En 2019 -y en los años que lo antecedieron- Chile había acumulado crecientes tensiones que, aunque en alguna medida eran particulares a nuestra realidad doméstica, no eran problemas que fueran exclusivos del país ni mucho menos. También en otras latitudes se experimentaban carencias similares a las de aquí, cuando no con mayor severidad. De hecho, la pobreza era más aguda en la gran mayoría de los países sudamericanos que en Chile. Incluso la desigualdad se venía reduciendo y para el año del estallido social el coeficiente Gini se había situado en un rango no tan distinto al de nuestros vecinos. Lo cierto es que, en el país de más alto desarrollo humano de América Latina, que lideraba en casi todas las dimensiones sociales, no parecía posible un estallido social de la magnitud del que ocurrió aquí.
¿Qué hizo entonces que fuera en este territorio nacional donde se desencadenaría la revuelta más extendida y violenta de todas las que asolaron en ese tiempo a varios de los países de la Región? Fue aquí donde se incendió el Metro de Santiago -una impactante singularidad del estallido social chileno-, y donde arreció una violencia descontrolada que todavía, cinco años después, sobrecoge y nos avergüenza.
No es que los problemas no existieran, por supuesto. Pero incluso los más graves pudieron -debieron- tener un cauce político en el país donde “las instituciones funcionan”. De hecho, el estallido social fue precedido por el segundo gobierno de Michelle Bachelet, un período cuando se aprobaron y entraron en vigencia reformas estructurales de gran calado, como la educacional -que dio origen a la educación universitaria gratuita-, y la de elecciones populares -que terminó con el sistema binominal-, sin olvidar la tributaria que introdujo importantes cambios, entre ellos, las tasas de impuesto corporativo más alta de la OCDE. No es del todo cierto, entonces, que el sistema político no tuviera la capacidad de aprobar reformas de envergadura -el problema, como ya sabemos, era más bien la deficiente calidad de las políticas públicas a que daban lugar los nuevos marcos regulatorios.
¿Las que no avanzaron en ese tiempo, como la importante reforma de pensiones, condujeron a un problema de tal gravedad como para gestar una revuelta violenta? ¿O las relacionadas con la seguridad ciudadana, cuyo trámite en el Parlamento encontraba obstáculos políticos insalvables, sobre todo en la nueva izquierda? Aunque significativo, ese déficit de reformismo legislativo no parece que fue un factor capaz de gatillar la grave rebelión social de octubre de 2019.
Una respuesta a la interrogante planteada más arriba se puede encontrar, en cambio, en aquellos factores singulares que precedieron al 18-O y que no se observaron en las revueltas que se produjeron en otras latitudes -o que no alcanzaron la intensidad que se manifestó en Chile-. Uno de esos factores, por cierto, no el único, fue el rol que cumplieron las falsedades que se divulgaron por años en el país hasta transformarse en posverdades que calaron hondo sobre todo en los jóvenes. “La desigualdad más grande del mundo”, “el robo legalizado de las AFP”, el lucro considerado como un abuso, las empresas chilenas acusadas de ser “extractivistas”, fueron todas consignas que se dieron por ciertas en vastos sectores de la población.
En el país con la cobertura de telefonía móvil más elevada del continente, y con el despliegue a plenitud de la tecnología 4G -que permitió por primera vez la viralización de contenidos y videos a través de los teléfonos celulares-, la incidencia de las redes sociales en la formación de opinión, especialmente en los jóvenes, creció desproporcionadamente. La construcción de posverdades, que se nutren del sentimiento y la emoción, desplazando a la razón en materias que la requieren intensamente, escaló a niveles nunca vistos entre nosotros.
De pronto, los problemas que aquejaban a los grupos medios, entre los que cabe destacar los materiales de la existencia, que brotaron con fuerza después del primer ciclo de bajo crecimiento de la economía en décadas -entre 2014 y 2018-, tenían causas que las consignas viralizadas repetían con simpleza y eficacia. El lucro, las AFP, el abuso de las empresas, las entidades financieras (especialmente el rol de los bancos en el CAE), eran los responsables de las apreturas y deudas que agobiaban a la mayoría de los chilenos. Las políticas públicas impulsadas principalmente por el progresismo, algunas derechamente equivocadas, pasaban piola.
La expectativa de “tiempos mejores” del segundo gobierno de Sebastián Piñera tuvo un vuelo corto -el crecimiento en 2018 se empinó al 4%-, y ya para 2019 la economía se había enfriado y se acumulaban los deudores en el Dicom. Buena parte de los chilenos creían saber quiénes eran los responsables de sus males. Los algoritmos de las redes sociales se habían encargado de convencerlos que las AFP les robaban los ahorros a los cotizantes y que las empresas abusaban sin piedad de sus clientes. También que los políticos y la política no servían más que para frenar el progreso, y que las décadas precedentes -los mejores años del país en una diversidad de materias- no habían sido otra cosa que la continuación de la dictadura por otros medios.
Por su parte, las instituciones que habían jugado un rol destacado en el progreso del país se mostraban como ineficientes y corruptas. En fin, había llegado el momento de refundarlo todo. Y, algunos lo decían abiertamente, la refundación no se alcanza a través del reformismo, que eso es la modernización capitalista, sino que, por la vía de la rebelión y la revuelta, violenta por antonomasia.
En este contexto extraviado transcurría el 2019 hasta que llegó el viernes 18 de octubre y ya nada fue igual, ni para el gobierno de Sebastián Piñera ni para el país y los chilenos. No resulta del todo descaminado preguntarse si ese momento trágico para la nación pudo evitarse de haber sabido la mayoría que las causas de nuestros problemas no eran necesariamente las que leían repetidamente en las redes sociales, ni que la entidad de esos problemas justificaban en modo alguno poner en riesgo nuestra democracia, el bien más preciado que los chilenos habíamos recuperado en 1990.
Quizás, aunque las encuestas no necesariamente lo avalen, ese episodio de nuestra historia reciente haya servido para aquilatar mejor el valor incalculable de la democracia, que como dice una de nuestras canciones más tradicionales “no hay otra que se la iguale, aunque la busquen con vela”. Si así fuera, algo positivo habrá resultado del momento más delicado en mucho tiempo, cuando Chile estuvo al borde del precipicio. (El Líbero)
Claudio Hohmann