No es moda hablar, siquiera pensar, sobre civismo, que el diccionario de la RAE define en dos acepciones. Primero, como celo por las instituciones e intereses de la patria; en seguida, como comportamiento respetuoso del ciudadano con las normas de convivencia pública.
Más bien, resulta anacrónico invocar este lenguaje, por ejemplo, de virtudes republicanas, frente al peso arrollador que ha adquirido el lenguaje de los derechos. La democracia misma parece identificarse únicamente con los deseos y reivindicaciones de las masas y con la opinión pública encuestada, en desmedro de los aspectos de responsabilidad individual y de deliberación racional.
Las instituciones —mil veces invocadas por el discurso de todas las fuerzas políticas, con independencia de sus ideologías— son despreciadas en la práctica; abusadas, empleadas como coartadas y sujetas a los cambiantes humores de la mayoría. Los intereses de la patria se invocan exclusivamente a propósito de conflictos fronterizos o juicios en La Haya, mientras que cotidianamente prevalece la realidad de los intereses de individuos, grupos, partidos, gremios, corporaciones y sectas.
El umbral mínimo de civilidad, consistente en el “comportamiento respetuoso del ciudadano con las normas de convivencia pública”, es atropellado por todas partes: en el lenguaje utilizado en las redes sociales y la TV, que bascula entre el insulto y la necedad; en la inobservancia de las reglas básicas de cortesía; en la manera de conducir y de conducirse; en el trato que el funcionario otorga al ciudadano, el empresario al consumidor y el tuitero a su audiencia.
Faltas a la regla de una elemental civilidad han sido observadas, y denunciadas, en estadios, el transporte público, las clínicas, algunos eventos masivos, en el marco de relaciones de autoridad, en las aulas universitarias, en restaurantes y en las calles. Símbolos manifiestos son las personas comunicándose en alta voz dentro de lugares cerrados, los ciclistas circulando por las veredas, la basura al costado de las carreteras y en las playas, el bullying de personas pertenecientes a diversas minorías.
La esfera de la política, espacio clave de convivencia pública, es la que mayormente sufre con la incivilidad, el deterioro de las instituciones y los comportamientos no-respetuosos, sea en el discurso o las prácticas ciudadanas.
Últimamente observamos, y no sólo en Chile, un deterioro de esta dimensión cultural de la política.
A nivel internacional se constata un trato degradante de los inmigrantes, la difusión de lenguajes hostiles contrarios a las formas urbanas (muchas veces calificadas de burguesas), el creciente chovinismo, las reacciones anti-intelectuales, la celebración de un verdadero culto a los no educados de la sociedad (Trump inauguró esta onda) y la exaltación, en general, de conductas que se alejan de lo normal, lo establecido, lo sensato, lo razonable o lo formal.
Por doquier aparecen partidos políticos anti-sistema, jactándose de tener posiciones iliberales y de despreciar la democracia (formal), prometiendo nuevos cielos y nuevas tierras a los desheredados de la riqueza y la religión.
En paralelo a la esfera pública deliberativa se construye un universo de comunicación “alter”, donde circulan falsas noticias, falsos profetas, políticos ilusionistas, magos de la contorsión demagógica, teóricos de la conspiración y oscuras consignas e incitaciones que explotan la ignorancia y las pasiones de los demás.
En nuestro propio entorno no faltan ejemplos de abandono del civismo político-institucional. Se aplaude la diversidad en un amplio rango de conductas —desde lo estético a lo sexual—, pero se tolera mal, pésimo a veces, la diversidad ideológico-política.
Cada cual anda tras un monopolio de lo políticamente correcto, con la intención de excluir al que discrepa o levanta alternativas incorrectas.
Se exalta proceder a palos contra quien aparece como reaccionario, incluso si pretende hablar en sede universitaria, y se prende fuego a su efigie en una macabra “quema de Judas” en un centro cultural (sic) de Playa Ancha.
Un diputado asume su cargo de alta representación disfrazado de extraterrestre y es aplaudido por su osadía o su simpatía y, ¡por qué no!, por su parodia de las instituciones, su ánimo rupturista y su deconstrucción de los símbolos de la república y la tradición.
Más de alguien se preguntará, ¿y a qué viene todo éste sermón, descalificándolo de paso por conservador además de anacrónico, tradicionalista, decimonono y desapegado de las corrientes posmodernas y críticas que hoy entregan la pauta del discurso correcto a seguir?
Mi respuesta es simple y directa: porque el incivismo, la falta de celo y cuidado por las instituciones y sus símbolos, el reducir los intereses de la patria a un mero rito nacionalista, y los comportamientos irrespetuoso de los ciudadanos con las normas de convivencia pública, son un caldo de cultivo de la anti-democracia, del anti-intelectualismo, del anti-pluralismo y de la anti-diversidad. Son un alimento de los humores autoritarios que se mueven en el trasfondo de todas las sociedades, dando lugar a expresiones fascistoides de derecha o izquierda, da igual. Ambos prenden hogueras, gritan consignas contra las formas democráticas y desprecian la política, los mecanismos parlamentarios, las maneras urbanas y las virtudes de la civilidad.
Al contrario, el civismo, que conlleva la preocupación por el interés de la patria, se mueve por motivos muy diferentes. No es la voluntad de inmolarse por la patria, señala el filósofo político Maurizio Viroli, sino que “para algunos la principal motivación de su compromiso procede de un sentido moral, y más en concreto de la indignación contra las prevaricaciones, discriminaciones, corrupción, arrogancia y vulgaridad. En otros predomina un deseo estético de decencia y decoro; aún otros se mueven por intereses legítimos: desean calles seguras, parques agradables, plazas bien mantenidas, monumentos respetados, escuelas serias y hospitales de calidad. Algunos se comprometen porque quieren ser valorados y aspiran a recibir honores, sentarse en la mesa de la presidencia, hablar en público y colocarse en primera fila en las ceremonias. En muchos casos los motivos actúan juntos, reforzándose unos a otros”.
Y concluye luego: “Este tipo de virtud cívica no es imposible, y todos podemos citar los nombres de personas que responden a esta descripción del ciudadano […]: cumplen con sus deberes cívicos, pero no son dóciles; son capaces de movilizarse con el fin de impedir que se apruebe una ley injusta o presionar a los gobernantes para que afronten los problemas de interés común; participan en asociaciones de distinta clase (profesionales, deportivas, culturales, políticas y religiosas); siguen los acontecimientos de la política nacional e internacional; quieren comprender y no ser guiados o adoctrinados, y desean conocer y discutir la historia de la república, así como reflexionar sobre la memoria histórica”.
Pertenezco a una generación que aceptó la decadencia de la civilidad democrática en nombre de un ethos revolucionario, que aspiraba a superar la democracia formal. La experiencia desembocó en dictadura y completa ausencia de civilidad. No hay que olvidarlo. (El Líbero)
José Joaquín Brunner