Es habitual que los árboles no dejen ver el bosque. Así ocurre al menos en la política internacional, donde el coro anti Trump tiende a culpar al presidente norteamericano de toda clase de males, sin llegar a comprender que él es un síntoma, y no la causa, de una serie de condicionantes que están reperfilando un sistema internacional que se encuentra en plena transición.
Las señales son visibles en todas partes: desde la cumbre de la APEC, que concluyó por primera vez sin un comunicado conjunto debido a las tensiones entre China y Estados Unidos, al anuncio del presidente francés, Emmanuel Macron, del impulso que dará a la creación de un ejército europeo. Se trata de desafíos al orden liberal nacido tras la Segunda Guerra Mundial y reforzado al finalizar la Guerra Fría. Ese orden está dejando de existir y comienza a ser reemplazado por otro distinto.
La Segunda Guerra Mundial obligó a Estados Unidos a darse cuenta que su seguridad dependía de que no surgieran potencias hegemónicas en Asia y Europa. En consecuencia, dejó atrás su tradicional aislacionismo y fomentó la creación de un nuevo orden que estaría basado, según planteó entonces el secretario de Estado Dean Acheson, en la promoción de “un ambiente de libertad”. Este nuevo orden tenía un carácter liberal: promovía la democracia y el libre mercado.Gracias a esta idea, Alemania y Japón, los dos grandes enemigos vencidos en la Segunda Guerra, se transformaron en democracias con economías abiertas y sólidas, bajo la tutela de Estados Unidos. El interés nacional norteamericano había sido redefinido: desde los tiempos del famoso Discurso de Despedida de George Washington en 1796 hasta la década de 1930, Estados Unidos había entendido que la defensa de su interés nacional pasaba por evitar inmiscuirse en los asuntos globales. Sin embargo, después de 1945 el país comprendió que su interés nacional quedaba mejor protegido si tomaba bajo su responsabilidad el establecimiento de un orden internacional liberal.
Las caídas del Muro de Berlín y la Unión Soviética confirmaron esta tendencia, añadiendo un ingrediente: hubo quienes leyeron la nueva realidad como la ratificación de una inevitable ley de la naturaleza. En su tan famosa como fallida tesis sobre “el fin de la historia”, Francis Fukuyama señaló que el triunfo global de la democracia y el libre mercado era consecuencia inexorable del deseo humano por ser reconocido y del avance de la técnica. La creencia liberal en el progreso pareció confirmada: el mundo estaba destinado a ser un lugar mejor. Hasta el día de hoy, académicos como Steven Pinker sostienen que el planeta se encuentra ahora mejor que nunca y que la utopía ilustrada del progreso está al alcance de la mano.
La realidad, sin embargo, sugiere lo contrario. Como ha sostenido el politólogo Robert Kagan, el orden liberal no tuvo nunca nada de inevitable, sino que, más bien es una anomalía histórica que descansó en el hecho inusual de que hubo una superpotencia como Estados Unidos que vio en él una manera de promover su interés nacional. Sin embargo, ya sea porque no le interesa o porque ya no tiene la fuerza para seguir sosteniéndolo, hoy Washington ha perdido confianza en el orden liberal de posguerra. Y, en ausencia de una superpotencia hegemónica que lo promueva, dicho orden ha entrado en recesión. Aparentemente, avanzamos –o retrocedemos, según sea el gusto de quien lea— hacia una suerte de reedición de lo que en relaciones internacionales se conoce como el “paradigma tradicional”. O sea, un sistema regulado por el balance de poder en el cual cada actor resguarda de manera egoísta su interés nacional.
Donald Trump y su deseo por “hacer a Estados Unidos grande de nuevo” son una consecuencia –y no la causa, como muchos se empecinan en creer— de esta tendencia que viene manifestándose por años. Dentro de ese marco, la confrontación con China –una potencia que desde hace rato reclama un nuevo lugar en la escena global— tiene que ver con la pérdida de confianza de Washington con el orden liberal. Cuando este último imperaba sin contrapesos, Washington hizo numerosas concesiones a Beijing sobre la base de la idea de que eventualmente, la apertura comercial iba a terminar provocando necesariamente una reforma política democrática en China. Hoy, en cambio, la administración Trump considera que esas concesiones han ayudado a convertir a China en un formidable rival geopolítico y se muestra crítica de la condescendencia que exhibieron sus antecesoras respecto del régimen comunista asiático.
Como afirma el cientista político John Mearsheimer, “los sueños liberales” se han revelado como un “gran engaño” al estrellarse de frente con las inescapables “realidades internacionales”. Según él, el orden liberal promovido por Estados Unidos durante los últimos 70 años es un constructo que a la larga ha sido un intento inútil por modelar el mundo a su imagen y semejanza. Ni siquiera la voluntad y el poder de un país como Estados Unidos son capaces de derrotar a fuerzas superiores, como el realismo y, principalmente, el nacionalismo. Solo la soberbia (lo que los norteamericanos denominan “hubris”, usando una expresión del imperio romano) pudo llevar a creer en la victoria final del progresismo liberal y en el fin de la historia. Ahora esta se está cobrando una revancha con el despunte de un nuevo orden internacional. (El Líbero)
Juan Ignacio Brito