En su clásico estudio sobre los partidos, Key (1994) distinguió tres dimensiones de estos para comprender sus funciones en el sistema democrático. Planteó que los partidos son, en primer lugar, un conjunto de votantes, militantes y activistas que compiten en elecciones (el partido en el electorado); en segundo término, son una organización extraparlamentaria, con activistas, dirigentes y recursos institucionales, diseñada en gran medida para participar en las elecciones, reclutando y capacitando cuadros, articulando y agregando intereses políticos (el partido como organización); y por último, son una organización que busca crear mayoría de gobierno, organizarlo (nombramiento de ministros y altos funcionarios), definir e implementar los objetivos de política y controlar la administración (el partido en el gobierno, party government).
Las tres dimensiones descritas se interrelacionan estrechamente, aunque la más importante para la sobrevivencia del partido es su capacidad de desempeño en el gobierno, porque “los votantes solo podrán confiar en los partidos si ellos tienen alguna capacidad de liderazgo para hacer realidad políticas públicas acordadas en el gobierno” (Strom, 2000: 182-183). Como los ciudadanos evalúan a los partidos en las elecciones según los resultados de las políticas públicas, los errores o insuficiencias en estas tendrán consecuencias en las urnas. Por esto, requieren de una organización que seleccione a los mejores candidatos y prepare orientaciones políticas que guíen la campaña electoral, con una apreciación cuidadosa de las necesidades ciudadanas.
Una elección crítica
Los resultados de las cuatro elecciones celebradas los días 15 y 16 de mayo pasados, significaron un terremoto político. Si bien fueron comicios distintos (de constituyentes, gobernadores, alcaldes y concejales), los resultados apuntaron hacia una misma dirección y remecieron el sistema de partidos políticos, abriendo una gran incertidumbre sobre el futuro político.
Fueron elecciones críticas, sobre todo la de constituyentes, de aquellas que los estudiosos del comportamiento electoral coinciden en señalar que producen un cambio fundamental en las preferencias del electorado, al romper alineamientos históricos y permitir la aparición de nuevos referentes. Todo esto genera cambios en el sistema de partidos por la nueva correlación de fuerzas y mutaciones en sus tres dimensiones, especialmente en su presencia en el electorado y como organización.
Estos comicios marcan un antes y un después en la historia del sistema chileno de partidos políticos, 33 años después de otra elección crítica, el plebiscito de 1988, que inició el proceso que puso fin a la dictadura de Pinochet y determinó los partidos que predominarían en la política competitiva hasta ahora.
La “paradoja” de la DC
Las elecciones fueron particularmente críticas para el PDC por dos motivos. El primero, por su fracaso como organización en la elección de constituyentes, al lograr solo uno de los 155 convencionales que redactarán la nueva Constitución, el presidente de la colectividad, Fuad Chahin. La conducción del PDC entregó mensajes contradictorios a su electorado, al tener entre sus candidatos a personas que recibieron millonarios aportes del sector financiero, ubicando a la colectividad como cercana a posiciones de los grandes empresarios, mientras se descuidó el apoyo a militantes, académicos y profesionales críticos de las políticas neoliberales.
El PDC, que marcó la política chilena durante más de medio siglo, con figuras de enorme prestigio nacional e internacional, como Eduardo Frei Montalva, Patricio Aylwin y Gabriel Valdés, quedó al margen de una institución crucial para el futuro de Chile, que redactará la nueva Constitución que regirá al país durante las próximas décadas. En pocas palabras, el PDC, al que Jaime Castillo Velasco y Eduardo Frei Montalva definían como un partido nacional y popular en 1957, se ha desnacionalizado y dejó de ser un partido nacional en cuanto organización en el proceso constituyente.
El segundo motivo, en una aparente contradicción con el anterior (“una paradoja”, podría escribir el rector Carlos Peña), el PDC muestra su continuidad como partido en el electorado, en las otras tres elecciones. Cuatro de los 13 gobernadores que pasaron a la segunda vuelta son DC, destacando entre ellos Claudio Orrego por la Región Metropolitana, que competirá con una candidata del Frente Amplio el 13 de junio. En la elección de alcaldes eligió 46, tres más que en los comicios de 2016, y en la de concejales fue la segunda lista más votada después de RN, con 699.899 votos. Este resultado benevolente adquiere peso al conferirle un poder político (de “amenaza”, diría Sartori), porque sus votos son indispensables para que la centroizquierda derrote a “la” derecha en las elecciones presidenciales de noviembre. Es un poder político informal, de gestión o administración, porque la DC carece de una organización nacional para el proceso constituyente.
Ceguera ante el debilitamiento electoral
La DC en el electorado se ha debilitado sistemáticamente en cada elección desde las de 1997. En ninguna de ellas sus parlamentarios, altos funcionarios de los gobiernos (ministros y subsecretarios) y los dirigentes nacionales del partido se detuvieron a analizar exhaustivamente las causas de tales resultados, buscar los errores cometidos e identificar qué ideas fueron mal articuladas en la campaña, entre otros factores. Es decir, no hicieron una autocrítica, que partiera por admitir que escucharon el mensaje de la ciudadanía y en la que se comprometieran a enmendar su conducta política futura para recuperar su confianza en los próximos comicios. Tal debería ser la actitud de políticos de partidos modernos en las democracias avanzadas después de cada derrota, para lograr volver después al gobierno.
Pero la DC ha actuado como si nada hubiese ocurrido, sin considerar el mensaje del pueblo. Una función de las elecciones es controlar al gobierno y sancionarlo por su mal desempeño, quitándole poder en el Congreso y hasta sacarlo del Ejecutivo en las presidenciales. Fue lo que ocurrió en las de 2009, cuando fue derrotado el último candidato presidencial que emergió de sus filas, el expresidente Eduardo Frei Ruiz-Tagle, y volvió a suceder en las de 2017, donde el independiente Alejandro Guillier perdió.
Tampoco en estas cuatro elecciones el PDC hizo una autocrítica. Por el contrario, se volcó sin pausas a la segunda vuelta de gobernadores y la definición de la candidatura presidencial. El expresidente de la colectividad, Fuad Chahín, reafirmó esta postura, como si las urnas no se hubiesen pronunciado y fuese innecesario corregir el camino que condujo a la peor derrota en la historia de la DC: “Los que piensan que yo me voy a encerrar entre el palacio Pereira y el ex Congreso se equivocan. Yo voy a salir a recoger mi distrito y a recorrer Chile completo, soy el único militante en ese espacio y nuestra visión está en todo el territorio nacional. Vuelvo a la calle” (El Mercurio, 22 de mayo de 2021).
El expresidente del PDC (2012-2015), Ignacio Walker, tampoco se refirió al desplome de este partido como organización en la elección de convencionales, sino que destacó el alto número de independientes elegidos y se preguntó: “¿Cómo se gobierna Chile con los independientes (generalmente antipartidos) convertidos en la primera fuerza política nacional con el PC/FA constituidos en la fuerza hegemónica en la izquierda…?” (El Mostrador, 18 de mayo). En verdad, la postura “antipartidos” de los independientes de izquierda y líderes sociales no es contra los partidos en tanto instituciones políticas, sino contra los partidos de la ex Concertación y, especialmente, la DC, PS y PPD.
El sociólogo Víctor Maldonado, que fue secretario general en la directiva de Ignacio Walker, tampoco ahondó en el desplome electoral del PDC en las elecciones a la Convención Constitucional (El Mostrador, 21 de mayo). Rechazó el veto del PS a la candidata presidencial del PDC como “un ultimátum y no hay amistad cívica que se sostenga sobre esas prácticas”.
Quiénes ganan y quiénes pierden
El principal resultado de las cuatro elecciones ha sido el “triunfo” de la abstención, un 56,6% del electorado en la de constituyentes, la más relevante. El “partido” más votado fue el de quienes no votaron y prefirieron permanecer en sus domicilios. Es un aumento de dos puntos porcentuales respecto de la primera vuelta en las presidenciales de 2017 y de seis puntos sobre el plebiscito del 25 de octubre de 2020, que confirmó el proceso constituyente, cuanto participó el 50,9%. Más de un millón de votantes se desplazaron al abstencionismo en siete meses (7.527.996 y 6.467.978, respectivamente).
Una segunda conclusión es que las elecciones desnudaron el debilitamiento de los partidos de centroizquierda de la ex Concertación y los de derecha reunidos en Chile Vamos (que integró al Partido Republicano en su lista) y fortalecieron a la nueva izquierda (Frente Amplio) y al PC. Los de la ex Concertación eligieron 25 convencionales (16,1%), menos que los 28 (18%) de la nueva izquierda (Frente Amplio y PC) y los 37 de la derecha (23,8%), que no logró el tercio para ejercer un poder de veto en la Convención Constitucional.
La nueva izquierda, independientes de izquierda y el PC tuvieron un buen desempeño en las elecciones de alcaldes, al imponerse en importantes comunas en la capital (Santiago, Ñuñoa y Maipú) y en regiones (Valparaíso, Viña del Mar, Valdivia). También, en la de gobernadores regionales, donde ganaron en primera vuelta en Valparaíso y pasaron a segunda vuelta en la Metropolitana. Con todo, se confirmó la fragmentación de la izquierda en una decena de partidos y una organización informal, la “Lista del Pueblo”, que devendría en partido formal. Ningún partido en la izquierda logra poder electoral y liderazgo para dar una conducción eficaz y unitaria al sector, con una visión estratégica que incluya al centro.
Sin embargo, el comportamiento de las directivas de los partidos de la ex Concertación y de la nueva izquierda puso de manifiesto, en especial el miércoles 19, su escasa visión política, al precipitarse en decisiones sobre las primarias legales presidenciales, con vetos recíprocos y acusaciones mutuas. No asimilaron el significado de las elecciones y cada uno siguió su propio camino, o en los términos que se reprocha al PDC, un “camino propio”.
Distinta fue la reacción de los partidos de Chile Vamos, que se tragaron silenciosamente la derrota y actuaron con serenidad, inscribiendo cuatro candidaturas a las primarias legales presidenciales del 18 de julio. Las perspectivas de este conglomerado para noviembre son promisorias, porque el Partido Republicano sufrió una fuerte derrota en las elecciones del 15 y 16 de mayo, de modo que no tendrán competencia electoral relevante en la derecha que les debilite en la primera vuelta.
Un sistema de partidos sin el PDC
La continuidad de la presencia del PDC en el electorado no constituye una “paradoja” sino una contradicción en la compleja realidad: este partido muestra una sorprendente sobrevivencia electoral, anclada en sus sobre 80 años de vida y especialmente en los años del liderazgo de Frei Montalva. Esta continuidad ha sido posible aunque no tiene una organización nacional desde hace algún tiempo.
El PDC mantiene una organización mínima en algunos zonas del país, sin apoyo de la organización nacional, que recibe el financiamiento público de partidos según la ley de 2015. Son dos realidades diferentes: una a nivel local en ciertas comunas de la Región Metropolitana y algunas regiones; y otra en el resto del territorio, inexistente como organización formal, que deviene en una institución informal, con dirigentes y un aparato burocrático central irrelevante para las organizaciones comunales. Los dirigentes del centro del partido viven en un pequeño mundo, sin enterarse de lo que ocurre en el país, y sin que a este le interese lo que haga su directiva nacional.
Por primera vez desde hace más de medio siglo, la política chilena no tendrá al PDC como un partido que ha cumplido un papel de vanguardia en el sistema político, al innovar sus instituciones y el proceso político desde fines de los años 50. Fue protagonista de la expansión de la ciudadanía política, del perfeccionamiento del sistema electoral (cédula única) y político (derogación de la «Ley Maldita»), de las reformas estructurales de la “Revolución en Libertad” que impulsó el gobierno de Eduardo Frei Montalva, y en impulsar una alternativa pacífica para salir de la dictadura y consolidar el nuevo orden político. La ausencia del PDC como partido relevante deja un vacío difícil de ocupar. Ningún otro tiene el poder en el electorado y como organización para hacerlo.
¿Qué le pasó al PDC?
Parafraseando la histórica pregunta que hace el protagonista de la novela Conversación en La Catedral, del Premio Nobel de Literatura Mario Vargas Llosa, cabe interrogarse: ¿Cuándo se jodió la DC?
El PDC y el PS han ejercido un papel de liderazgo en la política chilena desde fines de los años 50. Sus principales figuras, Frei Montalva y Allende, fueron candidatos presidenciales en 1958, el primero elegido presidente en 1964 y el segundo, en 1970.
Comparten una extensa historia de desencuentros, en el movimiento sindical y estudiantil, y también cuando la DC llegó al gobierno en 1964. Después del golpe militar de 1973, personalidades del PS volcaron su ira y su frustración contra la DC y la persona de Frei, responsabilizándolos del desplome de la democracia. Olvidaron durante años el comportamiento del PS contra la DC y la democracia durante el gobierno de Frei, cuando el secretario general del PS declaró: “Le negaremos la sal y el agua”. Dirigentes del PS guardaron silencio cuando la democracia estuvo bajo la amenaza golpista del general Viaux en 1969 (“Tacnazo”), convencidos de que podía ser una iniciativa de militares progresistas, como la que derribó al presidente Fernando Belaúnde en el Perú, un año antes, estableciendo el “gobierno revolucionario de las Fuerzas Armadas”.
La DC hizo posible que Allende fuera elegido presidente por el Congreso Pleno porque este había recibido el apoyo de un 36,6% del electorado y requería ser elegido por mayoría absoluta por dicho Congreso Pleno, recibiendo los votos de todos sus parlamentarios. Estuvo en la oposición al gobierno de Allende desde un comienzo. En las últimas semanas antes del golpe, la directiva del PDC de Patricio Aylwin buscó el diálogo para llegar a un acuerdo sobre la reforma constitucional de las tres áreas de la economía en los encuentros convocados por el cardenal arzobispo de Santiago, Raúl Silva Henríquez. Sin embargo, no hubo acuerdo en los partidos.
En la reunión del 8 de septiembre de 1973 del comité político de la Unidad Popular, el PS declaró “no al diálogo. Se iría del Gobierno y de la UP”, según la minuta que conservó Sergio Bitar (1995: 365). El Mapu-OC planteó que “entre diálogo y unidad de la izquierda optamos por unidad de la izquierda”. En un nuevo comité político de la UP el 9 de septiembre, el PC también rechazó el diálogo: “No está por dividir la UP. Diálogo no da” (Bitar, 1995: 366). Hubo acuerdo para realizar el plebiscito, pero ya era muy tarde.
Años después, el PDC y el socialismo histórico se reencontraron, en Chile y en el exterior –luego de superar legítimas desconfianzas mutuas–, en la defensa de los derechos humanos, en el movimiento sindical y en el Grupo de Estudios Constitucionales (Grupo de los 24), fundado a comienzos de 1977. El reencuentro de ambas colectividades fue clave para salir del horror de la dictadura y restablecer otro orden político, una democracia semisoberana, dar gobernabilidad y mejorar las condiciones de vida de la mayoría de la población. Duró más de tres décadas. Sus resultados son muy positivos en materia de caída de la pobreza y mayor crecimiento del PIB, aunque Chile todavía no llega al desarrollo ni han disminuido las desigualdades de ingreso en el sistema económico, lo que ha limitado las capacidades del sistema político para alcanzar una democracia soberana y el desarrollo.
La alianza estratégica del PDC y PS terminó de muerte natural, no por razones políticas específicas. No había objetivos políticos compartidos en torno a los cuales continuar trabajando juntos y los partidos de la ex Concertación son una sombra de lo que fueron al comienzo del gobierno del Presidente Aylwin. En 2013, el PS y el PPD, con el impulso de la ex-Presidenta Michelle Bachelet y ante la pasividad de la directiva del PDC, dieron un giro estratégico hacia la izquierda e incorporaron al PC a una alianza de gobierno, la Nueva Mayoría. Compartir el gabinete con el PC fue algo ajeno a la historia del PDC y a su naturaleza en el electorado, a diferencia del PS, que tenía una tradición de acción política conjunta con los comunistas durante décadas.
La antipolítica de la tecnocracia
De las causas del desplome del PDC destacan dos. En primer lugar, la responsabilidad de la tecnocracia (“los tecnopols”), en especial –pero no únicamente– económica, guiada por un pensamiento racional, que ilustra su discurso con una batería de indicadores económicos, convencida de saber más que todos y que el crecimiento económico produciría bienes públicos en forma automática. Ignoraron la política y su autonomía y, particularmente, la competencia electoral, con partidos que disputan votos en el “mercado electoral”.
Esta postura política se mostró equivocada con las elecciones parlamentarias de diciembre de 1997, en las cuales la DC perdió medio millón de votos, en una disminución de cuatro puntos porcentuales respecto de las elecciones de 1993. Fue un resultado inesperado, porque el contexto político y económico todavía era muy favorable. El PDC era el principal partido de gobierno, ocupaba los principales ministerios, disponía de legítimos y amplios recursos políticos para apoyar a sus candidatos, la economía crecía al 7% promedio anual desde 1990 y los gobiernos habían impulsado políticas sociales que mejoraron las condiciones de vida de la población (aumento del salario mínimo, reducción de la pobreza y ampliación del acceso a la educación, salud y vivienda).
Sin embargo, la economía no creó los bienes políticos esperados (votos) para el principal partido de la Concertación. Tampoco los generaría después, a pesar de la caída electoral de la centroizquierda. Los presidentes Lagos y Bachelet fueron elegidos en segunda vuelta, pero prosiguieron la política económica del gobierno de Frei Ruiz-Tagle, con más énfasis en el crecimiento que en la equidad, y continuó la baja electoral de los partidos de la coalición, en un contexto económico favorable, aunque con menor crecimiento que en los años 90, pero con una disminución constante de la pobreza, hasta llegar al 9% en 2009.
La persistente tradición de conflictos y divisiones
El segundo factor del desplome del PDC es también político: la persistencia de la tradición de conflictos internos, que se observaron durante el gobierno de Frei Montalva, de la “Revolución en Libertad”. Este enfrentó simultáneamente una triple oposición, no solo de derecha e izquierda, esperable para un partido centrista y reformista, sino también interna, con la acción del sector “rebelde”. Este último criticó en duros términos la gestión y promovió una política distinta a la partidaria (“vía no capitalista de desarrollo”). El sector rebelde que controlaba la juventud (JDC) se convirtió al marxismo y leninismo, atacando a los dirigentes de la colectividad (“a terminar con los momios estén donde estén”). Los rebeldes rompieron con la DC en mayo de 1969 y fundaron el Mapu, que se integró a la Unidad Popular.
Las diferencias internas en la DC continuaron en dictadura, reaparecieron públicamente tras el plebiscito de 1988 (“Carmengate”), se mantuvieron latentes durante el gobierno de Aylwin, y rebrotaron en el de Frei Ruiz-Tagle, a raíz de las elecciones municipales de octubre de 1996, en que la DC bajó dos puntos porcentuales. Hubo voces críticas que responsabilizaron a la directiva del resultado. Durante semanas la prensa reprodujo las recriminaciones entre parlamentarios y dirigentes DC, que se prolongaron en los meses siguientes por las elecciones de la nueva directiva, hasta que volvió la calma cuando esta asumió, tras imponerse por estrecha mayoría en segunda vuelta. La DC enfrentó las elecciones parlamentarias de 1997 con la imagen de un partido dividido y con graves rencillas internas. El resultado de esos comicios hizo resurgir las diferencias y se repitió la triste historia poselectoral de un año antes.
En este periodo, más de un año, el Presidente Frei Ruiz-Tagle nada hizo por aquietar el conflicto interno del PDC, fundado por su padre 60 años atrás y que dañaba a su gobierno ante la ciudadanía. Peor aún, La Moneda ignoró el resultado electoral y el malestar y desencanto en la población, como mostraban las encuestas del Centro de Estudios de la Realidad Contemporánea (CERC) (Huneeus, 1998). En el debate en la Concertación, un sector de políticos e intelectuales explicó el resultado por deficiencias en la gestión del gobierno y admitió que había “malestar” en la sociedad (“autoflagelantes”), mientras otros no se dieron por aludidos, resaltaron los logros económicos y rechazaron que hubiese “malestar” (“autocomplacientes”).
Fue en ese escenario de divisiones y conflictos que el PDC acudió a las elecciones presidenciales de 1999. En las primarias, su candidato, Andrés Zaldívar, fue derrotado por Ricardo Lagos, del PS/PPD/PR. Un sector de la DC, en especial parlamentarios, no trabajó por Zaldívar, convencidos de que perdería, y apostó por las elecciones de ambas cámaras
Las divisiones continuaron. En 2008, la directiva expulsó a un expresidente del partido, con la renuncia de cinco diputados, lo que se tradujo en una caída de 6,6 puntos porcentuales en las elecciones legislativas de 2009. En las elecciones presidenciales de 2017, la DC nuevamente tuvo un serio conflicto público por las acusaciones de violencia intrafamiliar contra un diputado, que la directiva quiso sancionar. Un grupo de diputados se opuso y lo defendió. La DC bajó nuevamente en las elecciones parlamentarias, cayendo otros 5,5 puntos porcentuales. Durante el mandato de la directiva de Chahin, numerosos militantes abandonaron al partido, algunos en forma pública, y otros, silenciosa.
Todos estos antecedentes reflejan el deterioro y término del partido como organización nacional que, sin embargo, no produjo el fin del PDC como partido de gobierno (estuvo en el de la Nueva Mayoría, de 2014 a 2018) y su debilitamiento como partido en el electorado. En las elecciones del 15 y 16 de mayo, la DC mantuvo 700 mil electores, que muestran una sorprendente paciencia para seguir apoyando a sus candidatos. Si nada hacen sus organizaciones locales, la votación de este partido continuará disminuyendo en las elecciones parlamentarias de este año y el PDC se enfrentará a la amenaza cierta de terminar su existencia como partido en el electorado, a menos que, por una vez en su historia de las últimas décadas, dé una señal pública y vigorosa de cambios y tome decisiones que signifiquen reconocer plenamente el varapalo que le propinó la ciudadanía, para volver a conectarse con los anhelos de las grandes mayorías. (El Mostrador)
Carlos Huneeus