En Chile todos hablan de democracia. Todos parecen querer abordar los asuntos en clave democrática. Todos se definen demócratas de hecho. Sin embargo, como paradoja, se ven crecientes lógicas intolerantes e inclusive agresivas en diversos espacios como las universidades, la televisión o las redes sociales. Este fenómeno parece ser mundial y muchos lo asocian con el llamado fin del poder, el auge de la demagogia y también con los llamados millennials, que son claramente una generación formada bajo una sociedad cada vez más opulenta. Pero en el caso chileno hay otro factor esencial para entender el fenómeno: el predominio de una cultura democrática notoriamente infantilizada.
Cuando a mediados de los años 90 la frase “no estar ni ahí” se volvió el discurso más transgresor del momento, era claro que se entraba en un período en que la política chilena se tornaba cada vez más trivial para los ciudadanos. Ante la mayor estabilidad política y el creciente bienestar material que se vivía en esos momentos, lo político perdió sentido en un mundo que parecía asumir en serio el fin de la historia. Para las personas ya no había grandes motivos de lucha política y la clase política abandonó la dimensión de la politicidad para centrarse esencialmente en hacer cosas. Así como ocurre con el agua que se tiene disponible con un fácil giro de grifería, la democracia se comenzó a percibir como algo permanente, inmutable. Bajo ese contexto, la clase política se conformó con mantener una institucionalidad democrática estable, sin ver la necesidad de promover una cultura democrática basada en el respeto y el pluralismo. Es decir, se preocuparon más de la pintura que de los cimientos de la casa.
Con los ni ahí convertidos en adultos con hijos, con cada vez mayor y diverso acceso a bienes y servicios, se produjo un cambio subterráneo en las nuevas generaciones. En el caso de Chile, es claro que las personas que tienen entre 20 y 35 años accedieron de manera creciente a más bienes y servicios que los nacidos antes de ese período. Su percepción de fácil acceso y elección es mucho mayor en todo sentido que la de cualquier persona que supera los 45 años. Los millennials chilenos no tuvieron que hacer trabajos a mano en base al Icarito: acceden a información académica de manera directa y gratuita ayudados por Google; pueden elegir la música, las películas y prácticamente todo lo que quieran gracias a YouTube, Spotify o Netflix. Además, tienen acceso a comunicación instantánea y en cualquier lugar a través de internet. A pesar de todo esto, son una generación carente de toda politicidad.
Contrario a lo que más de alguno pensará, las generaciones más jóvenes, que han marchado y que supuestamente son más activas políticamente, no entienden ni valoran el pluralismo democrático. Peor aún, son potencialmente fascistas, pues para ellos el pluralismo democrático solo es una cuestión instrumental. El mejor ejemplo de esto son los plebiscitos universitarios o escolares donde los mismos promotores de la elección, si pierden a través de los votos, invalidan el proceso y recurren al ejercicio explícito de la fuerza para imponer sus posturas. Como ocurrió tiempo atrás en una universidad en Concepción y en un colegio en Santiago.
Esta carencia de politicidad de las generaciones más jóvenes se expresa en un claro predominio del voluntarismo, que se traduce en la simple imposición de criterios sin mediar diálogo alguno sino por la fuerza. Es la lógica del señorito satisfecho. Quieren disfrutar de la abundancia, pero no quieren asumir ningún sacrificio, porque no conocen ni la angustia ni la responsabilidad, solo la simple demasía.
Jorge Gómez Arismendi, director de Investigación de FPP