El Kirchnerato no acaba, se desmorona. El largo mandato de los esposos Kirchner comenzó el 25 de mayo de 2003 cuando Néstor, fundador de la fórmula, asumía la presidencia de Argentina, y terminará, o hará una pausa, cuando su viuda, Cristina Fernández, se ausente de la Casa Rosada. Hasta hace poco parecía verosímil la estrategia de la señora presidenta de amueblar el fin del reinado para que su sucesor fuera peronista, aunque no necesariamente de su preferencia, y así mantener las posibilidades de un segundo episodio dinástico, como sería su regreso en 2019. La Constitución no permite tres presidencias consecutivas.
Y la catástrofe se llama Alberto Nisman, fiscal, cuyo cadáver fue hallado en su casa con un tiro en la cabeza el pasado 18 de enero, víspera de su comparecencia ante el Congreso para fundamentar su denuncia contra Fernández por encubrimiento del atentado que sufrió la asociación israelita AMIA en 1994, donde hubo 85 muertos. Nisman llevaba dos años y 290 folios de investigación, y había concluido que existió un acuerdo de “impunidad” con Irán, a cuyos agentes se acusaba de la masacre, que garantizaba a Buenos Aires el suministro de crudo y, encima, le colocaba a Teherán sus cereales.
La presidenta se encuentra estos días visiblemente descompuesta. Primero se negó a creer que el fiscal se hubiera suicidado, y veía en el crimen una maniobra contra su persona, mientras el Gobierno se aferraba a la muerte autoinfligida como a un clavo, sin duda, ardiendo. Por la mente de la viuda podía pasar el recuerdo del calamitoso fin de mandato del radical Raúl Alfonsín en 1989, y de su sucesor Fernando de la Rúa, que ni siquiera pudo acabar, en 2001; y hasta en el propio peronismo hay recuerdos aciagos, como el del general Perón depuesto por los militares en 1955; el de su viuda Isabelita igualmente defenestrada en 1976, y el desairado mutis por el foro de Carlos Menem, peronismo neoliberal, en 2003, que dio paso, sin embargo, al triunfo de Néstor Kirchner, de nuevo peronismo social justicialista.
El pánico tiene fecha de caducidad, o peor, de deflagración: las primarias obligatorias para todos los partidos de agosto, y las elecciones del 25 de octubre, en las que se juegan la presidencia, legisladores y cargos provinciales, porque cuanto más dure la crisis, mayor debería ser el daño al oficialismo. Y parece que Cristina Fernández tendrá que hacer de tripas corazón apoyando a Daniel Scioli, gobernador de la provincia de Buenos Aires, a quien no quiere y quien no le quiere, pero que impediría que ganara Massa, peronismo escisionista, eventualidad quizá aún más grave que la victoria de la oposición. La suma de votos arrojará verosímilmente una mayoría para los peronismos, en confuso montón, y si añadiéramos los de quienes algún día lo fueron, la ventaja ya sería abrumadora, porque el aparente ADN nacional casi exige haber pasado por el movimiento que fundó Juan Domingo Perón.
Lo peor probablemente sería que nunca se supiera qué pasó en el apartamento de Alberto Nisman: ¿suicidio?; ¿asesinato perpetrado por agentes iraníes?; ¿cometido por quienes querían quitarle un problema a la última representante del Kirchnerato? Pero siempre la demolición de una presidencia. (El País-El Mostrador)