El caso Ossandón expone a la derecha a una crítica obvia: ¿cómo podría gobernar un país si parece incapaz de hacerlo consigo misma? ¿Cómo podría enderezar las fuerzas de la ciudadanía hacia el logro de un objetivo compartido si parece incapaz de siquiera reunir los votos de los suyos en torno a un solo candidato?
La palabra gobernar viene del latín gubernare y significa originariamente conducir una nave o cualquier otra cosa con vistas a un puerto o término. En términos clásicos, es gobernante el capitán del barco, el padre de familia, el profesor en la sala de clases, etcétera. En otros términos, la palabra “gobierno” tiene el significado de conducirse a sí mismo o a otros a un cierto destino.
En la literatura más general (por ejemplo, en la obra de A. Gehlen o en la de P. Sloterdijk), someterse a un gobierno por parte de sí mismo o por parte de otro es lo más propio de la condición humana. El primero de esos autores (Gehlen) observa que el ser humano es un sujeto dispendioso, abundante en impulsos de varias direcciones (llama a todo eso superávit pulsional), de manera que para sobrevivir necesita disciplinarse, ordenar sus impulsos y contener sus deseos en pos del objetivo que le parece valioso. Sin gobierno alguno, sin reglas o lo que es lo mismo, sin nadie que las haga valer, los seres humanos retornan por momentos a su condición más bien animal y se ven desbordados por las emociones y sus propios impulsos. De ahí entonces que el gobierno —o lo que es lo mismo, la capacidad de imponer reglas objetivas sobre la acción humana, abandonando el oportunismo o la subjetividad— es uno de los aspectos clave de la vida humana, sin el cual no hay ni bienestar ni derecho alguno.
Por eso a la hora de la política, mostrar la capacidad de gobernar o de conducir es incluso más importante que la capacidad técnica para diseñar políticas públicas. Las políticas públicas se hacen nada cuando no están acompañadas de un gobierno, es decir, de la capacidad de orientar las expectativas y domeñar la subjetividad propia y de los otros. La virtud del político es la capacidad de conducirse a sí mismo y conducir a los demás. Por eso en el derecho romano, solo el sui juris (el dueño de sí mismo, quien era capaz de conducirse) podía conducir a otros, ser pater familia o tener un lugar en la estructura política.
En las sociedades modernas todos los ciudadanos adultos son sui juris; pero esa competencia que es reconocida a todos es puramente formal, puesto que cuando se mira de cerca no todos son capaces de domeñar su apetito de poder, o de nombradía, o de popularidad y de conducir esos impulsos a un bien mayor, y en vez de eso, la mayoría suele dejarse llevar por el impulso de la revancha o el anhelo de triunfo, aun sea transitorio, abandonando todo lo demás. Este tipo de personas, que las hay en todos lados, no debieran dedicarse a la política porque en la medida que son incapaces de gobernarse a sí mismos, es obvio que serán también incapaces de gobernar a los otros. Este tipo de personas es lo que se ha dado en llamar díscolos, es decir, persona de trato difícil.
Los díscolos no son, como a veces se cree, simplemente personas rebeldes y autónomas que, al obedecer solo a sus propios anhelos, en vez de subordinarlos a objetivos, acaban estando atrapados por sí mismos.
Y, aunque no suela reconocerse, los díscolos no son un producto idiosincrásico, un resultado de la pura individualidad, sino que suelen ser el fruto de una cultura partidaria, de un individualismo mal entendido que se rutiniza y se transmite. Y este parece ser uno (solo uno, claro está, puesto que hay otros) de los problemas centrales de la derecha, que muestra particulares dificultades a la hora de constituir partidos que seleccionen y profesionalicen liderazgos y casi siempre acaba cediendo a la fuerza del dinero o al hallazgo de lo que cree es una personalidad.
Por eso el incidente en la elección del Senado muestra defectos no solo en el senador Ossandón, un díscolo por excelencia, o en el senador Kast, quien incurre en la tontería de creer que conducir una comisión equivale a reprender a quienes intervienen en ella, sino sobre todo en las fuerzas políticas de la derecha, que al alentar ese tipo de personalidades, y como lo mostró la elección en el Senado, ofrecen un flanco a la crítica que, pese a quien pese, es tan obvia como certera: parecen incapaces de gobernarse a sí mismas y sin embargo pretenden gobernar a otros.(El Mercurio)
Carlos Peña