El legado de un caudillo

El legado de un caudillo

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“La oposición no volverá al poder, ni por las buenas ni por las malas”

Hugo Chávez.

A 10 años de su muerte y escrito en modo wikipedia, Hugo Chávez Frías fue un militar venezolano devoto de Fidel Castro, que se inició en política como golpista (1992) y murió como presidente constitucional (2003) tras 14 años de poder total.

Como síntesis luce aceptable, pero omite un dato fundamental: a diferencia de Castro, un abogado militarizado, él fue un militar politizado. Su formación castrense lo alejó de silogismos ideológicos, lo dotó con una gran capacidad de simulación táctica, le permitió forjar un núcleo duro de seguidores civiles y militares y le facilitó reconocer los cambios en cualquier correlación de fuerzas.

Tal equipamiento y los efectos de su fallido golpe de Estado 1992, le permitieron dimensionar la escasa representatividad de los partidos políticos venezolanos y, por añadidura, el debilitamiento profundo de la democracia. Desde esa percepción fue puliendo una estrategia de aproximación indirecta al poder, sin compromiso con los partidos y sin ruptura inicial de la institucionalidad.

Haciéndolo, no sólo despistó a los políticos de izquierdas y derechas, que lo veían como una caricatura del líder cubano. También descolocó a los nostálgicos de la guerrilla castroguevarista, que seguían buscando el atajo de los fusiles para hacer la revolución continental. Ignoraban que, entrevistado por  Newsweek, en 1984, Castro había confesado que su estrategia de la revolución armada, continental y socialista no obedeció a supuestas leyes generales de la revolución,  sino a «un acto de legítima defensa». Vale la pena transcribir el párrafo pertinente:

«Ni siquiera oculto el hecho de que, cuando un grupo de países latinoamericanos, bajo la guía e inspiración de Washington no sólo trató de aislar a Cuba políticamente, sino que la bloqueó económicamente y patrocinó acciones contrarrevolucionarias, nosotros respondimos, en un acto de legítima defensa, ayudando a todos aquellos que, durante aquellos años, querían combatir contra tales gobiernos».

Neoconstitucionalismo antisistémico

El tema es fascinante porque Castro sí supo reconocer las posibilidades de Chávez y porque éste, sin perjuicio de su fascinación por “el líder máximo”, osó contradecirlo con tres planteamientos que los ultracastristas creían heréticos: Uno, que los “focos guerrilleros” de los años 60-70 nunca tuvieron futuro fuera de Cuba, pues los pueblos abominaban de los políticos, pero también de los balazos.  Otro, que la caída de Salvador Allende, en 1973, no clausuraba la posibilidad de que un revolucionario ganara elecciones competitivas. Tercero, que el desprestigio de los políticos venezolanos lo había convertido de golpista convicto en líder popular, capaz de ganar una elección presidencial.

Por lo  dicho, el objetivo prioritario de Chávez, tras su victoria electoral de 1998, no fue desgastarse en una lucha por ampliar su base electoral.  Sabía lo pantanosa que era la querella de las izquierdas ideológicas. Lo suyo fue aplicarse ¡rápido! a cambiar las reglas del juego político, para asumir sine die un poder carismático y vertical. Lo demostró sin tapujos en febrero de 1999, cuando juró su alto cargo “ante esta moribunda Constitución”.

Tan mal estaban los políticos venezolanos, que el resultado fue milagroso. En el cortísimo plazo, un 92% de los electores aprobó su convocatoria a una Asamblea Constituyente, un 95% de los elegidos fueron partidarios suyos y, en diciembre, fue aprobada una Constitución “bolivariana” (refundacional) con el 72% de los votos. Lo más notable es que ni siquiera entonces se declaró marxista-leninista, como Castro. A sabiendas de que ello violentaría a los militares institucionalistas, optó por definirse heredero casi genético de Simón Bolívar y “socialista del siglo XXI”… que hasta hoy nadie sabe en qué consiste.

Fue así como de presidente se convirtió en caudillo.

Éxito empírico

La ventaja comparativa de Chávez estuvo en la fascinación de los medios ante su histrionismo -entre intimidante, cómico y vulgar-, la subestimación de quienes seguían creyendo en “el fin de la historia” y la fuerza de convicción de sus petródólares.

En esas circunstancias fue forjando una lealtad militar personalizada, que le permitió abominar del “modelo político nefasto de los últimos 40 años”, homologar las dictaduras con “la maloliente democracia” y provocar a los Estados Unidos hasta un límite manejable. Entretanto, subvencionaba económicamente a Cuba y, sin querer queriendo, desplazaba a Castro como líder revolucionario regional.

Para ese efecto, su prédica extramuros siguió el padrón de su experiencia venezolana: los líderes antisistémicos de la región debían liberarse de los políticos obsoletos, asumir que la democracia liberal ya no servía y elegir representantes capaces de ambientar una asamblea constituyente popular y revolucionaria. En sus palabras, ésta sería “el disparador del proceso de transición”.

Ante el estupor de los políticos sistémicos, con esa estrategia de aspecto simplista Chávez sepultó la ilusión de los extremistas kamikazes y la reemplazó con la Alianza Bolivariana para los Pueblos de América (ALBA), integrada por jefes de Estado que reconocían su liderazgo. Conquistó, así, una capacidad de injerencia en la región muy superior a la que antes tuvo su Castro, su mentor.

Intervencionismo regional

En su intervencionismo Chávez no sólo combatió contra “el imperio” y los “neocolonizados”. Además se mofó de los “boliburgueses” (revolucionarios retóricos) y se enfrentó -no muy diplomáticamente- con los jefes de Estado y candidatos presidenciales de las izquierdas democráticas.

Entre otros ejemplos, paradigmático fue su pugilato verbal con Alan García, a la sazón candidato: “si por obra del demonio llega a ser presidente de Perú, voy a retirar a mi embajador, porque no vamos a tener relaciones con este ladrón”. El agredido, que tampoco era tímido, replicó que Chávez “es un advenedizo con dinero que se metió por la ventana a la política con un golpe de Estado”. Agregó que le pegaba a su exesposa.

Luego vinieron sus encontronazos con el presidente peruano Valentín Paniagua, quien sospechaba de su protección a Vladimiro Montesinos y con nuestro presidente Ricardo Lagos, quien resentía su intrusión a favor de Evo Morales en el conflicto marítimo con Bolivia.  En 2002 Lagos le correspondió absteniéndose de condenar el frustrado golpe de Estado que propinaron a Chávez sus enemigos, encabezados por el civil Pedro Carmona. Pero el venezolano contraatacó ipso facto. Tras acusar al chileno de haber apoyado ese golpe, dio un nuevo espaldarazo a Morales, expresando su deseo de bañarse “en una playa boliviana”.

Balance ominoso

La cabalística constituyente revolucionaria de Chávez pudo aplicarse en Ecuador, durante el gobierno de Rafael Correa y en Bolivia, cuando gobernaba Morales, pero fracasó rotundamente en Chile durante la actual presidencia de Gabriel Boric (historia fresca que, también compromete a Morales y que he procesado en otros textos). Ahora trata de imponerse en Perú, aunque no desde la Presidencia de Dina Boluarte, sino desde la violencia, con apoyo intervencionista de ¡el mismo Morales! y de los presidentes AMLO (México), Gustavo Petro (Colombia) y Luis Arce (Bolivia).

Por lo dicho, el expresidente boliviano está acusado en el Perú de inducción al secesionismo, con base en Puno y las autoridades le han prohibido la entrada al país. Quizás esto explique el que hoy se esté asumiendo como sucesor de Chávez por default, ante la catastrófica gestión del sucesor oficial, el dictador Nicolás Maduro. Paradójico, pues el objetivo estratégico de Morales no es el socialismo chavista del siglo XXI, sino una salida soberana al mar a expensas de Chile y el Perú.

Como secuela de la injerencia iniciada por Castro, implementada por Chávez, actualizada por Morales y potenciada por millones de inmigrantes venezolanos, aumenta la porosidad en las fronteras y se activa la vigilancia y la acción de las fuerzas militares y policiales concernidas. En paralelo, agoniza la Alianza del Pacífico, uno de los pocos instrumentos exitosos de integración subregional.

Concluyendo, el caudillo Chávez hoy es un irrepetible personaje de la Historia, pero ni siquiera los miembros del Foro de Sao Paulo y del Grupo de Puebla podrían jurar que dejó un legado de desarrollo para Venezuela y de paz para la región. (El Líbero)

José Rodríguez Elizondo