La democracia liberal ha ido adoptando formas de coacción cada vez más contundentes para limitar la libertad de la persona, especialmente si difiere de la que el sistema decreta como correcta. Un ejemplo claro es la hostilidad militante al cristianismo como elemento esencial de la idea impuesta de modernidad y progreso. En su seno, todas las consignas, desde el desprecio por la familia tradicional, la ideología de género, el multiculturalismo, hasta las climáticas o animalistas, tienen como objeto limitar al mínimo las opciones personales reales, esto es, la libertad. Lejanos van quedando los tiempos en que la democracia moderna entusiasmaba por los frutos de libertad que prometía. En la actualidad, con profusión, ella degrada al hombre, mutilándolo a través de la imposición de una mediocridad que limita aspiraciones, vocación espiritual y percepción trascendente.
Las democracias están sometidas a una política de consenso en el proceso de alternancia en el poder que cada vez es más marcadamente socialdemócrata (Chile parece no ser la excepción). Se encuentran sujetas a rigurosos dictados de la “corrección política”, que siempre llega definida por la izquierda, y son alimentadas por el poderoso combustible del resentimiento o veneno social que supone el “igualitarismo”. El dictado moral de la igualdad ante la ley o el legítimo anhelo de igualdad de oportunidades deviene en exigencia insaciable de igualdad para lo que es desigual. Así se genera el torbellino de victimismo, y de indignados y ofendidos, que conduce al ejercicio de la violencia para acabar con la desigualdad, cualquiera que esta sea. Todos los movimientos en contra de la ley y de la primacía de la separación de poderes se justifican -como las revueltas delictuales y el terrorismo- con la lucha por el supuestamente sacrosanto e incuestionable derecho a la igualdad, que abre las puertas a todo abuso, agresión y crimen. Parafraseando a un personaje de Dostoyevski: “empezamos por la igualdad absoluta y terminamos en el despotismo absoluto”.
Se hacen gradualmente más patentes las previsiones de Alexis de Tocqueville (La democracia en América): “…Intento delinear los rasgos que revelen las nuevas formas de despotismo en el mundo. La primera impresión es la imagen de una multitud incontable de hombres iguales e indistinguibles, esforzándose sin cesar por procurarse los placeres más nimios y banales con que sacian sus vidas… Por encima, se levanta un inmenso poder tutelar encargado de asegurar sus goces y vigilar su suerte. Es un poder absoluto, minucioso, constante, próvido y afable. Como la autoridad paterna, si su objetivo fuera la preparación para la vida adulta. Al contrario, este poder promueve la eterna infancia. Le satisface que el pueblo se regocije, a condición de que solo piense en el regocijo”. (La Tercera)
Álvaro Pezoa