La ministra del Interior, Carolina Tohá, ha considerado una falta de respeto hacia ella, y la institución presidencial, que el diario “El Mercurio” haya titulado una entrevista con la frase “Hoy realmente está gobernando Tohá”.
La molestia de la ministra —y la imputación de habérsele faltado el respeto— plantea un importante problema de interés público: ¿Cuáles son los límites de la prensa a la hora de evaluar la gestión gubernamental? ¿Hay un límite que va más allá de los que contempla la legalidad vigente?
Una de las tareas de la prensa, y de quienes se desempeñan en ella, consiste en indagar y a la luz de la información disponible evaluar el quehacer de quienes se desempeñan en el Estado. La razón de ello es harto obvia. Quienes tienen en sus manos el Estado poseen, nada menos, el máximo poder que los ciudadanos reconocen a algunos de los suyos, entregándoles el manejo del monopolio de la fuerza, la facultad de colegislar y la administración del Estado. De esta manera la vida cotidiana de los ciudadanos —el acceso a ciertos bienes básicos como la seguridad, por ejemplo, o los niveles de contingencia que experimente la sociedad— depende de la forma en que las autoridades ejerciten su papel, la claridad que tengan acerca de los deberes que les han sido confiados y el conocimiento que posean del aparato estatal que la ciudadanía ha puesto en sus manos. Ese puñado de facultades, el gigantesco poder que la autoridad estatal posee, establece una abismal asimetría con los ciudadanos de a pie. Y la forma de corregir esa asimetría es que los ciudadanos puedan acceder a información clara y a evaluaciones abiertas acerca del desempeño de los funcionarios estatales, la forma en que cumplen sus funciones y las capacidades que exhiben a la hora de hacerlo. Esta última es la función y el deber de la prensa. Y al ejercerla la prensa, y aquellos cuyas opiniones ella recoge y publicita, no tienen otro límite que la legalidad vigente.
Al llevar adelante esa tarea, la prensa contribuye a que los ciudadanos evalúen y controlen la autoridad del Estado, disminuyendo así, siquiera en parte, la asimetría que existe entre esta última y ellos.
Desde ese punto de vista, la falta de respeto a la autoridad por medio del discurso simplemente no existe. Y ello no solo porque la existencia del desacato no es admisible en una sociedad democrática, sino porque el respeto supondría establecer una invisible inmunidad de las autoridades a la hora de evaluar su papel. No es admisible que se pida a la prensa, o a quienes opinan regularmente en ella, que se tenga miramientos, veneración o acatamiento —eso significa el respeto que se demanda— a la autoridad pública. Los ciudadanos en una democracia tienen el deber de respetar y cumplir la ley; pero no tienen ningún deber de respetar, esto es, tratar con miramiento, a ninguna autoridad pública, ni siquiera al Presidente de la República, a la hora de evaluar la forma en que este último ejecuta sus tareas o se muestra débil o inexperto a la hora de hacerlo.
Así entonces no debe imputarse faltas de respeto a la prensa porque ello, bien mirado, equivale a solicitarle un trato distinto y mejor al que dispensaría a los ciudadanos, y ocurre que según una larga práctica de los tribunales internacionales, las autoridades públicas no tienen derecho a un trato mejor, sino que su nivel de protección frente al discurso es menor o más débil que el que poseen las personas comunes y corrientes. Es lo que un jurista francés llamó “la servidumbre a que obliga la grandeza”.
Si a la hora de administrar el Estado, está o no gobernando en los hechos Tohá —por su mayor claridad conceptual, su conocimiento del Estado y su voluntad de priorizar— puede ser discutido, por supuesto, para demostrar si ese diagnóstico es correcto o no; pero lo que no puede ocurrir es que la autoridad, o las fuerzas políticas que la apoyan, demanden respeto como una forma de eludir el debate y establecer límites invisibles a la hora de llevarlo adelante. (El Mercurio)
Carlos Peña