El fracaso

El fracaso

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El proceso constitucional que culmina, al menos formalmente, este domingo ¿debe ser juzgado como un éxito o como un fracaso? A primera vista ello depende del resultado y de las expectativas de cada uno, de si la suma final coincide con las propias preferencias.

Pero hay una forma de comprender esa pregunta que es menos trivial.

Porque ocurre que un proceso constitucional no consiste en dirimir quién está de este lado y quién está del otro, sino que tiene por objeto forjar una voluntad común, un compromiso compartido acerca de la fisonomía que ha de poseer la vida en común. Cuando las sociedades deciden emprender un proceso constitucional (porque ha habido una escisión o un conflicto que ha roto la voluntad de cooperación) lo hacen para recuperar lo que Cicerón describió tempranamente como concordia, a la que compara con un instrumento musical o un coro que —dice— logran “dar unidad y congruencia a distintas voces”. Una sociedad que experimenta la discordia emprende un proceso constitucional para remediarla, no para acrecentarla o dejarla pendiente.

Pero desgraciadamente esa dimensión, podemos llamarla terapéutica, que debiera poseer un proceso de esta índole, en este caso no parece haberse configurado.

Basta recordar la franja televisiva para advertir que en vez de esfuerzos de comprensión de lo que estaba en juego, lo que ha habido de lado y lado es una suma de exageraciones y falsificaciones que arriesgaron hacer de esa franja un mero pretexto para adornar la discordia —la que se suponía debía remediarse— con payasadas y mentiras arropadas en medias verdades de diversa índole.

El fenómeno parece darle la razón a Jon Elster, el famoso filósofo noruego que ha estudiado los aspectos sociológicos de las decisiones, cuando observa que la convocatoria para discutir nueva Constitución generalmente surge en circunstancias turbulentas, que tienden a fomentar la pasión en lugar de la razón. Así, concluye, la tarea solo se establece bajo condiciones que conspiran contra una buena solución. Y la experiencia chilena parece que le dará la razón, puesto que este proceso constitucional una vez que concluya formalmente este domingo no habrá alcanzado la concordia esperada.

Desde ese punto de vista será un fracaso.

La situación no es, por supuesto, inédita cuando se la compara con otras experiencias. La Carta del 25 que condujo el siglo XX chileno —un siglo desde luego abreviado por el Golpe— solo se asentó casi siete años después de que fue aprobada, y en tiempos menos turbulentos que los de hoy, cuando la democracia de masas comenzaba a expandirse en la sociedad chilena. Y es posible sostener que ello ocurrió cuando el problema subyacente —la incorporación del proletariado urbano y los grupos medios a la inicial modernidad— comenzó a resolverse. Lo que parece probar algo que solía decir Ortega y Gasett: el orden de las sociedades es algo que les viene desde dentro, no algo que se impone desde fuera, no es el resultado de un acuerdo en torno a las reglas, como si la sociedad fuera un negocio o un contrato, sino que las reglas comunes se alcanzan cuando se ha forjado una voluntad colectiva dispuesta a sostenerlas.

Y entonces quizá la tarea inmediata para los años que vienen consista en hacer un esfuerzo por forjar esa voluntad colectiva, esa voluntad de concordia que permita sostener el resultado de este domingo. Sí, es cierto. Sea cual fuere el porcentaje que alcance la opción ganadora, incluso si es poco, esa será la voluntad del pueblo. Pero esa voluntad formal para imperar requerirá de la lealtad de todos y del esfuerzo por, a partir de ella, erigir la concordia que hasta ahora no se ha alcanzado.

Es decir, de aquí en adelante se requerirá algo opuesto a lo que ha ocurrido este último tiempo.

Y es que al mirar hacia atrás y recordar todos los acontecimientos de los últimos años, es probable que muchos se sonrojen al recordar en cuánta exageración han incurrido, en cuantas tonterías propalaron de lado y lado, cuánto contribuyeron a envolver todo este tiempo en rencillas menores, en discusiones inconducentes, que ajizaron inútilmente cada punto de vista impidiendo se expresara con la sobriedad indispensable para hacerse entender. (El Mercurio)

Carlos Peña