseo que el resultado de un análisis sereno y frío.
No hay duda, por supuesto, de que el Rechazo de la Constitución filochavista que creó la Convención es fundamental para salvar la democracia y cierto nivel de integridad civilizatoria. Rechazar, entonces, al menos permite mantener un mínimo de institucionalidad para, a partir de ahí, inaugurar un nuevo camino de progreso. Sin embargo, que logremos progresar es altamente improbable y, en cambio, una decadencia sostenida es el escenario más plausible.
Las razones son menos complejas de lo que pudiera pensarse. De partida, Chile ya decidió hace tiempo acabar con un sistema de economía social de mercado con Estado subsidiario, para transitar hacia un modelo redistribucionista incompatible con el desarrollo económico. Es cosa de ver la evolución del gasto fiscal, el tamaño del Estado sobre el PIB, la creciente ineficiencia y captura de los partidos políticos del aparato público para entender esto. La economía política del país ya giró hacia el clásico esquema de intervencionismo estatal fracasado latinoamericano. Y será casi imposible revertir esta tendencia debido al conjunto de intereses creados que parasitan el sistema y de las narrativas que lo justifican.
Nadie puede creer de manera razonable que nuestra clase política, que ha hecho del Estado un botín para sí, estará dispuesta a soltarlo. Menos si ello implica recortar gasto en los llamados “derechos sociales” con los que seduce al electorado para mantenerse en el poder. Así las cosas, el frente económico está perdido. ¿O usted sinceramente cree que los mismos que de lo único que hablan es de subir impuestos porque el Estado tiene que convertirse en uno “social de derechos” van a abogar ahora por bajar impuestos, achicar el Estado, reducir regulaciones, etcétera? Y, sin embargo, eso es exactamente lo que necesitamos para lograr tasas elevadas de crecimiento económico. Ni hablar de políticas públicas serias que incrementen la productividad, estancada hace dos décadas.
En un país como Chile, donde impera la cultura del fracaso, la de bajar de los patines a los que andan más rápido, la generación genuina de riqueza es una tarea desalentadora. Tal vez nos convirtamos en la Arabia Saudita del cobre y del litio gracias a la electromovilidad y eso nos permita crecer económicamente, pero será progreso falso, caído del cielo y no derivado de nuestra energía creativa. A lo anterior se suma el daño de la institucionalidad económica, que va desde la depredación de los fondos de pensiones para transitar a un esquema cada vez más piramidal, pasando por la muerte de las isapres, la fuga de capitales que dañarán gravemente nuestro futuro, la metástasis de nuestro régimen tributario, el ataque permanente a los derechos de propiedad en todas sus formas y el incremento de desequilibrios fiscales, hasta ataques al Banco Central. ¿Comenzará acaso nuestra clase política e intelectual de pronto a leer a Milton Friedman para aplicar las recetas de mercado que tanto han denostado por décadas y que son las únicas que nos pueden sacar adelante? Difícilmente.
En materia de seguridad no nos irá mucho mejor. Salvo que elijamos a una versión nacional de Bukele o Uribe, que no es imposible pero es improbable, la misma clase política que hizo la deficiente reforma procesal penal, la que destruyó todo respaldo político para que Carabineros y las Fuerzas Armadas puedan imponer el Estado de Derecho, la que justificó o toleró el terrorismo sin hacer nunca algo serio para frenarlo, la que, en suma, entregó el país a la migración descontrolada, al narco y a los delincuentes, no será la que regrese la paz a nuestras calles. ¿O acaso ve usted a alguien en la centroderecha o centroizquierda dispuesto a pagar el precio que implica enfrentar seriamente el terrorismo y la delincuencia? No existe nadie.
Podemos, entonces, esperar muchos años de criminalidad desatada y anticipar el triunfo definitivo del crimen organizado, que llegó para quedarse y que además cuenta con el apoyo de sectores políticos completos, sin mencionar la corrupción futura que va a ocasionar en los poderes del Estado. ¿Significa todo lo anterior que no hay esperanza? Para nada. Solo que habrá que trabajar más duro de lo que jamás imaginamos si queremos recuperar el país que perdimos o construir uno mejor. Y, en todo caso, hay cosas que se deben hacer simplemente porque es lo correcto y no por su probabilidad de éxito. Luchar por Chile es una de ellas. (El Mercurio)
Axel Kaiser