«¿Pero qué es nihilismo?» -me preguntaron unos alumnos en una clase días atrás-. Estuve a punto de responderles con una definición de manual de filosofía. Pero no hay nada peor que las definiciones muertas que abundan en los manuales o en Google. La pregunta me sigue rondando y todavía reconozco que no he encontrado una respuesta que me satisfaga. Pero me basta cerrar los ojos (o abrirlos, en realidad) para que me vengan algunas imágenes que encarnan mejor que una definición abstracta al nihilismo en curso. Una es la de esos kamikazes con la cara descubierta asesinando a inocentes en París, cruzando todos los límites de lo humano y llevando al extremo la terrible afirmación del primer nihilista, Iván Karamazov, personaje de Dostoievski: «Si Dios ha muerto, todo está permitido».
Más que de terrorismo islámico, habría que hablar en realidad de terrorismo nihilista. Se asesina en función de una idea, ante la cual cada ser humano con rostro y nombre no importa nada. La segunda imagen que me viene es la de la desertificación en curso del planeta, esa que ha convocado a los líderes mundiales en estos días en una cumbre, también en París. La acción destructiva de nuestra civilización tampoco ha tenido límites: la delicadeza y armonía de la naturaleza no importan, si se trata de conseguir rendimientos económicos o satisfacer codicias desmesuradas. Estas dos caras del nihilismo -la del terrorismo y la de la destrucción ecológica- tienen en común que anteponen abstracciones (una idea política o un resultado económico) a la realidad tangible, única e irrepetible del ser humano o la naturaleza (animales, plantas y elementos vitales como el agua o el aire)
El nihilismo es el triunfo de una razón técnica desmesurada que no conoce límites, que despliega una voluntad de poder inmisericorde, que no respeta equilibrios naturales ni humanos. Lo contrario absoluto del «Tao», que enunciara el sabio más grande de todos los tiempos, Lao-Tsé.
Tal vez una forma de responder a mis alumnos sería: «Miren las imágenes de la ballenas muertas en nuestros mares del sur y las fotografías escalofriantes de los muertos en las calles de París. Ahí está el nihilismo sin máscara, sin discurso, desnudo, desbocado sobre la faz del planeta. Ese es el desierto que avanza. Para que hayamos llegado hasta este punto, tuvo que ocurrir antes una desertificación al interior del alma humana que hiciera posible la otra desertificación. No existe la una sin la otra. ¿Y por qué -me podrán preguntar-, si así están las cosas en el mundo, su programa de radio se llama «El desierto florece» y no «El desierto avanza»? Reconozco que, a veces, el segundo me parece un título más adecuado para estos días, pero la imagen del milagroso fenómeno del desierto florido en el norte de Chile suscita en mí una esperanza contra viento y marea. ¡Ese estallido de flores en medio de la nada es una lección que nos da la tierra! Y el pesimismo no va conmigo, pues me parece una de las formas de la abdicación en tiempos en que más que nunca hay que resistir con belleza y amor a la vida. El nihilismo crece ahí donde ambas actitudes se han marchitado. Acabo -además- de enterarme de que mi programa radial se termina, pero ni siquiera eso logra mermar mi empecinado (tal vez ingenuo) optimismo. Me produce, por ejemplo, una especial alegría que esta columna lleve por título «El desierto florece», aunque la derrota del humanismo y lo humano ante el nihilismo parezca hoy indesmentible. ¿Pero quién habla de triunfos?: el resistir lo es todo.