Miembros de la comisión de Medio Ambiente y Modelo Económico de la Convención han planteado el “decrecimiento” y el otorgamiento de “derechos” a la naturaleza como solución a los temas ambientales. Para ellos, el desarrollo económico sería el responsable de la amenaza que se cierne sobre la sustentabilidad de la biosfera, y decrecer disminuiría ese peligro; a su vez, el respeto a los derechos humanos es lo que preserva la dignidad de las personas, y extenderlo a la naturaleza sería la forma de evitar que ella se degrade.
Se trata de propuestas (aparentemente) simples, para atacar problemas hipercomplejos. Como están basadas solo en intuiciones morales, sin atender a las consecuencias que aplicarlas provoca, su destino es, como casi siempre ocurre en estos casos, el fracaso y la frustración.
Examinemos la situación desde otra perspectiva. La historia de la humanidad ha sido una de permanente creación de valor —en producción de bienes, otorgamiento de servicios, y en formas de organización social que mejoren nuestras condiciones de vida—, desde que vivíamos en bandas de cazadores recolectores hasta alcanzar la sofisticada sociedad del conocimiento actual. A lo largo de ella no advertimos el impacto que podríamos provocar a la biosfera, hasta que ahora la ciencia nos permite entenderlo. Que la población mundial se acerque a los ocho mil millones de personas solo lo agrava. Más allá de su eventual valor intrínseco, debemos preservar la biosfera, para que sus servicios ecosistémicos sigan proporcionando el sustento básico a nuestra existencia.
Algunos arguyen que las culturas más antiguas la impactaban muy poco, y que, en consecuencia, deberíamos imitarlas. Eso es impracticable a escala mundial en la actualidad, pues sus tecnologías eran más primitivas, y su población, mucho menor. Por lo demás, en su libro “Colapso”, Jared Diamond da ejemplos de culturas antiguas que también degradaron sus ecosistemas, poniendo en riesgo su supervivencia.
Más aún, imponer el decrecimiento, impidiendo que las personas alcancen el nivel de vida al que aspiran, amenaza con generar frustraciones de impredecibles consecuencias para la convivencia pacífica de las comunidades humanas. La “desmaterialización” que algunos mencionan solo implica que aumente la proporción de creación de valor inmaterial, como internet, pero no que se requiera menos materia en términos absolutos. Además, decrecer persistentemente solo es compatible con una población mundial equivalente a una pequeña fracción de la actual. Hasta ahora, ninguno de los partidarios del decrecimiento ha impulsado una campaña para deshacerse del “exceso” de personas existente, ni menos encabezar ellos mismos esa cruzada.
Respecto de la naturaleza, ya la hipótesis de Gaia desarrollada por James Lovelock en la década de 1970 ilustró cómo la biosfera se modifica al interactuar con la biodiversidad existente. La vida submarina inicial dio lugar a la aparición de vida terrestre solo cuando el oxígeno liberado a la atmósfera por las cianobacterias que vivían bajo el mar lo permitió. Los primates, de los que descendemos, surgieron luego de la desaparición de los dinosaurios, provocada por el meteorito que cayó sobre la Tierra hace 67 millones de años. Quienes proponen otorgarle derechos a la naturaleza, ¿pretenden acaso que ella permanezca invariante?, y si no, ¿qué variaciones permitirían? El andamiaje conceptual de los “derechos” no tiene nada que aportar para contestar esas preguntas correctamente, por lo que es una mala idea recurrir a él.
En el mundo actual, la manera más apropiada para abordar esta problemática es combinando las ciencias naturales, que permiten entender la operación de la biosfera con la capacidad de la economía para calcular los costos y beneficios de la acción humana. Estimar el impacto que ella tiene sobre los servicios ecosistémicos que nos provee la biosfera —los ciclos del carbono, del nitrógeno y del agua, la biodiversidad, entre muchos otros— permite restaurarlos o mitigarlos mediante inversiones adecuadas, todo lo cual demanda ciencia, tecnología e innovación cada vez más sofisticadas. Ello requiere de sociedades que generen más valor y conocimiento, para proveer de mejores y más eficientes soluciones a los problemas ambientales, y, de paso, satisfacer las demás necesidades de las personas que habitan el planeta. Nada de eso ocurrirá en un mundo que pretenda retroceder a estadios anteriores.
El decrecimiento y el lenguaje de los derechos aplicados a la naturaleza constituyen soluciones ingenuas. Los desafíos que enfrenta la humanidad no alcanzan siquiera a ser rasguñados con ese enfoque. (El Mercurio)
Álvaro Fischer