¿El fin de la vergüenza?

¿El fin de la vergüenza?

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«Los negocios son los negocios», suelen repetir quienes se dedican a ellos. «La política es la política», declaran los que se ocupan de esta actividad. «Los negocios son los negocios y la política es la política», con lo cual quieren decir que en ambas actividades todo está permitido desde un punto de vista ético. En otro campo muy distinto, recuerdo a un viejo preparador de finasangres de carrera que, interpelado por sus hijos luego de haberlos engañado respecto de las posibilidades con que uno de sus ejemplares participaría en una carrera (les había dicho que eran nulas y el caballo terminó ganando fácil y con un suculento dividendo), se limitó a encender un cigarrillo bajo la palmera en que era regañado por su descendencia y a expresar nada más que lo siguiente: «Así es la hípica».

Políticos y hombres de negocios admiten que sus respectivos oficios están regulados por el derecho y que, por tanto, deben someterse a la legislación vigente, la cual, sin embargo, querrían lo más laxa posible. Pero a unos y a otros les cuesta un poco más entender que sus actividades están regidas también por la ética, y es por eso que tratándose de esta última suelen mostrarse mucho más relajados, tanto que en ocasiones pueden decir flores como esta: «No he cometido delito alguno, cuando más alguna falta ética». A veces llegan incluso a declarar que los negocios y la política tienen su propia ética, lo cual equivale a sostener que no tienen ninguna o a creer que el éxito es el único criterio para juzgarlos. El éxito en la búsqueda de dinero, en un caso, y de poder, en el otro, o de ambos, visto el ya muy extendido contubernio entre uno y otro.

Es cierto que las cosas empiezan a cambiar y que probablemente ningún hombre de negocios ni político haría hoy planteamientos como esos, al menos no en público, puesto que en su fuero interno alguno podría seguir pensando que no hay límites éticos para los emprendimientos políticos o económicos. Ayuda a ese cambio que la sociedad chilena, gracias al trabajo de los medios y de distintos observatorios ciudadanos, esté hoy haciendo ver que en estos asuntos le interesa tanto el comportamiento legal como ético de los diferentes actores.

Con todo, a veces se elude la palabra «ética» y se la reemplaza por «buenas prácticas», de manera que cualquier falta moral, incluidas las más graves, puede ser presentada por los infractores como una simple «mala práctica». Y lo que podría haber tras la renuncia a la palabra «ética», al intento de eliminarla del diccionario y a reemplazarla por la más blanda expresión «buenas prácticas», es uno de los signos de nuestra época: sacar de circulación palabras que alguna vez fueron importantes, como una evidencia más de la pobreza en que hemos caído. Así ocurrió con el reemplazo de «igualdad» por «equidad», de «justicia» por «inclusión», de «personas» por «capital humano», de «trabajo» por «empleo» e incluso por «pega».

Está por jubilar también la palabra «vergüenza», y ese será el fin de la ética. Nadie quiere sentir culpa ni experimentar vergüenza, menos en público, pero de ahí a presentar las propias faltas como desprolijidades hay un mundo de diferencia. «Desprolijidades», por cierto, cuando se trata de faltas propias, pero de graves delitos en presencia de aquellas en que pudo incurrir el opositor político o la empresa de la competencia.

Ya está dicho: políticos y hombres de negocios, como hace ya rato pasó con otros colectivos -médicos, jueces, periodistas, abogados-, empiezan a entender que, además del marco legal de sus actividades, hay también uno de carácter ético. Un marco que nadie les dicta y que ellos mismos deben autoimponerse y autocontrolar con celo y de cara a un público al que de nada sirven los opacos y sigilosos tribunales de honor puertas adentro.

Es en la autocomposición de sus respectivas éticas y en el autocontrol de ellas donde políticos y hombres de negocios siguen estando en deuda con una sociedad que ha pagado altos costos por las acciones indebidas de unos y otros y que está ya cansada de que los infractores, salvo escasísimas excepciones, usen los medios de comunicación solo para practicar una descarada autoabsolución de sus conductas impropias.

 

El Mercurio/El Mercurio

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