Esta semana fue la semana del alcalde Carter. Logró que el Gobierno, el fiscal nacional y hasta el propio Presidente entraran en polémica con él, quedando a la cabeza de la lista de los sheriff del condado.
El Presidente Boric dijo “que no va a entrar en polémica con el alcalde”, sin darse cuenta de que en ese acto ya lo estaba haciendo. El fiscal nacional, por su parte, matizando sus dichos sobre un sumario, aseguró que no había dicho lo que sí había dicho.
Gracias a un subterfugio, Rodolfo Carter logró enormes puntos de rating en los matinales. Usando la Ley de Urbanismo y Construcciones, que le permite demoler las casas con ampliaciones ilegales, las emprendió con retroexcavadoras contra los antros, lo que en sí mismo da cuenta de lo absurdo del hecho. Por una parte, la norma sólo se la aplica a los supuestos narcos y no al que comete la ilegalidad urbanística. Pero, por otra parte, basta que el narcotraficante se instale en una casa con recepción municipal para que la “medida” ya no pueda llevarse a cabo.
Alguien podrá decir que a Al Capone lo agarraron por impuestos y que lo importante es el fondo más que el procedimiento. Y en la práctica es eso: lo de Carter causa gran apoyo por ser —al menos— una señal de estar haciendo algo, en una guerra que se pierde todos los días en todas partes.
Lamentablemente es una guerra que no se ganará nunca. Y cuya única solución es la legalización total de drogas duras y blandas. Que sean empresas con rut y página web quienes vendan, que paguen impuestos y que su “producto” sea certificado. En vez de las bandas de malhechores con cadenas de oro al cuello y lujosos autos deportivos…
Pero eso es otra historia. Se ha avanzado tímidamente con la marihuana y faltarán décadas para que la sociedad se dé cuenta que no hay forma de enfrentar las drogas por la vía armada.
Mientras tanto, el drama de la narcocultura, de niños soldados, de crímenes y corrupción pululan por todo el país, a la par de lo que sucede en el mundo. Clases en colegios y universidades suspendidas, esta misma semana, para no molestar a los asistentes del funeral del “Ñaju”. Y frente a todo eso, la desesperación de la gente. Desesperación que capta muy bien Carter, para posicionarse como un líder nacional y aspirar a ser el próximo presidente.
Paradójicamente Carter es una mezcla de Lavín con Bukele. De Lavín, porque sigue la lógica implementada del ex alcalde de hacer cosas efectistas que no sirven de nada, y de Bukele por ofrecer mesiánicamente y de manera personalista la solución a los males que le aquejan a la sociedad.
¿Se pueden despreciar políticamente ambas cosas? Desde luego que no. El cosismo de Lavin le permitió ser un actor relevante de la política chilena de los últimos 30 años y lo tuvo ad portas de ser presidente varias veces. El mesianismo de Bukele, por su parte, le ha permitido tener indudables logros en la lucha contra la delincuencia (reconocido hasta por sus más enconados rivales, como es el diario El Faro) y lo pone como un referente para el resto de los países de la región.
El drama es que el estilo Bukele conlleva el grave peligro de una deriva autoritaria del que no se pueda salir. Mal que mal, hace 2.500 años, Platón en La República ya describe el fenómeno. “Al principio, sonríe y saluda a todo el que encuentra a su paso”. Luego se transforma en el conductor de las guerras, pero el resultado —como nuestra la historia tantas veces— y como ya lo advierte Platón, suele terminar muy mal…
Es natural que Rodolfo Carter se instale en la primera línea de los próximos presidenciables. Mal que mal, más allá de las críticas a su accionar ha mostrado valentía. Y eso no es poco. Pero sin duda confiere a la centroderecha un gran riesgo al entusiasmarse por ese tipo de liderazgo, con evidentes rasgos populistas, con claros síntomas mesiánicos y con burdos recursos parafernálicos.
El problema es que, si la “política tradicional” no da respuestas adecuadas esto no terminará acá, tendremos —-parafraseando la frase del Che Guevara sobre Vietnam— dos, tres… muchos Carter, que cual flautista de Hamelin, ofrecerán llevarse las ratas del pueblo. (El Mercurio)
Francisco José Covarrubias