El misterio y el desafío del centro

El misterio y el desafío del centro

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Esta semana se ha discutido (especialmente en la izquierda) si vale la pena o no aliarse con fuerzas de centro.

El debate trae a la memoria una de las lecciones del siglo XX chileno.

Quizá la más importante es la que sugirió Arturo Valenzuela. Valenzuela sostuvo que la estabilidad del sistema político chileno en las cuatro décadas de vigencia de la Constitución del 25 se debió, en buena medida, a la existencia de un centro político que arbitraba los conflictos y que gobernó a veces aliado con la derecha y otras con la izquierda. En el lapso que se ha llamado Estado de compromiso (entre el 32 y el 73), solo una vez gobernó la derecha (con Jorge Alessandri) y solo una vez la izquierda (con Salvador Allende). La democracia comenzó a crujir cuando el centro se despobló, especialmente cuando la Democracia Cristiana se tomó demasiado en serio eso de la nueva cristiandad y el camino propio. Y no es que en esa época existiera una clase media que sirviera de mediador de los intereses del proletariado o de la burguesía o los grupos atados a la posesión de la tierra. Había, sin embargo, una élite política que era capaz de mediar entre los intereses en juego y componer pragmáticamente sus alianzas.

¿Hay alguna lección que obtener de esos años?

La situación es, por supuesto, hoy día muy distinta. Hay una base social con amplios grupos medios (no clase media en el sentido técnico, sino grupos que gracias a la expansión del consumo no tienen lo que antes se llamaba conciencia de clase) y, sin embargo, no existe una fuerza política capaz de conferir sentido a sus expectativas y en torno a ellas arbitrar los conflictos sociales. Es verdad que han surgido iniciativas que quieren ser de centro (Amarillos, Demócratas) pero su discurso y puntos de vista están todavía muy atados a la cuestión constitucional, parecen formaciones reactivas frente a los excesos en que incurrió la Convención constitucional fracasada, más que proyectos políticos que quieran atender a algunos de los dilemas que enfrenta el Chile contemporáneo.

El resultado es —exagerando un tanto— que las fuerzas políticas en Chile se han radicalizado hacia la izquierda o la derecha, hacia un proyecto que busca transformar radicalmente la trayectoria que hasta ahora ha tenido la modernización capitalista, la izquierda, o hacia el esfuerzo por mantenerla más o menos incólume, la derecha.

Y el problema es que la sociedad no parece estar radicalizada o polarizada o tendiendo a los extremos.

Hay entonces una amplia base social (líquida y veleidosa, es cierto, como lo muestra la reciente historia electoral) esperando quien la interprete. Es la oportunidad para crear un vigoroso centro político.

Pero para que ello ocurra se requiere contar con una élite intelectual que elabore una cierta narrativa capaz de atender a las expectativas de esos millones de personas que cambiaron radicalmente sus condiciones materiales de existencia, que accedieron al consumo y que hoy sienten temor de volver atrás y quedar a la intemperie. Un discurso que sin devaluar lo que las mayorías ven como el fruto de su esfuerzo (sin tratarlas como víctimas expoliadas, como las suelen presentar los jóvenes burgueses que se ven a sí mismos como redentores) y que, al mismo tiempo, haga frente a las patologías de la modernización. Desgraciadamente en la izquierda de más a la izquierda hay más deseos generacionales de ser fieles a la propia decisión biográfica, que genuino sentido político para entender los desafíos de la sociedad chilena; más anhelo de autenticidad y fidelidad al propio yo, que comprensión de la forma en que las grandes mayorías experimentan su propia peripecia vital; más deseos e ímpetus por denunciar, que genuina vocación por entender.

Una versión virtuosa de una agenda de centro sería un programa socialdemócrata sobrio, sin deslices retóricos, sin fuegos poéticos, única manera de evitar algo que suele ocurrir en política: que las palabras excesivas, el entusiasmo discursivo, acabe sustituyendo la atención cuidadosa hacia la realidad. Ese programa debiera recordar que el principal deber de un político de centro consiste en esforzarse por entender nuestra insatisfactoria sociedad para así reformarla, en vez de dedicarse (es el problema del Frente Amplio) a denunciarla sin entenderla. (El Mercurio)

Carlos Peña