No hizo retroceder a la derecha. Pero sí empequeñeció a la izquierda socialdemócrata en favor de lo que podría llamarse una izquierda a secas, una izquierda con tinte generacional y sentido de misión.
Lo sorpresivo deriva del hecho de que ese resultado es inconsistente con el que habían previsto las encuestas; pero sobre todo con las indudables transformaciones que ha experimentado la sociedad chilena. Si, como todos los datos lo indican, los nuevos grupos medios deben su bienestar material al rápido proceso de modernización y si, como diversos estudios (v.gr. la encuesta Bicentenario de la PUC) lo muestran, poseen un alto nivel de satisfacción con sus vidas, ¿por qué entonces prestaron su apoyo al Frente Amplio, el más crítico de todos a la hora de evaluar las tres últimas décadas del Chile contemporáneo?
De esas dos inconsistencias, la que se produce con las encuestas es relativamente fácil de explicar (la espiral de silencio, la alta abstención, la dificultad para predecir la preferencia del votante probable, la subrepresentación de los jóvenes, etcétera, son algunas de las explicaciones disponibles). La que en cambio se produce entre las transformaciones de la sociedad chilena y la adhesión a esa fuerza política crítica de esas mismas transformaciones, es una incógnita que es necesario develar siquiera mediante una conjetura. Para plantear el problema en términos sencillos: ¿Por qué los votantes de La Florida, Maipú y Puente Alto (los nuevos grupos medios que más cambios han experimentado en su trayectoria vital) apoyaron a Beatriz Sánchez?
¿Es posible formular una explicación?
Desde luego, el camino más fácil es abandonar la descripción de las transformaciones de la sociedad chilena (la modernización capitalista) sosteniendo que el resultado de las elecciones la refuta o la falsea. Las elecciones, podría decirse, mostraron que la sociedad chilena ha cambiado poco o nada desde el punto de vista cultural o, incluso, que se ha modificado pero en un sentido opuesto a aquel que la modernización habría hecho predecir. La cultura habría experimentado una formación reactiva frente a esas transformaciones: en vez de adherir a ellas las rechazaría. Pero esta explicación tan sencilla no se sostiene en otros múltiples antecedentes como la expansión del consumo, la prosecución de bienes estatutarios, la alta individuación o el ideal meritocrático que ha permeado especialmente a los jóvenes, todos indicativos de un cambio cultural consistente con los cambios en las condiciones materiales de la existencia. Tampoco es consistente con el apoyo que obtuvo en esos sectores Manuel José Ossandón en las primarias o Chile Vamos en las parlamentarias.
Quizá la pista para resolver este misterio se encuentre en la respuesta a la siguiente pregunta puramente ejemplar: ¿Qué tienen en común Beatriz Sánchez con Manuel José Ossandón o con los candidatos de Chile Vamos, para que los grupos medios confiaran a parejas en ellos?
La respuesta a esa pregunta -que será clave para lo que ocurrirá en la segunda vuelta- se encuentra en la índole ambivalente de los procesos de modernización que la literatura casi unánimemente subraya.
Y vale la pena adelantarla: lo que tienen en común es una cierta actitud de acogida del malestar que la modernización lleva consigo. Un actitud hacendal en el caso de Ossandón; más horizontal y empática en el caso de Sánchez.
Los procesos de modernización (enseña una larga literatura que principia con Tönnies, sigue con Durkheim y culmina en autores como Luhmann o Baumann bajo otros respectos tan distintos) son un proceso de emancipación y de individualidad; pero a la vez de desarraigo. De incremento del bienestar material (algo indudable en el caso del proceso chileno), pero también de temor cuando se las contrasta con las carencias que la memoria oculta. De contento con la propia vida; pero también de desasosiego. El cambio en las condiciones materiales de la existencia se vive como bienestar, pero siempre la acompaña el miedo de quedar de un día para otro a la intemperie.
En una frase, la modernización siempre está acompañada de una estela de malestar que en Chile, y en especial en los grupos medios, toma la forma de agobio: ese incesante braceo cotidiano para mantenerse a flote. Este es el hecho fundamental.
Y en la capacidad de acoger ese malestar se encuentra una de las claves de la política inmediata.
No se trata de una cuestión intelectual o conceptual, sino de la capacidad de la política para recoger o reconocer esa estela de malestar, ese residuo de desasosiego que la mejora material inevitablemente deja a su paso (por el temor que la memoria alimenta, por el miedo a los infortunios del futuro, por la necesidad de sostener el esfuerzo sin descanso). Por supuesto, la comprensión del problema es intelectual (equivale a lo que lo que Wittgenstein llamaría un punto de vista externo a la práctica social); pero la tarea de brindar reconocimiento a ese agobio no es intelectual, es política, exige las artes misteriosas de la empatía, de la comprensión que exige el saber colocarse en el lugar del otro hasta captar, siquiera intuitivamente, las coordenadas de significado que lo configuran (en otras palabras, adoptar siquiera simbólicamente un punto de vista interno).
Y quizá ahí esté la clave del resultado que obtuvo el Frente Amplio y el retroceso no de la derecha, atención, sino de la izquierda de tinte socialdemócrata: la capacidad de Beatriz Sánchez para acoger, con las artes mudas de la empatía y el discurso más o menos genérico, ese desasosiego. Quizá lo que para una política ilustrada era una deficiencia de Beatriz Sánchez (su discurso genérico, su parquedad ideológica, a veces su vaguedad) resultó una virtud en la competencia. La mudez acogedora en la política, como en el psicoanálisis, a veces favorece la transferencia.
¿Por qué la derecha si no retrocedió tampoco creció, pudiendo hacerlo a la luz de la transformación que Chile experimentó? El factor humano lo explica. Piñera es un candidato demasiado centrado en sí mismo, que al repetir su oferta de eficiencia olvida esa dimensión subjetiva del malestar que se cura no con números, sino acogiendo esa subjetividad.
Por supuesto, siempre es posible (es la tentación del Frente Amplio, ensoberbecido por los recientes resultados) argüir que la votación que obtuvieron es una adhesión ideológica al diagnóstico que ellos formulan y al proyecto estratégico que impulsan. Pero a poco andar esa afirmación no se sostiene. Dejando de lado el hecho de que las adhesiones de esa índole no se acreditan con un solo resultado y suelen ser de los cuadros más que de los votantes, es cosa de mirar a sus líderes más talentosos. ¿En qué sentido hay un proyecto, o siquiera un diagnóstico común al que se pudiera adherir, entre un liberal como Mirosevic, un partidario de la democracia radical como G. Boric y una izquierda con acento tecnocrático como G. Jackson? Lo que hay de común entre ellos es una misma sensibilidad generacional, un cierto sentido de justicia y de misión, una marca de izquierda, pero no exactamente ideas coincidentes respecto de cómo configurar la vida en común.
Tal vez, la gran virtud del Frente Amplio (no la única, pero sí la principal) haya sido su capacidad para detectar la energía electoral que portaba esa estela de desasosiego, identificar una personalidad capaz de comprenderla intuitivamente y, situado detrás de ella, hacer aparecer como estratégicamente homogénea una coalición que, no vale la pena engañarse, es muy diversa.
Por supuesto, la política se hace con esos recursos que no siempre calzan del todo entre sí (y porque los tiene el Frente Amplio le fue bien); pero el éxito de largo plazo exige una racionalización mayor de esos materiales que están todavía en bruto.
Por ahora -hay que reconocerlo-, quizá el mayor error se cometió no con el Frente Amplio, sino al subestimar las virtudes de Beatriz Sánchez para ser candidata y entrar a la arena de la gran política en estos tiempos ligeros donde todo, salvo el misterio de la subjetividad, entregada al torrente de los cambios, parece tan móvil. (El Mercurio)