Un par de días antes de que se cierre el proceso constituyente resulta un eufemismo sugerir que el Acuerdo Por la Paz Social (sic) y la Nueva Constitución de 2019 no envejeció bien. Los problemas del país siguen siendo los mismos que antes del estallido social. Varios de los problemas han empeorado. Los chilenos sufren de comprensible fatiga constitucional y la clase política aparece más deslegitimada que antes. Muchos de los artífices del acuerdo reconocen abiertamente que esa negociación entre gallos y medianoche fue producto de un chantaje y que, en resumidas cuentas, fue la forma de evitar un golpe de Estado que pretendían dar algunos líderes de izquierda. Por eso, cuando vayamos a votar el domingo 17 de diciembre, esta jornada electoral estará marcada por la amargura, decepción, engaño y rabia. El único consuelo es que, al menos, el país parece haber aprendido la lección para no volver a creer en esas soluciones de píldora mágica que prometen que lo que nunca funcionó en ningún país de América Latina sí va a funcionar en Chile.
Mucho se ha hablado de los errores que se cometieron durante este insensato e impúdico proceso constituyente. Los excesos, los abusos, la poca disposición a construir acuerdos amplios y la sed de venganza –que se jodan– que se apoderó de los principales actores en esta montaña rusa de emociones y agrias sorpresas que vivimos durante estos cuatro años, sacaron a relucir lo peor y lo más bajo de nuestra sociedad. El engaño, la mentira, la rabia, la polarización y las ansias de revancha se apoderaron de los espíritus de aquellos que estaban llamados a diseñar las reglas para una democracia que funcionara mejor, que fuera más inclusiva y que brindara oportunidades para todos.
Pudiendo haber sido un proceso ejemplar que demostrara la voluntad y el compromiso democrático de los chilenos, nuestro proceso constituyente terminó siendo un triste ejemplo de lo que no hay que hacer cuando un país decide entrar por el peligroso camino de redactar una nueva Constitución.
Las responsabilidades son compartidas. Pero no podemos olvidar el pecado original que gatilló este proceso. Sintiéndose acorralado por un estallido social alimentado por una izquierda irresponsable y golpista -para usar el término que, hace unos meses, finalmente se atrevió a emplear el ex Presidente Sebastián Piñera– el gobierno democráticamente electo optó por renunciar a su obligación de defender la Constitución. Piñera solemnemente juró hacerlo el 11 de marzo de 2018. Pero 20 meses después, buscando evitar ser removido del poder, aceptó iniciar un proceso constituyente.
Para decirlo de forma directa y simple, el proceso constituyente se inició porque la izquierda fue golpista y porque el gobierno de Piñera y la derecha fueron cobardes y prefirieron entregar la Constitución que cumplir su solemne juramento.
Mucho se ha hablado de que el gobierno buscó evitar un baño de sangre, que las Fuerzas Armadas no estaban dispuestas a salir a la calle para imponer el orden, y que la izquierda se embriagó y enloqueció -o simplemente dejó ver su verdadera falta de vocación democrática y su poco respeto por la ley y el orden. La opinión pública, los medios y muchos líderes de opinión también pecaron de ingenuos o mal intencionados. Todos esos factores influyeron, sin duda. Pero lo cierto es que el país voluntariamente entró en un túnel oscuro de incertidumbre constitucional y ansías refundacionales. Hoy, cuatro años después, vamos a votar esperando finalmente poder ver la luz al final del túnel.
Tal vez la única esperanza a la que nos podemos aferrar es que hay una lección a aprender. Para poder avanzar en la dirección correcta, los países deben construir acuerdos, deben hacer reformas graduales y pragmáticas, responsables e inclusivas. No podemos perder el norte del crecimiento y del desarrollo y no podemos dejarnos llevar por cantos de sirenas refundacionales y obsesiones enfermizas latinoamericanas por iniciar procesos constitucionales que son promovidos como píldoras mágicas o milagrosos bautismos para alcanzar la tierra prometida.
Este domingo 17 de diciembre, los chilenos iremos a las urnas sin alegría ni orgullo. Mientras algunos votarán para “que se jodan” esos irresponsables que mañosamente iniciaron el proceso constituyente con la amenaza de que era la única forma de terminar con la violencia que se había instalado en el país, otros irán a votar para evitar que el péndulo de la historia se corra demasiado a la derecha (después de que ellos mismos no hicieron nada para evitar que éste se cargara demasiado a la izquierda).
Un país fatigado por un proceso constituyente demasiado largo, improductivo y profundamente divisivo irá a las urnas sin alegría, con pocas esperanzas y con mucha frustración. Si muchas veces se habla de una votación como la fiesta de la democracia, este domingo asistiremos sin muchas ganas al funeral de un proceso constituyente que empezó mal y terminó mucho peor. (El Líbero)
Patricio Navia