Unir a fuerzas que se habían enfrentado duramente entre sí, al punto de llevar al quiebre de la democracia, era más que improbable. Fuerzas de tradiciones muy distintas, una social-cristiana y otra socialista laica, que habían competido a fuego por la adhesión popular. Algunos líderes lo habían soñado antes de 1970, pero la idea no cuajó. Quien lo logró, finalmente, fue Pinochet y su plebiscito de ratificación; aunque la alianza en cuestión se venía gestando a fuego lento, tanto en la base social como en las dirigencias políticas y los núcleos intelectuales, al fragor de la defensa de los derechos humanos y la recuperación de una democracia sin apellidos.
Muchos pensaron que la Concertación tendría una caducidad temprana. Que se evaporaría tras la derrota de Pinochet; o que las fuerzas que la componían no resistirían gobernar juntas, no al menos más allá del período del Presidente Aylwin. No fue así. ¿Por qué?: porque no pretendió una fusión ideológica total; porque supo tolerar y procesar sus diferencias internas; porque logró establecer su propio sistema de alternancia basada en una leal competencia entre sus figuras y visiones, y porque contó con un núcleo (el llamado “partido transversal”) que privilegió la unidad de la coalición sobre la defensa de intereses partidarios.
Todo eso fue posible porque la Concertación reposó en un soporte más robusto que cualquier programa o reglamento: el afecto y la confianza gestados en una experiencia común, donde muchos pusieron su vida —a veces literalmente— en las manos de los otros. Como artefacto político, ella se fue debilitando hasta que simplemente se la dio por extinguida sin mediar despedidas ni ceremonias; pero la amistad entre quienes la crearon siguió existiendo. Hasta ahora, hasta el plebiscito de salida.
La elección entre el Apruebo y el Rechazo ha fracturado el alma de la generación política identificada con la Concertación. Para la derecha, hay que decirlo, esto tiene más valor que el triunfo del Rechazo. Con esto podría construir una mayoría electoral volcada hacia el centro sin depender de la derecha más extrema, dejando a la izquierda en condición de perpetua minoría. Avanzar hacia este escenario, por lo mismo, es para ella tanto o más importante que cualquier texto constitucional.
Las razones por las que se llegó a ese desenlace son múltiples. Dirigentes políticos que se desentendieron de su propia obra. Un ataque destemplado al pasado de las generaciones emergentes, que buscaban por esta vía gestar una identidad propia. Y astucia, mucha astucia, de la derecha, que salió de escena para brindar a antiguos concertacionistas la oportunidad de un renacimiento.
No faltan en la centroizquierda quienes están eufóricos ante la reconfiguración en marcha. En ambos lados, del Apruebo y el Rechazo. Como el converso, se sienten liberados de ocultamientos y transacciones y dan rienda suelta a pulsiones hasta ahora reprimidas. Crean caricaturas para ganar unos míseros puntos en la guerra electoral. Ofenden y suponen oscuras intenciones a quienes no los siguen en su opción. Se engolosinan en la crítica mordaz hacia la inexperiencia de un gobierno respaldado por los partidos de los que forman o formaron parte. Aprovechan su tribuna pública para expresar una sed de revancha hacia la generación entrante.
Cualquiera sea el resultado el domingo —decía Mario Marcel hace pocos días—, el proceso constituyente no va a concluir y se requerirán acuerdos amplios para conducirlo a buen puerto. Quienes fuimos parte de la Concertación podríamos poner nuestra experiencia al servicio de ese desafío. Para ello, sin embargo, hay que retomar el espíritu al que aludiera Genaro Arriagada a propósito de la controversia por el uso de la Franja del NO: continuar “respetándonos no obstante que hoy estamos en posiciones distintas”. (El Mercurio)
Eugenio Tironi