El pensamiento de Hugo Herrera, referente intelectual de Mario Desbordes

El pensamiento de Hugo Herrera, referente intelectual de Mario Desbordes

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Académico de la UDP y permanente dolor de cabeza para Libertad y Desarrollo y Fernando Atria, Hugo Herrera se cuenta entre los intelectuales de derecha que anticiparon los síntomas de la crisis sin encontrar oídos en la derecha política. Pero ahora, dice él, los políticos que sí los escuchan pasaron al frente, y su cercanía con Mario Desbordes es un dato de la causa. Aquí perfila el “republicanismo popular” que propone para la política del futuro, responde a la derecha liberal que lo vincula con tradiciones autoritarias y afirma que la izquierda no está calibrando el riesgo de quedar aislada en la Convención Constituyente.

Sostiene que la derecha “economicista” y la izquierda “académico-frenteamplista” han limitado la capacidad del sistema político de entender su propia crisis. ¿Por qué?

Porque ambos sectores operan con discursos muy abstractos, más preocupados de hacer calzar a la realidad con su modelo de sociedad –uno economicista, el otro moralizante− que de comprender los cambios sociales para ofrecerles un cauce político. Y si nuestro sistema político quiere salir de su crisis, necesita hacer justamente lo contrario: ajustar sus discursos e instituciones a lo que está pasando realmente en la sociedad. Cuando la política se olvida de producir ese ajuste, deja de cumplir su primerísima tarea, sin la cual no puede abordar ninguna otra: producir la legitimidad de un orden político. Entonces, si seguimos pensando que es posible modelar al pueblo para que sea la encarnación prístina de un diseño preconcebido –como creen los ideólogos tipo Atria o Libertad y Desarrollo−, la crisis no va a tener solución. Si te fijas, los grandes solucionadores de crisis son siempre traidores. Arturo Alessandri, Napoleón Bonaparte: ratas traidoras que produjeron legitimidad política al ajustar ideas abstractas a una situación concreta. Alessandri, pese a ser un criminal, fue un estadista en ese preciso sentido.

Una idea omnipresente en sus escritos, y que exaspera a sus críticos, es que la política tiene que captar “los anhelos y pulsiones populares”. ¿Qué son esas pulsiones?

Yo admito que la expresión es vaga, pero la uso precisamente para denotar la diferencia entre un pensamiento político dogmático, que cree saber qué quiere el pueblo, como si sus deseos fueran una cosa, y un pensamiento crítico que entiende esos deseos como algo que no podemos saber bien qué es, porque tienen un dinamismo que te impide interpretarlos completamente. Pero de que están ahí, están ahí. El pueblo existe, pero no es una cosa, es una experiencia de participación y una fuerza inmensa, peligrosa en cierto modo, porque desborda las instituciones. Deja constancia de sí, precisamente, en su capacidad desbordante. ¿Cuándo aparece el pueblo? Cuando no sabemos bien para dónde vamos. Y uno puede decir que los anhelos populares ya no son apalear el hambre, pero decir en positivo qué son es muy difícil y hasta cierto punto ningún diagnóstico te lo va a dar.

Y cuando el pueblo no está enojado, ¿cómo se lo identifica, para saber qué anhela? ¿Es un conjunto de gente, alguna especie de esencia cultural?

En ningún caso una esencia. El esencialismo del pueblo es el nacionalismo xenófobo, del que a nosotros nos protege, creo, el hecho de ser un pueblo mestizo. Pero en la configuración del pueblo influyen sin duda factores culturales: la experiencia de habitar un territorio, de compartir tradiciones lingüísticas, religiosas, formas de pensar y sentir ampliamente extendidas. Pero todo eso va cambiando, la misma migración lo altera. En esto me siento cercano a los pensadores del Centenario: Encina, Alberto Edwards, Luis Galdames, Tancredo Pinochet, después Mario Góngora, entienden que la nación o el pueblo, más que una esencia, es como un vacío de esencia, una existencia que va mutando y de la cual la política no se puede desarraigar. Pero no hay una “ciencia del pueblo” que te pueda decir qué está pasando. Las investigaciones te orientan, pero hay algo que no te dan y eso hay que sentirlo, percibirlo. Por eso Hannah Arendt o Aristóteles decían que la política es más arte que ciencia. Se le llama calle, empatía, pero todas esas expresiones aluden a lo mismo: sin arraigo en la situación concreta popular, tú puedes hacer los diseños más bonitos, pero no van a funcionar.

Y en este caso, ¿Qué cambios sociales dejó de percibir la política al perder ese arraigo?

Bueno, la propia crisis, en parte, consiste en que nadie la entiende del todo. Pero es indudable que un factor decisivo, tal como ocurrió en la crisis del Centenario, fue la irrupción de una nueva clase social y la incapacidad de las élites de adecuarse a esa situación. Otro factor, que por el centralismo de las élites se analiza poco, es el problema espacial, la mala integración del pueblo con el territorio. Que hayan quemado el metro y nadie lo defendiera, que las protestas hayan querido avanzar hacia los barrios de los ricos, algo tiene que ver con el hacinamiento santiaguino, la segregación urbana, el deterioro de los espacios en común. El malestar en las regiones también está muy vinculado con su abandono, con el carácter famélico de la institucionalidad territorial y la acumulación de zonas de sacrificio. Seguro que hay más factores, pero esos dos, sumados a unas élites con unos discursos muy estreñidos, ya son un caldo perfecto para una crisis.

¿Por qué le achaca ese estreñimiento a discursos de la derecha y del Frente Amplio (FA), si la mayor parte del tiempo gobernó la Concertación?

Porque a la centroizquierda no se le puede criticar el discurso, si no tiene ninguno. Ese espacio se vació, se quedó sin diagnóstico. Y sin juventud, lo cual hace muy difícil que renazca. Por eso se desbandan entre ser caja de resonancia de la Pamela Jiles o celebrar, como Ignacio Walker, un triunfillo de la vieja Concertación en las primarias de gobernadores. Sorry, no tiene ningún sentido. Yo creo que la Concertación, en su primera etapa, captó muy bien lo que estaba ocurriendo: las ansias de vivir en paz, en un clima de encuentro y donde hubiera preocupación por los más pobres y perspectivas de inclusión. Ese espíritu fue tan hegemónico que incluso en las universidades las ideas de izquierda revolucionaria fueron indefendibles por un buen rato. Pero el CAE, que supuso el éxtasis triunfal de la creación de oportunidades, refleja muy bien a una Concertación que ha dejado de adelantarse a los cambios que está produciendo. Ahora, hay que ser justos: ¿a qué generación uno le pide que se adelante a los resultados de sus éxitos? Es increíble lo lejos que ha quedado la sociedad de los 90. El otro día me acordaba de la Zona de Contacto, la Rock&Pop, los debates sobre el liberalsocialismo… Estamos en otro planeta.

En cuanto a la derecha, atribuye en gran medida su estancamiento al daño que le habría hecho Libertad y Desarrollo. ¿Cuál fue ese daño?

Primero hay que reconocer algo: la gente que estudió en Chicago sin duda elevó el estándar de los estudios económicos en Chile. El problema es que se produjo una imbricación entre corrientes ideológicas e infraestructuras de poder. Porque los ingenieros comerciales de la UC, que seguían a Friedman, se juntaron con los abogados que seguían a Guzmán. Y esa generación cree que triunfó: primero le ganó a la UP y después apoyó el diseño institucional de la dictadura. Y como ya había triunfado, el año 90 quedó congelada en un discurso muy rígido. Además, de Guerra Fría. Guzmán cambió muchas veces, pero lo mataron el 91 y sus discípulos no cambiaron nada. ¿Qué hicieron entonces sus cuadros ideológicos? Limitarse a permear el proceso político como estructura de poder, de lo cual Libertad y Desarrollo es la expresión más pura. Porque hay que decirlo, eso no es un centro de estudios, no investigan, son activistas de las ideas. Y el daño ha sido impedir un proceso natural de renovación ideológica de la derecha que finalmente está ocurriendo, pero 30 años después.

¿Y por qué el resto de la derecha no se desmarcó antes?

Es que no había otro espacio, porque RN tampoco tenía otra visión política. La posición de los neoliberales era muy dominante y siempre descalificaron las reflexiones que venían de otras tradiciones del sector. Casi hicieron olvidar que la tesis friedmaniana, que enfatiza la economía y punto, es una anomalía histórica en la derecha. Y ese dogmatismo claro que ha hecho daño, su actitud reactiva influyó mucho en la parálisis política del gobierno. Por ejemplo, todos sabemos que las AFP invierten súper bien los fondos, pero que es indispensable reformar el sistema para dar jubilaciones decentes a quienes cotizan poco. Pero como el gobierno tiene paralizada la reforma, quizás las AFP terminen siendo abolidas pese a las utilidades que producen. Así es como la ausencia de política daña el debate público desde, en este caso, la derecha.

Militó en la UDI en los 90. ¿Cuál fue su experiencia y por qué se salió?

Entré a militar cuando estudiaba en la Universidad de Valparaíso –vengo de una familia de derecha y siempre me interesó la política− y ahí armamos un grupo bien entusiasta, pero al poco tiempo entramos en discrepancias con el partido. Me acuerdo de una charla que nos dio Darío Paya, que en el fondo nos decía “lo importante es Hacienda, ahí se define todo”. Y nosotros pensábamos “chuta, por lo menos Jaime Guzmán tenía una parada un poco más trascendente…”. Por otro lado, el trabajo poblacional de la UDI era interesante, pero no había detrás una concepción política de transformación, era más bien operación electoral y con un fuerte acento religioso. Y cuando partí a estudiar a Alemania, el año 98, comprobé que lo mío no era un delirio: efectivamente existía una derecha con una visión más republicana y una presencia social real. Y no este pegoteo de la UDI, que me resultó tan claro, entre una moral cristiana casi de alcoba y una versión radical de economía libre.

Entre los posibles candidatos presidenciales, ¿Mario Desbordes sería la mejor encarnación de esa derecha republicana?

Sí. Aunque debiera aclarar que tengo una relación de cercanía con él…

Lo han pintado como su ideólogo.

No, y tampoco trabajo formalmente con Mario. Pero lo conocí cuando participé en el Comité Político de Chile Vamos y nos hicimos cercanos justamente por tener inquietudes parecidas. Creo que él representa la posibilidad de una derecha que, sin renunciar al saber experto de la economía ni hacer castillos en el aire, valora la política como disciplina arquitectónica, por decirlo así. Como Aristóteles, o como Portales, tiene bien claro que un orden político respetado y reconocido es la condición de cualquier florecimiento en otros ámbitos de la sociedad, incluido el económico.

¿Lavín no lo tiene claro?

Lavín tiene destellos geniales, imagínate que logró poner el tema de la integración barrial desde Las Condes. Pero Desbordes tiene clara la tarea de la política y en ese aspecto Lavín es un misterio. Uno nunca sabe si es un oportunista genial o si realmente tiene una visión de Estado, si es el Lavín noventero medio reciclado o si ahora es un político con aplomo. Mientras que Desbordes fue el artífice del acuerdo del 15 de noviembre, sus capacidades de estadista no son un enigma.

Pero Lavín ha mostrado más de una vez que saber leer los cambios históricos.

Tiene una capacidad sorprendente de leer los tiempos, sí. Pero en las elecciones del 99 tenía otra cosa que hoy no existe: la estructura territorial de la UDI. ¿En qué se va a respaldar ahora? Él se declara bacheletista, se declara socialdemócrata, pero son conejos que saca del sombrero, uno no sabe si algo detrás. En cambio, la derecha de Desbordes, de Monckeberg, del IES, de Idea País, de Solidaridad en la UC, ha vivido un proceso real de renovación ideológica al que han contribuido estudiantes, académicos y políticos. Por algo han logrado una clara prevalencia intelectual. O sea, Libertad y Desarrollo no tiene a nadie para competirle a un Mansuy, a un Ortúzar, a un García-Huidobro. Y en RN todavía hay varias almas, pero esta línea viene avanzando al menos desde 2014, cuando el partido reformó su declaración de principios e introdujo principios como la solidaridad. Todo eso me da más garantías que las genialidades de Lavín.

En el libro Octubre en Chile (2019) bautiza su propuesta política como “republicanismo popular”. A primera vista, una mezcla curiosa.

Sí, son dos principios hasta cierto punto contradictorios. Pero con el republicanismo me refiero aquí a la división del poder, y no sólo dentro del Estado: también hay que dividir el poder social, entre un Estado fuerte y un mercado fuerte. Porque si quien emplea y quien gobierna coinciden, la libertad colapsa. Por eso digo que la izquierda que sigue a Atria es descuidada con el republicanismo.

Pero esa izquierda quiere apartar al mercado de ciertas políticas sociales, no convertir al Estado en el empleador preferente.

Parte importante del FA lo plantea así, pero la propuesta de emancipación que hay detrás no podría contentarse con eso.

¿Por qué?

Porque ellos creen en un estadio posrevolucionario: una vez que desplacemos al mercado −al “mundo de Caín”, como lo llama Atria− de áreas enteras de la vida social, y al mismo tiempo acostumbremos al pueblo a reconocer al otro a través de la deliberación pública, llegará un momento en que los hábitos egoístas serán superados −no se sabe cuándo, pero llegará− y el mercado dejará de socavar “lo público”. Pero como eso no les va a resultar, porque los intereses individuales no se domestican si hay libertad, el proceso de descontaminación moral del individuo tendrá que seguir desplazando al mercado y concentrando poder en el Estado. Es decir, su proyecto no es viable sin diluir el carácter singular, incontrolable del individuo, en un ser humano genérico, disciplinado en la generosidad a través de la deliberación pública. Pero es cierto que el FA se bandea entre esa tesis revolucionaria –pacífica, en el caso de Atria− y otro sector que cree más en la socialdemocracia que la Concertación habría traicionado. Y en ambos sectores hay grupos que han leído a Atria y que no siempre lo han entendido…

Según Atria, si alguien lo leyó y no lo entendió, es usted.

Pero lo mismo dice de Ortúzar o de Mansuy, es su comodín para defenderse. Cualquiera que ose rebatirlo, es porque no lo entendió. Yo me remito al libro que escribí sobre su pensamiento, donde está todo bien documentado y con citas.

Volviendo a su propuesta, ¿qué significa que un republicanismo sea “popular”? También le llama a ese principio “popular-telúrico”.

Bueno, ahí el antagonista es Libertad y Desarrollo. O más ampliamente, el liberal que se queda contento con la democracia liberal para velar por la libertad. “¿Y si no qué?”, repiten siempre. Pero resulta que sí hay un “si no qué”: hay populismo, hay fascismo, hay comunismo. Entonces un orden republicano debe hacerse cargo de cómo el pueblo se relaciona consigo mismo y habita su territorio, de ahí lo “telúrico”. Desde cierto liberalismo me tratan de fascistoide por decir esto, pero el mejor enemigo del fascismo es una política consciente de que el ser humano no se termina en la división del poder. Y que así como lo popular sin república lleva a formas totalitarias, un republicanismo sin pueblo lleva a un Estado gendarme, aquel que denunciara Marx, y a modos de relación alienantes que favorecen estallidos como el de octubre: un pueblo que no se siente integrado en su institucionalidad ni a su territorio. Así que los dos principios están en tensión, pero hacerle el quite a esa tensión, creo yo, es también una forma de romanticismo o infantilismo político.

¿Qué sería lograr la integración del pueblo consigo mismo?

Puesto así bien simple, es lo que decía Aristóteles: cuando tú tienes un grupo muy rico y otro muy pobre, no tienes un pueblo, tienes dos. Y eso en algún momento va a producir enfrentamiento, porque son dos formas de ver el mundo. Y yo diría que hoy tenemos cuatro Chiles: el de los ricos, el de los pobres y las clases medias, el de Santiago y el de las provincias, como les dicen aquí en Santiago a las regiones. Mientras no logremos una cierta igualdad e integración entre esos cuatro Chiles, para que tú puedas decir “pertenezco a esta nación porque hay un esfuerzo compartido, cosas en común que vale la pena defender”, no tendremos paz.

Es lo que reclama hace tiempo la izquierda.

Sí, pero la izquierda cree que eso se arregla llevando a todos los rincones la deliberación pública, con una cierta ansiedad disciplinante y que desconoce otras fuentes de sentido colectivo. A mí no me parece menos urgente recuperar los espacios públicos no deliberativos, donde tú simplemente estás con los otros, convives. En provincia todavía existen. Yo soy de Viña, está la plaza, la playa, calles donde se encuentran ricos y pobres, transportes públicos más o menos humanos, parques… En Santiago no hay parques, o están todos lejos y te cobran por entrar. Le dicen parque al Forestal o al Bustamante, que son bandejones centrales. El metro es bueno como sistema de transporte, pero desastroso como lugar de encuentro. Todos los países desarrollados le ponen especial atención a esos lugares de encuentro paisano. Nosotros se los dejamos a la buena suerte.

Ha planteado que instituciones territoriales más fuertes ayudarían a reducir la conflictividad social.

No te podría dar datos específicos, pero veo mucha menos conflictividad social en Nueva Zelanda, Alemania o Canadá, que son países con una buena institucionalidad territorial y, sobre todo, donde la gente vive bien integrada al espacio. En Chile hace tiempo que renunciamos al paisaje. En Alemania, por ejemplo, cuando llenaron de molinos de viento para producir electricidad, había una norma que sólo permitía instalar molinos de un lado del valle, para que al caminar tuvieras al menos un lado de paisaje natural. Una norma de ese tipo a nosotros nos daría risa. En Chile uno dice paisaje y suena a bucólico pastoril, a romanticismo de poeta inútil. ¿Pero por qué la gente va a los parques, al sur, a los cerros, a las playas? Porque quiere tener paisaje, sentirse parte de un todo estético, que es una manera fundamental de experimentar sentido en la vida.

Es partidario de crear unas pocas macrorregiones, siguiendo la propuesta que instaló Lagos hace algunos años.

Sí, porque además nuestras regiones están despobladas culturalmente. Salvo Valparaíso, Concepción y un poquito Valdivia, ninguna tiene una vida cultural robusta y eso conspira contra la conformación de élites regionales transformadoras. El Copiapó decimonónico, por decir algo, no existe hoy, y mientras no exista nunca vamos a convertir a las regiones en lugares realmente atractivos. Las macrorregiones, creo, ayudarían a concentrar recursos y facultades para generar ese empuje. Por ejemplo, yo propondría crear en todas esas regiones, que serían unas cinco, universidades de carácter nacional, pero de verdad competitivas con la Católica y la Chile. Otro tema que agudiza el problema espacial es la irrupción las redes sociales, pero ahí me declaro incompetente.

¿En qué sentido agudizan el problema?

Lo que pasa es que en Chile pegó el malestar justo cuando se empalmaron otros dos fenómenos. Por un lado, los espacios de encuentro se reducen, los sindicatos se debilitan, la familia se fragmenta, el vecindario se vuelve barrio dormitorio, el deporte se vuelve CDF, etc. Y por el otro, ocurre la ebullición del contacto virtual, cuyos alcances no sé dimensionar pero se van a extender cada vez más. O sea, estamos a un paso de empezar a ponernos chips subcutáneos para experimentar sensaciones que emulen la realidad. Puede que esto sea una volada, pero creo que hará falta una redefinición de lo humano y que la política tendrá que preguntarse cómo le damos más densidad a la experiencia real respecto de la virtual. Me parece que ahí se juega algo importante del futuro de la humanidad en todas sus esferas: desde el trabajo y el esparcimiento hasta las relaciones afectivas.

Como decía, ha llegado a ser sospechoso de fascistoide por el lugar que ocupan las tradiciones románticas en su visión de la política y del pueblo. ¿Dónde se corta el cable que podría unir esas afinidades con algún desvelo autoritario?

Yo puedo tener una veta romántica, pero creo en las instituciones republicanas y eso me deslinda de cualquier irracionalismo puro. La política, para mí, tiene que saber moverse entre el racionalismo y el romanticismo. Planificar, diseñar futuros, mundos, y a la vez tener en cuenta esto que dijo Hölderlin: el Estado es importante, pero quien quiere convertir a la política en su paraíso la termina convirtiendo en su infierno. Vale decir, el Estado es condición de posibilidad para que surja el espíritu, la vida cultural, la experiencia estética de encuentro, pero tratar de producir eso por los medios del Estado es absurdo. Es perder la distinción entre las estructuras de poder y las experiencias de sentido, lo cual te lleva a convertir al Estado en tu religión y ahí sí empiezan los caminos totalitarios. Y quiero insistir en algo: yo reparo en la importancia del pueblo y del genio artístico, pero no me creo capaz de identificar la “cosa” pueblo ni estoy esperando al genio que ausculta sus pulsiones antes que los demás. Esa posible genialidad la juzga la historia, no la política.

¿Y cómo concilia su resistencia a la razón generalizante con una sociedad que, cada vez más sensible a las injusticias, se ve impelida a codificar todas las relaciones sociales, incluso las de pareja?

Bueno, pero ahí hay que tener coraje político y decir que si vamos a una sociedad totalmente regulada, vamos a la estrella de la muerte, a un planeta sin tierra, donde las reglas importan más que el juego. La neurosis, la locura en cierto modo, es una vida con puras reglas pero sin sentido. Otra locura es la de los hippies de Summer of Love en San Francisco: pura experiencia sustancial de encuentro pero sin reglas, o sea, sin capacidad crítica ni parámetros de igualdad. Una locura, por ejemplo, sería ignorar las denuncias de abusos reales, y otra locura sería regular las relaciones de pareja hasta el punto de abolir la incertidumbre de las experiencias amorosas. Otro ejemplo: ¿por qué los europeos vienen a los parques nacionales del sur? Porque todavía tenemos naturaleza capaz de sorprender, no completamente domesticada. En parte, el problema de la racionalización −esto puede ser otra volada, pero creo que es importante− es que limita las posibilidades de experiencia a la imaginación de los programadores, por decirlo así. Por eso los videojuegos cansan, porque las posibilidades están acotadas a una mente que las previó. Mientras que la realidad misma, el espacio natural que poetiza Teillier, es sorprendente porque nadie lo pensó de antemano, y hasta cierto punto eso es lo que le da sentido a la vida.

NUESTRO CAMELLO

Si la tarea de la política es producir legitimidad, ¿el proceso constituyente será fallido si al final predomina el ánimo de que la gente fue traicionada?

Depende de cómo se entienda esa traición, pero creo que el proceso tiene buena perspectiva hasta ahora. El acuerdo del 15 de noviembre fue reconocido y el plebiscito marcó un tono como de responsabilidad popular, parece valorarse que por primera vez en la historia tengamos una convención democrática. Pero precisamente porque va a ser una composición entre distintos sectores, va a salir algo pedestre, un tanto mediocre, no va a salir una pieza. Si quieres una suite constitucional se la tienes que encargar a cinco constitucionalistas iluminados y vestirlos de padres fundadores.

Desde el mundo de la cultura se está demandando un texto inspirador.

No, yo me imagino algo más modesto y estoy siendo optimista. Porque el escenario pesimista es que dominen los sectores centrífugos y la convención sea una bolsa de gatos y no salga nada de ahí. Si eso pasa, la crisis puede entrar en una fase de descomposición. Pero si sale un texto decente de un debate pacífico, y no de una asamblea cercada como propone el PC, ya va a ser muy bueno. ¡Si nuestra democracia ha funcionado en piloto automático, no nos une nada! La historia larga no se recuerda en Chile, y en la corta todo nos separa: Allende, Pinochet, la Constitución del 80. Cuando un diputado le dice “yo soy más autoridad que usted” al tipo que lo controla en la calle, eso es desleal con la república. Pero en Chile uno no puede ser leal con la república porque no hay res publica, no tenemos símbolos compartidos. La nueva Constitución es la única posibilidad que tenemos de construir una primera base común para que decir “usted es desleal con la república” tenga algún valor. Dicen que un camello es un caballo hecho por una comisión, bueno, esto va a ser algo así: aunque nos quede un camello, va a ser nuestro camello. Y hay un dato histórico que deberíamos tener en cuenta: una vez aprobada la Constitución del 25, vinieron siete años muy revueltos, el país recién se reencauzó con el segundo gobierno de Alessandri. Creo que vamos hacia algo parecido. Esta crisis va a ser larga y no hay que esperar que se acabe con la Constitución, porque el principal problema es cómo las elites se van reformando.

La izquierda enfrentó el plebiscito unida y la derecha dividida. El temor de algunos y la esperanza de otros es que en la convención suceda lo contrario.

Yo soy más optimista sobre lo que pueda pasar en la derecha, sí. Porque sus sectores más radicales pasaron a la retaguardia, hoy sus posiciones son difícilmente presentables en un debate público. Pero en la izquierda, efectivamente, pasó lo contrario y ahí veo un problema, porque el primer gesto de la constituyente va a ser: ¿dónde están los dos tercios? Y no veo a los Jadue ponerse de acuerdo con los Van Rysselberghe. Sí veo a Desbordes ponerse de acuerdo con Elizalde, con Heraldo Muñoz, o incluso con gente del FA como Boric. Pero para eso va a ser necesario que los sectores centrípetos logren hacerse dominantes.

¿Y se imagina a Desbordes haciendo de puente entre la UDI y la centroizquierda, o más bien quebrando con la UDI para lograr esos acuerdos?

Hay que ver cómo actúa la UDI. Si dominan los Van Rysselberghe y cierran posiciones en una actitud obstruccionista, quizás se quiebre Chile Vamos y eso podría alterar todo el mapa político, incluso llevarnos a un régimen de “gran coalición” al estilo alemán. Si en la UDI dominan los Bellolio, es más difícil que se quiebre Chile Vamos y el gran riesgo de quedar aislada lo va a correr la izquierda, que hoy día no parece muy consciente de ese riesgo.

¿Cree que sobrevalora la posición de fuerza que le dio el estallido?

Así como hay fanatismo en la derecha que se cierra a ver un proceso de cambio social que ya existe, creo que hay un fanatismo en la izquierda que se atribuye estar del lado correcto de la vida y de la historia y sólo ve faltas en quien piensa distinto. Esto va desde la mentalidad de funa hasta el desprecio por el crecimiento económico como si fuera una frivolidad burguesa. Hay toda una conjunción dogmática ahí que se resiste a aceptar la nueva Constitución como un lugar de encuentro, porque piensa “nosotros somos los generosos y ahora vamos ganando, así que aprovechemos en esta pasada de dejar fuera a los egoístas”. Yo diría que esa izquierda presume de rechazar los “consensos”, pero lo que en verdad rechaza, lo que le cuesta tolerar, es la política. (La Tercera)

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