¿Qué le daba el narco al Ñaju? Dinero, está claro; mucho sexo, y una vida de película. Ya había visto de cerca la muerte, cuando el año 2021 su pareja –una niña de apenas 13 años– lo traicionó y se fue con sus enemigos. Le metieron tres balazos en el cuerpo y ni aun así lograron liquidarlo. El narco le entregó adrenalina en abundancia, aunque también más que eso. Le permitió, a sus 27 años, ser alguien en la vida y, sobre todo, tener una muerte importante. Hasta varias universidades, escuelas y jardines infantiles de Valparaíso detuvieron sus actividades porque el Ñaju había muerto. Duelo forzado, pero duelo al fin. ¿Qué más podía pedirle Camilo Noé Rojas Chepulich a la vida?
El narco ha logrado algo que estaba reservado a los grandes místicos: ha glorificado a la muerte. “¡Bienvenida, hermana Muerte!”, dijo San Francisco cuando los médicos le dijeron que sólo le quedaban unas semanas de vida. Al Ñaju y tantos otros soldados del narco ella los espera en cualquier esquina, en una luz roja, en el momento menos pensado. “De la muerte súbita, líbranos Señor”, decían nuestros antepasados. “Muerte, ven cuando quieras, porque cuando llegues ya habré apurado hasta la última gota del cáliz de la vida”, parecen decirnos estos hombres que viven cada instante en el peligro. A San Francisco lo lloraron sus hermanos y los pobres del mundo mientras los ángeles lo recibían. Para el combatiente del narco hay fuegos artificiales y disparos al aire.
Hoy la muerte se esconde y no se habla de ella. Los narcos la muestran, la provocan, la desafían, la celebran y le coquetean. Se equivoca quien piensa que el narco es un simple negocio criminal. Ese es el caso de las bandas de ladrones, de los que esclavizan mujeres o hacen estafas cada vez más sofisticadas. El narco es otra cosa, es una religión invertida.
La última encuesta del Instituto Nacional de la Juventud revela que el 63,6% de los jóvenes no tiene ninguna identificación religiosa. Diez años atrás, el 64,4% sí declaraba esa afinidad: en una década los términos se han invertido. Los porcentajes han cambiado, pero esa diferencia no queda en el vacío. Siempre hay algo –en el fondo, un cierto dios– que ocupa ese lugar. Sin embargo, por contraste con otros, el narco ha conseguido darle un estilo a esa ausencia. Más allá de lo que muchos piensan, el hombre es un animal que necesita signos, ritos: una liturgia, si queremos ser más precisos. En el caso del narco, ella se muestra no sólo en los funerales. Basta con ir un sábado en la noche a determinadas estaciones de servicio en la Costanera Norte para presenciar otro acto emparentado con la liturgia narco. Allí estarán los Lamborghini y los Ferrari de colores vivos. Apoyados en ellos, sus orgullosos dueños accederán a sacarse unas selfies con numerosos adolescentes que los admiran y quieren ser como ellos. No anhelan otra cosa que tener sus autos, sus mujeres, sus mismos zapatos, sus tatuajes caros y sus cuidados cortes de pelo.
Esta religión no puede ser vencida por el secularismo progresista. ¿Qué se ofrece a los jóvenes que han desertado de la escuela para que vuelvan a ella? Mucha educación sexual, y unos establecimientos educacionales sucios e indisciplinados, con el consiguiente desánimo de los profesores que quieren hacer bien su trabajo. Esto no puede competir con el narco, carece de toda mística. El Ñaju no necesitaba que le enseñaran nada: él aprendía haciendo. Estaba sometido a una férrea disciplina, esa que falta en las escuelas, y sabía que, si mostraba que era un buen combatiente, en un par de años iba a tener al alcance de la mano todo lo que podría desear. El narco es agradecido y nada queda sin recompensa. En cambio, los adolescentes que van a nuestras escuelas públicas no saben cuál puede ser su futuro. O lo sospechan, y por eso algunos prefieren el narco. Hay jóvenes que incluso ofrecen sus servicios en las redes sociales, aluden a sus destrezas físicas y destacan su manejo de armas, con la esperanza de ser contratados por él. El narco no les pide sacarse un buen puntaje en ninguna prueba, ni siquiera escribir con corrección. Basta con que compren, vendan, transfieran, corran, se escondan, amenacen, anden atentos y, si es necesario, disparen. Y que sean muy fieles: a diferencia de una sociedad líquida como la nuestra, los compromisos con el narco duran para siempre.
El Ñaju fue enterrado con honores, como un servidor público que era. ¿A quién servía? A muchos que han sacado buenos puntajes y han entrado a la universidad, a esos que tienen todo en la vida, trabajan en lo que quieren o estudian buenas carreras. Ellos no corren ningún riesgo, porque para eso está el Ñaju. Pero son unos ingratos. Ese joven entregó la vida por ellos y ni siquiera fueron capaces de darle un par de horas para ir a tirar unos petardos o disparar unos tiros en honor de quien llevaba la ofrenda al altar de sus placeres. Durante el funeral, el narco hizo que el Ñaju fuera único e irreemplazable, aunque sea por un momento: lo trató con respeto. Ellos, en cambio, se limitaron a borrar su contacto del celular y preguntar por otro proveedor de esas emociones que buscan ocultar que la vida que llevan carece de sentido.
No te enojes, Ñaju, con los tres sicarios, ni menos con las treinta balas que acabaron con tu vida. Tú seguirás muriendo una y mil veces mientras no seamos capaces de darte a ti y tus clientes algunas razones para vivir de otra manera. (El Mercurio)
Joaquín García Huidobro