El arte suele conllevar un elemento de tensión y ruptura con los valores sociales imperantes. Por lo mismo, ha irritado a los totalitarismos, a conservadores de toda laya y, en lo que va de este siglo, a una sensibilidad cada vez más quisquillosa, que aboga por suprimir expresiones, palabras u obras que podrían resultar ofensivas para ciertos grupos.
Hace un tiempo, los editores de Huckleberry Finn debieron cambiar la palabra nigger por esclavo y hasta a Tom y Jerry hubo que colocarle una advertencia por contener “prejuicios étnicos y raciales”. En Hollywood, incluso, se ha discutido eliminar digitalmente el cigarro en películas antiguas.
Ahora, una ciudadana de Nueva York solicitó que el MET sacara el cuadro de Balthus Teresa soñando, por ser “una pintura que representa a una niña en una pose sexualmente sugerente”. Mia Merril, autora de la misiva, consiguió cerca de 10 mil firmas de apoyo, en buena medida porque relacionaba el cuadro con “el clima actual en torno al abuso sexual”.
Lo primero que corresponde es separar estos elementos. Las denuncias de abusos de Kevin Spacey y Dustin Hoffman, o Knight Landesman, el editor de ArtForum, merecen ser investigadas y cabe esperar que los tribunales de justicia hagan su trabajo.
¿Qué lleva, en cambio, a pensar que una pintura puede incitar la pedofilia?
Los escándalos por ofensas a la moral son frecuentes en la historia del arte, pero éstos se producían en simultáneo con la aparición de la obra. Las fotografías de Mapplethorpe fueron censuradas en su minuto, al igual que las novelas Lolita y El amante de Lady Chatterley. Lo que vemos actualmente es distinto, se trata del escándalo al revés: la obra de Balthus es de 1938… y bueno, Twain publicó su Huckleberry en 1885.
Hay aquí una evidente incapacidad para entender el pasado y una convicción de que la historia, la cultura y los modos de relacionarse deben acomodarse a lo que hoy consideramos correcto. Además, se desconoce que el arte está para generar debate y poner en circulación nuevos valores. Esto es lo que produjo Flaubert con Madame Bovary, novela por la que se lo acusó de “glorificar el adulterio”. Sin embargo, lo provocador era la desaparición del narrador, es decir, la conciencia tradicionalmente encargada de guiar la lectura, cuando no de explicitar una moraleja. Flaubert, al evitar todo juicio moral y dejar que sea el lector quien diga si Emma es merecedora de repudio o compasión, funda un nuevo realismo, uno que no tiene nada que ver con descifrar la realidad sino con acercarse al misterio.
¿No es acaso lo mismo que hace Balthus con sus cuadros de niñas que parecen suspendidas en el tiempo, donde afloran la conciencia y el ensueño, el abandono y el recato, el mal y la piedad? Y esta es solo una cara del asunto, como advierte Sergio Sant’Anna, porque no debe escapársenos que la obra de Balthus sigue siendo móvil, inclasificable, huidiza. O mejor, profundamente misteriosa. (La Tercera)
Álvaro Matus