El derecho a ser tonto

El derecho a ser tonto

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En 1930, Keynes predijo que en los próximos 100 años, el nivel de vida en el mundo crecería unas ocho veces. Parece haber acertado salvo por una cosa. Creía que como consecuencia, la semana laboral se reduciría a unas exiguas 15 horas, y que el problema de la gente iba a ser qué hacer con el ocio. Al contrario, mucha gente está trabajando más que nunca. La razón parecería ser que no hay límite visible a la capacidad humana de inventar productos nuevos que a poco andar todos queremos adquirir. Por otro lado, al ser humano le cuesta satisfacerse con lo que tiene. Quiere más, y como es competitivo, lo quiere no solo en términos absolutos, sino en relación a lo que tiene su vecino. Y para eso trabaja y trabaja.

Este aspecto del capitalismo de mercado ha sido muy criticado últimamente. El Papa denuesta lo que ve como un exceso de consumismo en el mundo. Y en un libro reciente llamado » Phishing for Phools » (jerga que significa algo así como «embaucando a tontos»), dos Premios Nobel, George A. Akerlof y Robert J. Shiller, alegan que la mano invisible demasiadas veces conduce a que los consumidores sean embaucados, y llevados a adquirir cosas que no necesitan, que no los hacen más felices, y que incluso les provocan daño, como sería el caso del tabaco o de ciertos alimentos. Akerlof y Shiller, cuyo libro tiene como subtítulo «La economía de la manipulación y del engaño», ven un mundo inundado de productos superfluos, vendidos por gente inescrupulosa que con un relato seductor, nos convence que los necesitamos, y que de paso nos sumerge en onerosas deudas.

No es tan original el planteamiento. La pregunta que surge es: ¿y qué? Obvio que a veces consumimos demasiado, y adquirimos cosas innecesarias. Yo estoy escribiendo esta columna en un MacBook nuevo con que acabo de reemplazar un computador que funcionaba bastante bien. ¿Debería sentir culpa? ¿Se debería restringir mi libertad para incurrir en semejante extravagancia? ¿O peor, prohibir que empresas como Apple sigan innovando?

Las preguntas pueden sonar absurdas, pero se desprenden del libro de Akerlof y Shiller, y en general de los reiterados ataques que se le hacen al «capitalismo consumista». Curiosamente al capitalismo se le termina atacando por sus éxitos: por su capacidad de crear una infinidad de bienes que hace poco no conocíamos, y que por definición, entonces, no necesitábamos. Más raro aún es que esos ataques vengan a veces de jóvenes. Uno esperaría que fuéramos los ancianos los nostálgicos de un supuesto pasado edénico anterior al consumo, en que la vida era simple, libre de excesos materiales, y no jóvenes que paradójicamente expresan sus nostalgias en redes sociales facilitadas por la última tecnología capitalista. En cuanto al color político de los nostálgicos, suelen ser de una izquierda intelectual que desconfía del mercado y que -por lo menos en su retórica- desprecia el consumo.

Nadie nos obliga a consumir. Si queremos, podemos optar -por qué no- por una vida austera. Todos soñamos con ella a veces: irnos a vivir en alguna isla, salir en bote a pescar el almuerzo, tejer nuestra propia ropa, cortar nuestra propia leña. Pero el hecho de que ese sueño parezca atractivo no significa que haya que prohibir el progreso, la tecnología, la innovación, por bien pensante que parezca denostar esas cosas. Y si a veces nos convertimos en consumistas tontos, Dios nos libre de que un Estado paternalista nos proteja de serlos.

Claro que no estaría de más un renacimiento de la ya casi extinta educación humanística, para que la gente adquiriera más cultura, y descubriera que la riqueza más valiosa no es la material, sino aquella que -sin sacrificio pecuniario- llevamos almacenada en la cabeza.

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