¿Existe el peso de la responsabilidad?
Si algo así existe, quiere decir que hay cosas que ocurren o no dependiendo de lo que uno decida: el curso de los acontecimientos pendiendo de la propia voluntad, nada menos.
Por supuesto una forma de aligerar esa carga es diluirla en varias voluntades de manera que siempre se pueda decir que no fue uno, sino la voluntad colectiva —esa voluntad que es todos y es nadie— lo que lo decidió. Pero esa decisión (que en el actual proceso constitucional parece predominar) es una forma elusiva de negar la propia voluntad sumiéndola y así sumergiéndola e invisibilizándola en muchas otras voluntades que ocultan y mimetizan la propia. En otras palabras, una estratagema para eludir la propia responsabilidad. Es verdad que esa actitud de camuflar la propia responsabilidad en el colectivo suele disfrazarse de generosidad, de renuncia en favor del prójimo, de sacrificio generoso, de disciplina partidaria. Pero se trata de un embuste que simplemente disfraza la disyuntiva mayor a la que un individuo se ve expuesto: la responsabilidad por lo que cada uno decida aprobar o rechazar.
Desgraciadamente, una de las características de la hora presente es presentar la abdicación y la renuncia de la propia responsabilidad como un acto de generosidad y desprendimiento. Suele oírse decir cosas como las siguientes: si de mí dependiera, yo habría decidido esto o aquello, algo en cualquier caso distinto a lo que se decidió; pero me debo no a mí mismo sino al colectivo gracias al cual fui electo, de manera que sería un acto de deslealtad traicionarlo y por eso adhiero a esta opinión que, si de mí dependiera, sería otra. Este tipo de explicaciones (que en privado suelen pronunciarse) son harto indignas porque descansan en la idea de que si alguien fue electo, entonces por el hecho de serlo deja de ser alguien y pasa a ser algo, una voluntad movida por una fuerza ajena, un objeto de fuerzas que lo exceden y no, en cambio, un sujeto que es lo que los electores creyeron cuando marcaron su voto.
De todas las fuerzas más o menos invisibles que dañan la democracia, quizá esta, la abdicación de la propia responsabilidad es la más grave y la más invisible porque, como vemos, se disfraza de generosidad y de sacrificio.
Pero cuando ocurre (y ocurre en casi todos los casos) es la deliberación democrática la que resulta estropeada y dañada, porque desde antiguo ella consiste en un conjunto de personas, de individuos, que ejercitando la razón, y persuadiendo o dejándose persuadir, buscan lo mejor para la comunidad política a la que pertenecen. Pero si ese ideal se sustituye por una ideología o una decisión de manada o de rebaño —digo esto porque eso es lo que se acordó, me guste o no para mis adentros— entonces no es solo la dignidad individual la que resulta estropeada, lo que ya sería suficientemente grave, sino la democracia la que naufraga en un juego puramente estratégico donde se trata de predominar con el número en vez de persuadir con razones.
Si esa sensación cunde, si ese modo de concebir la propia tarea se expande, hasta ser compartida por todos o casi todos, con prescindencia de la fuerza política a la que adhieran, el ideal democrático habrá salido dañado y estropeado y sustituido por un trampantojo que por momentos entusiasma y seduce a la ciudadanía, pero que tarde o temprano acaba por defraudarla.
Porque, después de todo, ¿no es acaso la nominación de experto o consejero un acto de confianza en la responsabilidad individual? ¿Un acto de fe en la capacidad deliberativa de esa persona y no un mandato o un encargo de expresar y transportar la voluntad de quienes lo eligen?
Pues bien, ese es el peligro del proceso que está en su fase final, que él se convierta en un medio para que las voluntades individuales —camufladas en las fuerzas o partidos que las promovieron— acaben considerándose a sí mismas como simples mensajeros o vicarios de esa voluntad colectiva y así diluyendo su responsabilidad individual. Pero una sociedad que diluye la responsabilidad individual (aunque lo haga con los mejores pretextos) acaba siempre pareciéndose a un rebaño. Un rebaño de izquierdas o derechas, pero un rebaño al fin cuyos miembros nunca podrán rendir cuentas y decir con orgullo respecto de su voto (el orgullo es un sentimiento individual) yo fui quien lo decidí. (El Mercurio)
Carlos Peña